Aún no amanecía cuando la Marilú llegaba a la calle San Diego y entraba a la última casa del cité donde arrendaba una pieza para vivir. Ya antes de encender la luz había comenzado a beberse de un sólo trago, el vino que quedaba en la caja de cartón. Sentada en una orilla de la cama se había sacado los zapatos y había comenzado a llorar. Al poco rato uno de sus vecinos de pieza que salía rumbo al trabajo había tocado la puerta y llamado en voz baja para preguntarle si le sucedía algo; desde el interior Marilú le había dicho que no se preocupara, que estaba bien, que eran cosas de vieja, y que ya se le iba a pasar.
Después, se recostó un poco y sin darse cuenta se había quedado dormida, vestida. Cerca del mediodía se había despertado sobresaltada, pues sabía que cuando se curaba se le iba la lengua y se ponía a contar retazos de su vida, justo aquellos que siempre había querido guardar celosamente. Por eso cuidaba de no embriagarse, pero últimamente los recuerdos la atormentaban, la ponían triste, y sin poder evitarlo se descubría varias veces en el día llorando.
Por eso estaba bebiendo, para no recordar.
Ya levantada se arregló un poco el cabello, tomó toalla y jabón, y se dirigió al baño para ducharse, después regresó a su pieza donde puso el hervidor, se preparó dos huevos revueltos, una taza de té y comió sin ganas, sólo para “recuperar el cuerpo”.
Al atardecer, la Marilú encendía la tele y se entretenía con su teleserie favorita y sufría junto a la protagonista que era víctima del engaño de un mal amor. Pero eran estos momentos los que habían minado el ánimo de la Marilú, pues últimamente, sin saber por qué, era muy recurrente que recordara aquellos tiempos en que fue joven. Como cuando pololeaba con la Juana Rosa, aquella chiquilla con la que tuvo un hijo, Enrique, que ahora debía andar por los cuarenta y tantos.
La Juana Rosa, tan buena ella, que cuando la Marilú le comentó que él, ella, era distinto a los demás, no dudó en apoyarla. Y que cuando le dijo que lo mejor para ellos, para el niño principalmente, era que él se fuera, para que después no se avergonzara de su padre, ella estuvo de acuerdo.
Y así comenzó a vivir su vida, en soledad, de eso hace ya muchos años.
Como no tenía estudios había tenido que trabajar en cualquier cosa, principalmente de empleada para los mandados, para hacer aseos o realizar las compras. En esos años pese a lo poco que ganaba se las había ingeniado para hacer llegar a Juana algo de dinero; ésta le había permitido, algunas veces, que viera a Enrique, eso sí que desde lejos, no porque la Juana lo exigiese, sino porque Marilú había pensado que era lo mejor para el niño.
Enrique nunca se enteraría de quién era su padre.
Hace varios años que la Marilú está haciendo la calle. Sale todos los días al
anochecer para dirigirse a la calle Portugal donde ofrece sus servicios a los choferes que concurren al lugar, ya conocido como barrio rojo. Pero desde hace algunos meses su clientela sólo han sido algunos borrachos que han acertado a pasar por el lugar y a los que ha tenido que hacer una mamada. Ha envejecido rápidamente y se le nota. Para soportar el frío, toma vino desde una caja de a litro con tapa rosca que siempre tiene consigo. Cuando regresa a su pieza comúnmente está ebria y en sus bolsillos lleva unos míseros y grasientos billetes con los que ya no le alcanza para vivir.
Esa tarde, antes de salir, Marilú se había mirado al espejo y se vio vieja. Se había quitado la camisa y descubierto unos pechos flácidos, muy distintos de aquellos turgentes de su pasada juventud y que la hacían verse y sentirse como la mujer que había sido; y en sus brazos eran visibles varios cortes, huellas de las veces en que había intentado quitarse la vida. Ahí sobre la mesa, aún mantenía el gran frasco de vidrio que alguna vez estuvo repleto de monedas y que ahora permanecía vacío.
Y, mientras caminaba a la espera de un cliente, bebiendo a sorbos de su caja de vino, se desplomó sin vida en la esquina de Avenida Matta y Portugal, calles desiertas a esas horas de la noche. Su cuerpo estuvo varias horas tirado, solitario, como había sido su vida, cubierto por un plástico negro a la espera del furgón y del peronal del Servicio Médico Legal. Cuando éstos llegaron y preguntaron por su identidad, los policías dijeron que no lo sabían, que si bien a simple vista se trataba de una mujer, al examen de rigor se descubrió que era de sexo masculino.
Así sin identidad, él o ella, la Marilú, fue ingresada a la morgue un frío día de otoño.
Autor: Miguél González Troncoso (Santiago, Chile, 1954). Orientador familiar y mediador. Durante 2016 y 2017, sus relatos se publicaron en Suecia en el Semanario Liberación. En 2019 su relato breve “Los campesinos” obtuvo el primer lugar en el Concurso Literario Internacional “Memorial de Paine”. En 2020 su cuento “José, el Sefardí” obtuvo mención honrosa en el concurso literario Teresa Hamel, de la Sociedad de Escritores de Chile; otros cuentos han sido publicados en las revistas literarias Primera Página, Marabunta, Gaceta Alerce, Awen, Manticore, Extrañas noches, Sinestesia, Anuket, La idea lista info. En 2021 participó en el Primer Festival Internacional de Narrativa, ciudad de Guatemala.