“Lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas”, reza el viejo adagio. Así lo establecieron los dioses de los shoshones, antiguos habitantes de esas tierras, que delimitaron un cerco sagrado para que todo lo malo quedara encerrado dentro y no pudiera lastimar al pueblo. Funcionó, por muchos años. Los nativos acudían al cerco sagrado una vez al año para dejar ir todo mal pensamiento y toda mala intención, vaciándose de pecados y malas energías para poder continuar con sus vidas tranquilos y felices. Cuando el hombre blanco arribó y tomó posesión de las tierras ancestrales, también se vio beneficiado del cerco. Todo lo que hacían quedaba encerrado en las tierras shoshones y sus más oscuros secretos permanecían ahí, ocultos para siempre.
Eso atrajo a los espíritus de la envidia y el odio, la ambición y la lujuria, la codicia y la soberbia. Construyeron edificios gigantescos en los que se presentaba lo más variado de la inmundicia humana y llenaron todo de luces y reflectores, ofreciéndole al mundo un sitio en el que depositar toda su maldad y su oscuridad, sin consecuencias. Sin embargo, nada dura para siempre. Los dioses shoshones murieron al no ser venerados y el cerco comenzó a caer poco a poco. Los secretos se deslizaron subrepticiamente sobre el suelo del desierto, como serpientes, y comenzaron a buscar a sus dueños para ser reclamados.
El detective Charles Walsh se encontraba tecleando junto a su computadora cuando el primer secreto apareció junto a él. Era una pequeña bola de cristal decorada con una cinta roja que se deslizó por el suelo hasta tocar su pie. Charles frunció el ceño al ver el diminuto objeto y lo cogió en la mano, alzándolo para observarlo con más atención.
―¿Qué es eso, Charlie? ―preguntó Adam Cohen, su compañero.
―Ni idea ―respondió Charlie, girando la pequeña bola entre sus dedos.
De pronto, el interior se llenó de un espeso humo rojo como la sangre y el cristal se rompió de golpe, clavándose en su mano. Charlie soltó una exclamación y dejó caer los pedazos mientras el humo se materializaba a su lado, formando la figura de un hombre vestido de traje. Los detectives lo observaron con el rostro desencajado por la sorpresa y entonces, el hombre comenzó a hablar. Su voz era tenue, como la niebla y su tono tembloroso, pero todos comprendieron claramente lo que dijo.
―Mi nombre es Sean O’Reilly Walsh y asesiné a mi esposa. Sarah iba a tener otro hijo y yo ya no podía con la presión… Ya teníamos siete criaturas, no podía alimentar otra boca más ―relató y sorprendió a todos, especialmente a Charlie. Sean O’Reilly Walsh fue su tatarabuelo, un “pobre hombre” que quedó viudo tremendamente joven y cuya historia de amor y devoción por sus hijos se pasó de generación en generación a su familia―. La enterré en el desierto y culpé a los indios… Asesinaron a toda una aldea en venganza, pero ellos eran inocentes… ¡Eran inocentes! ―exclamó mientras lloraba a lágrima viva cuando el piso se abrió y una llamarada lo envolvió, arrastrando su triste alma al subsuelo.
Charlie, Adam y todos los demás permanecieron muy quietos por un segundo intentando procesar lo que acababan de ver. De no ser porque, al menos, quince personas vieron lo mismo, Charlie hubiera afirmado que se trataba de un sueño o una alucinación. Pero no. Era muy real. Pronto, miles y miles de secretos salieron del deteriorado cerco sagrado y el mundo se vio sacudido por una ola de confesiones. La policía de Nevada nunca antes tuvo tanto trabajo como en esos días. “Confieso que estafé a mi socio y le robé veinte millones de dólares que luego usé para financiar mi campaña política”, dijo la voz del gobernador en medio de una rueda de prensa y desató un escándalo de proporciones que terminó con toda la cúpula política del estado destituida.
“Laura tenía razón. Yo la violé, no ese chico negro al que culparon. Fui yo”, reconoció la voz de un médico justo en medio de la cena de Acción de Gracias en casa de sus suegros. Su mujer se puso de pie de un salto y se lanzó sobre él y lo golpeó con los puños mientras le reclamaba a gritos el suicidio de su hermana, quien murió afirmando la culpabilidad de su cuñado sin que nadie le creyera una palabra. “Tommy no es tu hijo”, afirmó la voz de una famosa actriz, casada por veinte años con un destacado director de cine en medio de la ceremonia de los Oscar. “Dije que lo era porque no quería que supieras que me acostaba con el productor…”. Las cámaras grabaron el momento exacto en el que el director se desplomaba en el suelo, fulminado por un ataque cardíaco.
“Me acosté con otra en nuestra luna de miel”; “yo robé el dinero de la caja”; “fui yo quien te delató a la policía”; “era yo y no Marta quien robaba las habitaciones de los clientes del hotel”; “fui yo quien te dio el medicamento para abortar en la bebida”; “violé a tu hija mientras estábamos de vacaciones en el resort”; “perdí el dinero de la compañía en una mano de póker y culpé al contador”… Uno tras otro los secretos regresaban con sus dueños, incluso si estos estaban muertos. Familias enteras, empresas, carreras profesionales y cargos políticos cayeron, derrumbados por el peso de la verdad y el mundo ya no volvió a ser el mismo. Los casinos cerraron sus puertas y los hoteles se fueron de la ciudad, poco a poco se devolvió al desierto lo que le pertenecía. Las luces y los reflectores desaparecieron, el glamour y el exceso también. Los edificios quedaron vacíos, convertidos en cáscaras vacías de vida que más temprano que tarde fueron reclamados por la arena y entonces, la ciudad desapareció de la faz de la tierra, olvidada por todos aquellos que un día la amaron.
Porque ya nadie podía ocultar nada. Porque lo que pasa en Las Vegas, ya no se queda en Las Vegas.
Autora: Génesis García (Chile, 1990). Es madre, esposa, historiadora, estudiante de bibliotecología y escritora emergente. Heredó de su padre el gusto por la literatura y en su biblioteca, llena de libros de segunda mano, conoció pistoleros, soldados, mafiosos, guerreros y elfos que abrieron su mente a horizontes insospechados y la empujaron al mundo editorial. Su obra
ha sido publicada en ocho antologías de la Editorial Gold en Colombia (Disfrazando mi dolor, Generación de fantasía, Pesadillas y vampiros, Susurros desde el alma) y fue ganadora del primer premio en el II Certamen de Relatos Cortos José Alberto Lario, “El Flori”, de la comunidad de Lorca, España.