Soy el tiempo que perdí – Ensayo de Pedro A. López

“La fantasía de ambos era al menos terminar a Proust, estirar la cuerda por siete tomos y que la última palabra (la palabra Tiempo) fuera también la última palabra prevista entre ellos”.

Alejandro Zambra, Bonsai

A veces pienso que mi deseo por seguir viviendo se ha correspondido directamente con mis ganas de seguir leyendo y escribiendo. Aun cuando en la infancia y la pubertad nunca generé un hábito lector pero sí uno escritor, llegada la adolescencia me hice asiduo a ambas actividades, a pesar de que por muchos momentos me aterraba considerar que sólo estaba “perdiendo el tiempo”. Cuando apartaba la vista de mis libretas o mis libros, notaba que mi alrededor permanecía exactamente igual que antes, pero algo en mi mirada era muchas veces distinto. Aunque no lo pareciera, algo había cambiado.

Tras haber ingresado a una carrera universitaria que consistía en transformar el hábito de la lectura en un modo de vida, me vi enfrentado a muchos textos consagrados en la historia de nuestra —gris, cursi, apretada— civilización. Además de los rigurosos clásicos, hubo un nombre que desde los primeros semestres y hasta el último estuvo orbitando con mucha frecuencia: Marcel Proust. Se le mencionaba continuamente en clases de teoría literaria, aunque también terminaba infiltrándose en rincones tan insospechados como las clases de literatura iberoamericana.

La última vez que escuché resonar el nombre del autor francés en alguna de las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras fue en una clase sobre Literatura y emociones en la que comentamos Bonsái (2006), la primera novela de Alejandro Zambra. En varios pasajes de la narración chilena, los protagonistas leen fragmentos de la famosa obra de Proust tras tener relaciones sexuales. La lectura poscoital del clásico moderno servía para reforzar los hábitos del placer y del amor, a la vez que afianzaba una relación sostenida en el interés mutuo por los libros.

Algo siempre me hizo pensar que el hecho de que la relación de los personajes principales mantuviera como uno de sus elementos principales la lectura de la Recherche (como les gusta decir a los agabachados) se correspondía con el deseo de formar parte de algo con una apariencia interminable. Al final la lectura sustituía el silencio, las conversaciones lentas o las pausas para fumar. Parecía ser algo que difícilmente podría terminar.

Desde esa última ocasión en la que se mencionó al parisino, me planteé si valdría la pena dedicar tanto tiempo (solo o en compañía) para enfrentarse a una obra de tan amplia extensión. A lo largo de los años —y de forma infructuosa— traté de entregarme a aquella experiencia en diferentes momentos y circunstancias. Recuerdo que lo intenté en un jardín, en varias bibliotecas públicas y en mi habitación plenamente iluminada. Cada vez que pretendía hacerlo me era imposible pasar de las primeras diez páginas. La densidad de las descripciones, la sobrecarga de imágenes y referencias a la memoria me generaron un hartazgo generalizado: andar por esas páginas era como si tras una noche de sopor me despertara un episodio de ansiedad. Sólo hubo una ocasión en la que leyendo el mismo tramo de siempre sentí una especie de fascinación insospechada cuyo origen no logro recordar. Al final, lo volví a dejar.

Hace algunos días escuché decir a una talentosa escritora que nunca leería a Proust a pesar de toda la admiración que evoca su figura y toda la influencia que ha tenido sobre gran parte de la creación, la crítica y la teoría literaria posterior a él. En cierto modo, llevo algunos años pensando lo mismo: he vivido con la tranquilidad que me da saber que puedo morir sin la necesidad de plantarle cara a algo tan extenso. Pienso en todas las lecturas —y más que lecturas, experiencias— que pueden atravesarse en mi camino si decido no leer los siete volúmenes y reemplazarlos por otras tantas cosas.

He pensado en pasar el resto de mis días sin enterarme del destino de Albertine, Swann, los posibles amoríos fallidos, la tensa y repetitiva relación con la burguesía francesa, o la intención de escribir acompañada por la irónica incapacidad de dedicarle el tiempo necesario. Imagino los estantes de mi biblioteca actual —y las posibles bibliotecas tal vez un día regadas por el Área Metropolitana— sin que Proust aparezca en título alguno. Siento que salir a buscar el tiempo perdido —meses, quizás años— tras leer a En busca del tiempo perdido podría ser un paso que fácilmente se podría evitar.

Después intento ponerme en la piel de Proust y me imagino al novelista franco vestido con un pijama muy elegante sentado en su escritorio mientras discurre largamente sobre el arrepentimiento y se reprocha por la vida que dejó ir por uno o varios motivos. Pienso en las razones que alguien como él tuvo que haber tenido para dar rienda suelta a un proyecto tan ambicioso al que terminaría dedicando la totalidad de su vida. También me pregunto cómo se habrá sentido al escribir las últimas líneas de El tiempo recobrado (1927), quizás sabiendo que su frágil salud no le permitiría ver plasmado el punto final de su obra.

Me sorprendo al advertir cómo una creación que apenas conozco me ha dado ya tanto en qué pensar. Sigo sin saber si valdría la pena dedicar tanto a algo tan exorbitante sin una relación que medie el tiempo invertido ahí como en la novela de Zambra. Aun así, mi admiración por Proust es distinta, pues ahora me gusta pensar que cada unx debe arrostrar la titánica tarea —como se pueda y entienda— de recobrar el tiempo.

Para una generación pandémica, deprimida, ansiosa y sin muchas expectativas para el futuro, el tiempo es apenas algo más que un paso en falso que de pronto se agolpa en instantes de terror absoluto. Hablarnos de recuperar el tiempo —ahora también absorbido por nuestras interminables horas de ocio frente a las pantallas— quizás resulte ser algo tan ingenuo como pernicioso, pero que en el fondo resguarda el pánico de sabernos limitadxs y acechadxs constantemente por el irrefrenable transcurso de la vida.

Desde la escritura se puede ahondar en lo profundo de quien se es y ahí la memoria —hermana siamesa de la imaginación— se presta para hacer de lo vivido algo diferente, algo nuevo. La posibilidad de reinventarse y reinventar nuestra historia es quizás uno de los regalos más grandes que confiere la ficción. Proust supo imprimir ese gesto de desesperación en su amplia narrativa, haciendo de su tiempo en este mundo un ejercicio de restitución y de apropiación de lo poco o mucho que se fue a través de dar voz a su sensibilidad sin importar qué tan oscuros o luminosos podían ser los pasajes. Es como si hubiera conocido el FOMO desde antes y buscó, abrumado, —como buen hijo de médico epidemiólogo— un antídoto para su malestar.

Sigo sin saber si realmente me aventaré el tiro y optaré un día por leerme a Proust. Me resulta incierto si mis libreros albergarán su apellido tan seco y su nombre tan exquisito. Quizás nunca lo haga y eso tendrá un mayor peso en quien soy, pues más que lo que hemos vivido, nos define todo aquello que nos pasa de largo, todas las oportunidades malgastadas, las lecturas omitidas y los besos jamás dados.

Ahora bien, si decido entregarme a la tarea de leer al autor francés y ahondar en sus frustraciones, sus obsesiones y su pasado, terminaré por ser —ineludiblemente— todo ese tiempo de mi propia vida que habré perdido. Quizás me recupere si aprendo a gestionar la vergüenza y el vacío; si hago de la tinta un mejor vehículo para todo lo que soy (y lo que nunca fui).


Autor: Pedro A. López (Ciudad de México, 2001). Estudiante de Lengua y Literaturas Hispánicas, ha escrito en la publicación M68: Tinta de la memoria editado por la UNAM en colaboración con Universo de Letras. Actualmente desarrolla un proyecto independiente de periodismo de investigación en el canal de YouTube La nota negra en el que explora distintos capítulos polémicos de la vida política del oriente de la Ciudad de México y su periferia. Tiene un gato llamado Fellini y en sus ratos libres hace canciones que —según él— son para librar a las plantas de todo tipo de ideas suicidas.

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