En ocasiones he ido por la vida tratando de capturar recuerdos: de pronto me asalta la necesidad de capturar uno, así que miro a mi alrededor, encuentro algo que me llame la atención y lo observo con intensidad, trato de memorizar todo lo que lo construye, y de repente tengo un recuerdo sin sentido ni significado, pero que habita en mi mente. La primera vez que lo hice fue a mis ocho años, iba con la hermana de mi abuela al centro de la Ciudad de México, la tía Ali. Me llevó en un camión colectivo que pasaba detrás de la casa de los abuelos y toma todo el Eje de la Merced, una de las avenidas que atraviesan el primer cuadro urbano. Nos bajamos en la calle de Emiliano Zapata, que se convierte en la de Moneda conforme se acerca a Palacio Nacional y ahí vi una de las farolas, coronada por un dragón (o quizá un delfín medieval), y la observé con tanta insistencia que aún hoy puedo verla encendida en medio de las neblinas de mi memoria.
Cuento esta anécdota porque eso es lo que hace la escritora de la que les hablaré hoy, Tatiana Tibuleac, en su ópera prima El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes (2019): crea pequeños puntos de la memoria y a ellos se asía. De origen moldavo, esta autora ha concebido una novela corta, pero profundamente humana, misma que es construida a partir del recuerdo y de la escritura como medio terapéutico. No busca retratar relaciones ideales, ni maternidades ejemplares por su abnegación, ni a hijxs admirables por su obediencia, su forma de honrar a sus progenitorxs y el orgullo que en ellos provoca. Si se va a leer de esa manera es un despropósito total, por más que se diga que en el final existe una especie de redención. Es una novela que trata sobre el duelo, el proceso de sanación de éste y sobre la memoria y su constante estadía en nuestro presente.
El título nos comienza a revelar quién será la voz narrativa: será el hijo, que está recordando aquel verano en que su madre tuvo los ojos verdes. Y aunque parezca una obviedad, esta frase se convertirá en la anáfora que mantenga a los recuerdos y al texto unidos. Pero ¿qué es una anáfora? Es una figura retórica perteneciente a la categoría de las sonoras, y es porque tiene una esencia de repetición. Así como la aliteración, que es la repetición recurrente de algunos fonemas o sílabas, la anáfora es la que repite de manera sistemática una frase construida, como el famoso “había de recordar”, con todas sus variantes, en los Cien años… de García Márquez. Se ha discutido mucho sobre la función anafórica, pero en este caso me atrevo a decir que sirve para cohesionar el texto: es el lazo que lo mantiene unido, que nos remite a ese primer momento, a lo importante, al verano en que la madre tuvo los ojos verdes.
Es una frase recurrente en el texto porque el narrador protagonista necesita volver a ese momento, no salirse de esa historia, ya que se lo ha pedido su terapeuta. Nos encontramos ante esa forma de escritura que tanto elidimos: la de sanación. ¿Cuántas veces no hemos tenido que escribir lo que sentimos? Lo he hecho recurrentemente cuando necesito clarificar cosas o me preparo para hablar con alguien de algún tema importante; a veces hago listas de los puntos que debo tratar, pero es inevitable que días después termine regresando a esa conversación y encuentre una frase que me faltó, una oración que pude haber hecho mejor o algo que omití decir por el calor del momento. También lo he hecho por encargo, cuando mi psicólogo me pide escribir durante veinte minutos todo lo que llegue a mi mente, en especial si es catastrofista. En este sentido, podemos empatizar con el protagonista, que necesita sanar y redescubrir aquel verano, aunque es un personaje que no sólo debe recuperarse de esa temporada de su adolescencia, y (sino que) se irá conociendo que tiene problemas psicoemocionales mucho más profundos.
Bueno, ya sabemos que la estructura de la novela es la de un texto escrito por encargo, que tiene una función terapéutica, que el protagonista tiene una serie de traumas que resolver y, sobre todo, que en aquel verano su madre tuvo los ojos verdes. Desde las primeras páginas se nos revela que la relación entre ambos es terriblemente conflictiva, algo al parecer irremediable, además de que no existe cariño ni admiración por el narrador hacia su progenitora. Sin embargo, el vínculo entre ambos parece volver a un estado primigenio cuando deciden ir de vacaciones a la campiña francesa, y es ahí cuando la novela da un vuelco. Lo vuelvo a decir: no esperemos la redención, mejor estemos atentos a los procesos de duelo y su respectiva resiliencia ante la pérdida, el odio, la culpa y otras dolencias de la psique a la que nos enfrentamos día con día. Esto lo vuelve un libro íntimo, personal, único en su lectura. De igual manera, es un texto que no teme hablar de neurodivergencias, de golpes imprevistos que modifican el curso de la vida, de fracasos y rencores viscerales.
Ahora les propongo hacer un ejercicio anecdótico. Pensemos en nuestras figuras maternas, quitémoslas del pedestal en que la sociedad las quiere colocar, veámoslas de cuerpo entero, quizá con la sonrisa que nace después del llanto o el ceño fruncido antes de un grito. Escojamos una estación (en mi caso sería el otoño) y en seguida algo que recordemos de ella en ese momento. A mí me queda lo siguiente: “El otoño en que mi madre me llevó a Coapa”. Recuerdo ese día, era un doce de diciembre, y en México es un día de fiesta, pues se celebra la aparición de la Virgen de Guadalupe. Se nos olvidó a nosotros y fuimos hasta el otro lado de la ciudad, sólo para quedar atrapados en su antiguo departamento, aquel donde yo nunca viví y no hay una habitación para mí pero sí están, el cuarto de mi hermana detenido en el tiempo y el de su matrimonio previo al divorcio. Ese lugar me es completamente ajeno, un libro que no cabe en la estantería de mi vida. Pero nos quedamos ahí, comiendo unos hot dogs del Oxxo, esperando que bajara el tráfico. No ocurrió nada sorprendente, sólo estuvimos juntos y la pasamos increíble, mucho, porque pudimos hablar de cosas tan íntimas como mi sexualidad, sus temores de maternidad, los errores de ambos. ¿Qué les queda a ustedes? Cuéntenme.
Con su primera novela, Tatiana Tibuleac se ha confirmado como una narradora de gran talla y precisión. En todo su texto nos invita constantemente a reflexionar sobre esas peleas, esos deseos de daño, las frustraciones y las disculpas que aún no hemos pedido, pero (para las cuales) estamos a tiempo. El libro es breve, de lectura rápida y disfrutable, donde la memoria diegética y la nuestra se van fundiendo hasta llegar a lo que todo ser humano necesita para poder sanar: el perdonar, pero, sobre todo, el perdonarnos. Inicié hablando sobre la capacidad de atrapar recuerdos, Tibuleac nos provoca querer atrapar los ojos verdes de nuestras madres, o abuelas, tías, hermanxs, para así poder tener algo que nos haga más llevadero nuestro viaje en este valle de lágrimas: el tener un verano en donde, para alguien, también tuvimos los ojos verdes.