Recuerdo la muerte. Sí. La recuerdo y me recuerda pues la cargo en los tuétanos.
Se me escondió ahí tras lagrimear una noche entera la muerte de mi primer y único amigo de mis primeros años, Gigio. Era orejón como el ratoncillo de la tele. Un cocker que me regaló papá a mis seis años y que murió ahorcado en el patio tratando de escapar de la lluvia y de una soga mal amarrada. Mi padre me dijo que había escapado, trató de cuidarme de la muerte, pero fue imposible. Me encontró y se quedó conmigo. Se quedó como cuando se quedan las manchas de la piel, o los amigos con los que tomas distancia, pero siguen vagando contigo. Se te aparecen cuando menos los buscas y te retuercen el cuello atragantándote lentamente, sumiéndote en una melaza viscosa y agridulce, tartárica. Así, los amigos que mueren se aparecen para morir de nuevo. Morir conmigo, como si una sola vez no hubiera sido suficiente. Así llegan todos mis muertitos. A veces uno por uno, a veces todos a la vez. Como cuando me siento solo, me acompañan y les hablo, y me hablan. Me susurran al oído y me hago que no soy con quien ellos hablan. Ignoro sus ruegos y sus pesares. No celebro la muerte ni me mofo de ella. Aunque cuando respiro siento que los huesos se doblegan mientras el pecho se hunde como si buscara perderse de sí mismo. Así, Gera, te recuerdo de los años en la Secundaria Constitución 1917, lugar de refugio. Me acordé de las veces que hablabas de tomar pastillas. Yo nunca pude, me aterrorizaba incluso pensar en tomarlas y perderme. Pero no lo hacías para perderte, sino para acercarte a tu fin, como quien sabe que la espada matara al guerrero del medievo. Eran tiempos de juego. Siempre fútbol, el fútbol de la secundaria que parecía interminable. Al dejar Coalcomán, dejé casi todo atrás, los recuerdos no. Esos me siguieron por años hasta mi etapa adulta. A Gera lo volvería a ver años más tarde, en mi penúltimo año de pregrado. En cuanto me vio su primer instinto fue ir a beber a la cantina del Sordo. Fuimos los cuatro amigos, Mecho, Poncho, Gera y yo. Ahí vi que eras el mismo, con las tantas sombras acumuladas que cargabas y ocultabas constantemente. Nunca supe realmente lo que tanto cargabas y ocultabas con las olas de alcohol con las que laqueabas los días y las noches, los suelos y la distancia. Cuando supe de tu muerte, sólo pude pensar en tu desgana, en cómo el peso lo perdiste como las ganas de vivir consciente. Te ahorcaste con la lluvia y la soga y la soledad como aquel primer amigo mío. En la lluvia, la cual ahora me recuerda que mis amigos se perdieron y yo encontré su muerte, como cuando el frío se me mete a mis huesos y siento la punzada del peso que ahora llevo cargado entre los tuétanos, escondidos, pero presentes, como la muerte.
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Autor: Marcos Pico Rentería (Apatzingán, 1981). Completó su licenciatura y maestría en University of Nevada, Reno (Estados Unidos) en Literatura y Letras Extranjeras con énfasis en español. Obtuvo su doctorado en Arizona State University (Estados Unidos) en 2016. Es editor de Nueve délficos. Ensayos sobre Lezama (2014, ensayo), publicado por la editorial Verbum (Madrid). Varios de sus textos de investigación y creación literaria han aparecido en revistas como Conexos, Aurora Boreal, Hostos Review, La Santa Crítica, Revista Crítica, Nuestra Aparente Rendición, Eñe: Revista para leer, entre otras, y en antologías como Alebrije de Palabras (BUAP, 2013), Pelota Jara: Cuentos de fútbol (2014). Actualmente es profesor en Defense Language Institute en Monterey, California.