La polvareda y la voz de Alfredo Olivas saliendo de una bocina con el woofer roto anunciaban el paso de la caravana del Frente de Ciudadanos Organizados. ‟Don Chuy, arrime la botella pa’cá”, pidió Manuel. Eran diez hombres montados sobre una “Julia” improvisada a partir de una camioneta Ford Ranger del 79. El calor estaba del carajo, según palabras del mismo Don Chuy, así que éste sacó una botella de aguardiente y la compartió con los demás.
Era un grupo de autodefensa y patrullaje conformado por diversos habitantes de los pueblos que se ubican entre Tlapa y Chilpancingo, todos ellos cansados de la incompetencia de las Fuerzas Armadas del Gobierno para detener el paso del crimen organizado que había estado raptando a sus mujeres para violarlas y enlistando a sus hijos con falsas promesas de dinero fácil, mujeres y desenfreno. Eran las tres de la tarde, estaban por llegar a Petatlán y planeaban seguir las jornadas de patrullaje a través de la sierra, sin embargo, Manuel tenía sus propios planes: quería llegar a casa, en Chilapa, con su mujer y su hijo, quizás. Si encontraba algo para lo que le alcanzara, podría comprarles algo especial para comer juntos.
Don Chuy estiró la botella hacia su derecha, entonces una bala salida como de ningún lado la convirtió en cristales y, además, le provocó al hombre la enunciación de maldiciones initeligibles, probablemente en mixteco, idioma que usaba más que el español. De un salto bajaron todos empuñando sus distintas armas. Comenzó la balacera y con ayuda, quizás de Dios, fueron mermando el ataque enemigo de hombres encapuchados. Tras una tronadera de balazos e injurias, lograron rodear el punto del que salían los disparos. Subió la intensidad, los encapuchados asomaban, maldecían, alguno gritaba o pedía ayuda al cielo, pedían que la Virgen les ayudara, que San Miguel, el arcángel, les ayudara, pero más fuerte sonaban las detonaciones, la voz de Olivas cantando: ‟…una lluvia de balas, el cuerpo quemaba. Entre ellos y el diablo me tocó morir…”, y, de pronto, cesaron. Todo esto duró alrededor de veinte minutos, no mucho más.
Se acercaron y notaron que prácticamente todos los cuerpos eran de jóvenes, de entre catorce y veinte años, ninguno más viejo. Entraron a una casucha que usaban como refugio, notaron que se habían pelado los más vivos, seguramente los mayores, pues adentro quedaban cinco escuincles, de rodillas, con las manos al aire y un cuerno de chivo cada uno colgado del cuello. Nadie les quitó la máscara, no hacía falta para saber que eran unos niños. Un hombre quizá se orinaría llorando y pidiendo por su madre, pero los gallos que se les salían los delataron. Manuel estaba afuera vendándole la mano a su compadre cuando les mandaron llamar porque el capitán había dado orden de fusilamiento y, de todos, Manuel era el que menos se achicaba para ser el verdugo de alguien, sin importar de quién se tratara.
La exhalación que precede a la presión en el gatillo siempre es tan profunda y tan larga como la que suelta el ejecutado, tan sólo un instante después de que la bala le impacte el cuerpo, terminando con su vida.
Una voz gritó la orden de disparar.
Manuel exhaló.
Y el sonido de los cartuchos al ser cortados, y posteriormente de los cañones, cimbró el ambiente. El cielo se llenó de nubarrones que casi de inmediato se convirtieron en un chubasco, mezclando la sangre con la tierra y creando un lodo más espeso.
De nuevo en la “Julia” miró hacia atrás, donde habían dejado los cadáveres, notó algo y su pierna derecha empezó a temblar incontrolablemente. Le pasaron otra botella de aguardiente, pero la conservó para sí, ya no la compartió. Bajó en la entrada a Chilapa y caminó hasta su casa. La sombra de las nubes no desapareció, a pesar de que la lluvia aminoraba su marcha hasta convertirse en una ligera llovizna que le mojaba la barba y la calva coronilla. Abrió la puerta y vió a su mujer, sentada a la mesa junto con dos sillas vacías. Ella, con lágrimas en los ojos, en espera de algo que las hiciera deslizar por las mejillas, alzó la vista hasta la de su marido, esperando lo mejor, pero sabiendo de antemano lo peor. Manuel desvió la mirada y exhaló, tal cual lo hizo antes de presionar el gatillo, tal cual su hijo lo hizo antes de ser impactado por la bala; entonces, ella rompió en llanto.
Autor: Jared Aarón Limón (Azcapotzalco, Ciudad de México, 2000). Empezó su carrera publicando un cuento en la revista Punto de Partida de la Universidad Nacional Autónoma de México y presentando algunos de sus relatos en la Feria Internacional del Libro Azcapotzalco. Ganador del primer lugar en la XIV edición del concurso “El mar que rompe nuestra mar congelada”, organizado por la FES Acatlán, y del tercer en el primer Certamen Internacional de Poesía “Natalio Valbuena Parra”, organizado por la Academia Nacional e Internacional de Poesía con sede en Tlapa, Guerrero.