Abel despertó de pronto. Tenía sed.
No encontró su sandalia derecha, así que devolvió la izquierda a la oscuridad. Abandonó la habitación con cautela para no despertar a su madre y atravesó la sala. Abría el cerrojo oxidado cuando recordó el vaso con agua situado en la ofrenda de muertos. Fue hacia él, estuvo a punto de tomarlo, pero sus ojos se toparon con los de su padre, impresos en amarillento papel fotográfico. Le parecieron encendidos, como el emblema policiaco de la gorra que nunca abandonaba; igual que la flama tintineante dispuesta allí, en su memoria. Leyó en ellos una advertencia. Gruñó. No pudo ahorrarse la fatiga de salir.
En la parte trasera de la casa cogió un jarro de la tarja. Sustrajo agua del tambo y un trozo de la enorme luna reflejada. Los besó. Sus labios recibieron un estímulo electrizante, mismo que despertó su aliento pícaro. Repasó con sus yemas la trayectoria que el agua seguía dentro de su cuerpo. Sintió cómo el fragmento lunar se instalaba en él e hinchaba su vientre. Su imaginación se había refrescado, así que descartó caminar hasta la letrina improvisada bajo un sauce cerca de la carretera, donde el aire cortado por los autos se filtraría para golpearle los muslos. Optó por recargarse en los ladrillos apilados frente a él.
Mientras los vapores de orina le acariciaban los pies, la puerta de la casa rechinó. El sonido surcó la noche del primero de noviembre con el mismo brío de un rayo, desprendiendo una estela mística.
Abel tensó sus mandíbulas. Presintió que algo emocionante por fin agitaría su mundo limitado a aquel terreno árido en los suburbios de un pueblo casi fantasma. Lo deseó con el ímpetu de sus once años, el mismo que solía transformar en hazaña célebre cualquier visita de gato; el mismo en sus manos resecas cuando éstas suponían mezclar polvos mágicos en el cemento destinado a los castillos de varilla; el mismo que irradiaba su mirada, siempre en busca de la materna, extraviada debido al luto perpetuo.
El niño no desahogó del todo su orina pues fue más fuerte su curiosidad, un deseo semejante a destapar una caja de sorpresas.
Rodeó la casa. Entró.
Dentro de la sala todo le evocaba movimiento: desde el aroma serpenteante de las flores de cempasúchil, hasta los rayos frenéticos de luna intentando resquebrajar los periódicos que hacían de cortinas. Incluso su propia respiración, a la que percibió acompañada por un eco tenue, quejoso y reverberante. El paso de los muertos, de los muertitos…, presintió. Y se dispuso a descubrir si acertaba. Parpadeó para distinguir formas entre la penumbra. Su corazón latió eufórico. Descubrió una silueta de su misma estatura. Era la fuente del eco, un niño como él, postrado cerca del retrato de su padre.
—¿Estás muerto? —musitó expectante.
El silencio se diluía entre los ronquidos lejanos, entrecortados de su madre.
—Sí.
Abel asumió sereno tal afirmación retardada que convertiría en el himno de su vida.
Aseguró la puerta con delicadeza, como despachando con cortesía los rumores del viento que arreciaban. Esa fue su única desatención al otro niño dentro de la casa, a quien no tardó en detectar descalzo, igual que él, pero además con el torso desnudo. Lo observó. Sospechó que las almas también padecían frío, o bien, que el viaje de retorno al mundo de los vivos debía ser gélido. Entonces decidió consolarlo. Quitó un pan de muerto a la ofrenda y se lo entregó.
La ausencia de reacción originó el diálogo.
—Perdón. No puedes comer si estás…
—El pan no es para todos —interrumpió el otro niño, sin dejar de temblar.
—Ya sé. Es para los vivos y para los buenos.
—Para los que no tienen miedo.
—¿Tienes miedo? Yo soy quien debería tener miedo. Ja, ja, ja.
—…
—¿De dónde vienes?
—Del purgatorio.
—¿Quiénes están en el purgatorio?
—…
—…
—Los que mueren en vida.
—Sí. Para morir hay que estar vivo. Ja, ja, ja.
—Eso dice la familia.
—¿Los de tu familia están muertos?
—Así dice la oración.
—¿Oran en el purgatorio?
—No lo entenderías.
—A que sí —sentenció Abel tomando decidido la veladora de la ofrenda para dirigirla hacia la cara del recién llegado. La zigzagueó con la sutileza de quien alumbrara su propia lápida con una antorcha. Los dos niños enterraron en su memoria lo que presenciaron durante la vida de un detalle: el tiempo en que la flama creció y luego, sin razón aparente, se extinguió.
Para ambos los hechos siguientes transcurrieron a cuentagotas, cuando en realidad apenas duraron: la puerta crujió como si la devorara el fulgor intermitente que se filtraba por las rendijas. Era de colores confusos. Abel lo advirtió azul celeste; el otro niño, rojo infernal. Los dos sintieron que las paredes se estremecían debido a la proximidad de un ente bullicioso. Se arrodillaron. Creyeron que ese microcosmos era invadido por todo un ejército. Tiesos por el desconcierto, los pómulos de Abel fueron golpeados por las exhalaciones pávidas del otro niño, seguidas por una frase que estalló en sus tímpanos y que luego se clavó en su corazón solitario: “vienen por mí…”.
Convencido de que actuaba como un héroe según la imagen a la que la palabra lo remitía, Abel se despojó de su camiseta y se la entregó.
—Voy yo. A los vivos no nos pueden llevar al purgatorio —le aseguró sonriente mientras lo abrazaba para contagiarle valor. El contacto piel a piel le produjo una sensación más electrizante que el beso al trozo de luna: la de un sello helado y escarlata sobre su pecho, invisible entre la excitación.
Así salió a enfrentar lo desconocido.
Así abrió la caja de sorpresas.
El paisaje nocturno se nublaba más y más. Abel alcanzó a ver la luna llena otoñal sobre su casa solitaria. También a su madre hincada, aferrada a los restos del cerrojo oxidado de la puerta. Ella al fin le concedía una mirada, pero esa mirada estaba inserta en un semblante espeluznante. El cuadro completo le provocó un dolor más agudo que el tormento que sufrían sus huesos.
—¡Yo no puedo entrar al purgatorio! —forcejeó Abel entre aullidos de sirenas.
—Cállate, bato, que en vez de regresarte al reformatorio te mando directito al infierno —le respondió un sujeto que portaba una gorra idéntica a la de su padre.
Entre parpadeos, Abel pudo contemplar al otro niño cerca de la letrina bajo el sauce, al lado de la carretera. Vestía su playera y comía pan de muerto sin tiritar. Entonces entendió la confusión que acababa de cambiar el rumbo de sus noches. Su boca se secó porque su miedo comenzaba, al igual que noviembre.
***
Autor: Ismael Benítez Flores. (CDMX, 1985). Estudié Ciencias de la Comunicación y Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. He colaborado en diversos medios culturales. Edito una revista digital e imparto un taller de escritura. He participado en cursos, talleres, coloquios y diplomados relacionados con la literatura. Tengo publicaciones en línea; también un ensayo incluido en Los discursos de la modernización. Literatura mexicana entre dos siglos (1882-1922), colección Letras Hispánicas, UNAM.
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