En términos simplificados, el falocentrismo establece que el falo, como símbolo, es el centro de la construcción social, psíquica y organizacional humana. Con todas sus implicaciones, el falocentrismo es consecuencia de la concepción patriarcal que dicta la jerarquía del hombre en el mundo. Visto a la inversa, la ausencia de carácter dominante y violencia en un hombre atenta contra su supuesta superioridad “inmanente”: “Los hombres no pueden ser hombres, sólo eunucos, si no tienen el control”, afirma Susan Falaudi en su libro Stiffed: The Betrayal of the American Man. El falo simboliza esas posibilidades: opresión, poderío, yugo, supremacía. En su más reciente obra poética, Oscura punta (Editorial Universitaria de la Universidad Nacional Autónoma de Nuevo León, 2023), Ethel Krauze (México, 1954) se suma a las discusiones en torno a estos temas: la dominación masculina, la violación, el falocentrismo y la opresión de las mujeres.
En buena medida, estos elementos orbitan en la semántica de la palabra “patriarcado”. A lo largo de sus páginas, Oscura punta presenta dos perspectivas: por un lado, una serie de recuerdos del yo lírico que funcionan como una reconstrucción del dolor y la violencia; por otro, una alegoría crítica en contra del mismo patriarcado que, a decir de bell hooks, podría definirse de la siguiente manera:
El patriarcado es un sistema político-social que afirma que los hombres son inherentemente dominantes, superiores a todo y a todas las personas a las que se considera débiles, especialmente a las mujeres, y que están dotados del derecho a dominar y a gobernar a las personas débiles y a mantener ese dominio a través de diversas formas de terrorismo psicológico y violencia.
bell hooks, El deseo de cambiar. Hombres, masculinidad y amor, Ediciones Bellaterra, p. 34
La “oscura punta” a la que se refiere el título encierra un doble sentido. Ethel Krauze explora sólo la superficialidad ―o la punta― de toda una constitución de valores patriarcales. En el poemario, el falo sería un símbolo, pero también una muestra de la transgresión a la inocencia, a la infancia, a los primeros contactos con el mundo. El uso de la metáfora genera, a lo largo de toda la obra, infinitas posibilidades de creación, de ahí que el falo vaya más allá y se transforme en un pepino. A través de los versos, el falo se personifica, lo cual lo dota de una particular capacidad de acción: “Un día llegó el pepino / un pepino profundo / apareció / cortando el aire con su oscura punta / y se montó / diciendo: / te voy a hacer un agujero / en la concha de tu cuerpo”. La “inocente” o paródica metonimia del falo ―designación de una palabra por otra― se gesta desde una transmutación constante en todo el libro: así como un falo puede ser un pepino, una casa puede ser un cuerpo; una serie fotográfica puede ser una persona; un collar puede ser una representación de silencios engarzados, dolores traumáticos, violencias sistemáticas: “Hubo veces / que los silencios / hacían collares / de otros silencios / más profundos, / silencios tan oscuros / que se pegaban a la piel / para quedar / por siempre / sumergidos”.
Estas metamorfosis se refuerzan en el libro por las ilustraciones de Abril Castillo Cabrera, cuyo trabajo da otro relieve al sentido crítico de la obra con base en imágenes predominantemente binarias: pescados y plantas, conchas y flores, flores y tijeras, aves y peces. Sin embargo, cabría un matiz sobre el trasfondo de estas ideas: esta constitución, alusiva al género, refuerza el binarismo como identidad sexogenérica. En todo caso, hay sutiles trazos bien marcados que aportan otro sentido ―incluso en ocasiones sexual y surrealista― que rebasa la literalidad de los elementos gráficos. Ya sea con base en los versos o en las imágenes, el juego interpretativo propuesto al público puede apreciarse de inicio a fin.
El pepino se convierte en un personaje en este poemario más narrativo que lírico. Como símbolo del patriarcado, el falo se erige como una muestra de abuso, incomodidad, acoso, incordia, fastidio. En los versos de Krauze, los planos de la realidad, lo onírico y lo hipotético se ven asediados constantemente por su presencia. Ya no sólo resulta difícil concebirse fuera de un régimen dominante y opresor, sino que los anhelos de liberación se fracturan ―mas no se rompen― a lo largo de todo el libro:
Contuve la respiración
Ethel Krauze, Oscura punta, UANL, p. 23
pero no se alejaba
se alzó de nuevo
y en picada
se resbaló entero sobre mí
enseguida
me puse opaca
como si un crujido de avispas
me hubiera partido
el tuétano
por dentro,
y el más puro resplandor del agua
que yo era
se secara.
En primera instancia, la voz lírica revela una extraordinaria sensibilidad para describir(se) a partir de la naturaleza: “Yo tenía mar / era un mar pintado a mano / con su cordel de espumas viajando hacia la orilla que no acababa nunca”. Como leitmotiv, la naturaleza permite explorar imágenes que apelan a diversos sentidos; en el poemario se construyen con lograda plasticidad diferentes sensaciones, sabores, texturas, figuras y sonidos. No fungen como elementos de un locus amoenus ―lugar común referente al “espacio idílico”―; más bien, se vuelven parte de la individualidad, por lo que (re)viven también los sentimientos y las afecciones del yo lírico. Lo natural, entonces, se vuelve un punto de descubrimiento por medio de sus componentes: la luz, el girasol, la albahaca, las cuevas, las aves, el cielo, las olas, la espuma del mar, los jardines, el limón, las gardenias, las mazorcas, las praderas, la tierra, el relámpago.
En determinado momento, la voz poética se cuestiona si acaso existe una predestinación para el sufrimiento y el dolor: “Eso es lo peor: / creer alguna vez, / una centésima de vez, / que hubo un dios cuya caja de sésamo […] / pensó / que era bueno ofrecerme en bandeja / a su pepino / a semejanza e imagen / de su brillo”. Desde esta perspectiva, la autora subvierte el carácter bondadoso y divino de Dios para llevarlo a la parcialidad dominante y terrenal: el hombre fue creado a imagen y semejanza divina, mientras que la mujer nació de la costilla del hombre. Así, Krauze cuestiona estos preceptos para derivar en una crítica al sistema de pensamientos y creencias tradicionales, arraigados al patriarcado.
Como otras de sus contemporáneas, Ethel Krauze se posiciona con firmeza en el panorama de la literatura mexicana. Poemarios como A río revuelto (2022), de Maricela Guerrero, o Ya no tengo fuerza para ser civilizada (2022), de Iveth Luna Flores ―ambos editados por la UANL―, también abordan estos temas desde otros tratamientos. Si desde la poesía de Guerrero, por ejemplo, el lenguaje es un espacio de habitabilidad, en Oscura punta el cuerpo transfigurado por el recuerdo y la metonimia conforman un hogar con puertas, ventanas, cuartos, mosaicos, zaguanes. Es ahí donde reside la naturaleza, como contrapunto de la dominación: “No lo sabía, / para mí / antes de que el pepino se aposentara / en su reino que construyó / para él, / las puertas de las casas / se pintaban de sol”. El dolor, por tanto, transgrede estos lugares al grado de provocar un desconocimiento mismo, lo cual genera un vacío existencial:
En otra historia
Ethel Krauze, Oscura punta, UANL, p. 10
recuerdo,
tuve un cuerpo diseñado con tijeras de papel
en un álbum de estampas.
[…]
Lo pusieron en un baúl
y sólo quedó un hueco
un ojo
por donde me miro
y no me encuentro.
La presencia de la memoria orilla a revisitar la violencia e invita a reformularla desde la metáfora. En el libro existe un recorrido desde las primeras impresiones más inocentes del yo lírico hasta su determinante transformación. Ya no sólo muestra o narra la violencia del pepino, del falo, hacia su ser; se posiciona como una voz desafiante, provocadora e insolente ante el patriarcado. Se atreve a declarar su territorialidad física, su cuerpo, únicamente como suyo: “Las cosas por su nombre / su nombre / en el tapiz de mi cuerpo”. En todo caso, cabría ampliar la discusión en torno a la concepción individual más allá de los términos físicos y los órganos sexuales.
En entrevista para Cultura UANL, la autora mencionó que “la poesía es el punto de cambio”. Desde esa trinchera, manifiesta la posibilidad de denunciar o criticar la desigualdad establecida históricamente por la dominación masculina. La poesía provee. La poesía cambia. El canto se vuelve no sólo un lirismo estético, sino una voz para transgredir las injusticias de la realidad más allá del género y de sus binarismos: “Porque hay primera vez y no se anuncia / en los periódicos. / Mejor cerrar los ojos, / cantar una canción que la conjure”.
Oscura punta, de Ethel Krauze, puede conseguirse en la librería digital de la UANL.