Fotografía de Sarah Cruz
Vuela el tiempo de corrida, y tras él va nuestra vida.
Refrán popular
El mundo era una materia que habíamos domesticado, un animal tierno y engañoso que nos susurraba que todo lo que imaginábamos, todo lo que los libros habían encendido en nosotros, sería posible.
Leila Guerriero
“Se nos va el tiempo”, me dijo una señora hace unos días. Yo iba de regreso a casa en camión: tres de la tarde, tráfico, hora pico, lluvia y calor al mismo tiempo. Leía el último libro de la saga Dos amigas de Elena Ferrante. La señora se subió un par de paradas después de la mía y luego se sentó a mi lado. Noté de reojo que volteaba de vez en cuando a las páginas del libro. No me molestó. Al contrario: me imaginaba cuál sería su impresión de lo poco que alcanzaba a rescatar con su lectura de soslayo. Por momentos perdía el hilo de los párrafos intentando colocarme en su posición. ¿De qué se imaginará que va el libro? ¿Qué impresión le dará tal o cual frase? Luego regresaba absorta a la historia que me hacía ignorar todo lo que ocurría fuera del camión y fuera de mi asiento. Cuando llegamos al destino, la señora se levantó para salir del camión. Yo iba detrás de ella, con el libro en la mano y mi dedo como separador. A punto de bajar, se da la vuelta, sonríe, dirige ligeramente la mirada hacia el libro y me dice: “se nos va el tiempo, ¿verdad?”.
Fue de ese tipo de preguntas que emanan complicidad, aquellas que se pronuncian en primera persona del plural para mostrar cortesía, amenidad, cercanía, buenaondez o incluso cariño: “¿Cómo estamos?”, en lugar de “¿cómo estás?”. Imaginé que así, además de esto, confesaba también su esporádica lectura de los fragmentitos de mi libro, los cuales no sólo le habían gustado, sino que nos habían hecho compartir un instante fuera del tiempo. Caminé a casa pensando en esa oración. Me puse de buenas. Iba sonriendo por la calle reflexionando acerca de esa diminuta conexión que tuvimos, en el interés que le había despertado mi lectura y cómo, efectivamente, se me fue el tiempo dentro del camión.
Las palabras de la señora me hicieron pensar cuán intensamente intentamos retener el tiempo o, mejor dicho, cómo el tiempo nos retiene. El tiempo es la pauta de nuestros días. Las mil alarmas. Los horarios. Llegar tarde. Llegar temprano. Pide un Uber, ya no llegamos. Córrele. Rebásalo. Apúrale. Mira la hora. El tiempo es oro. Ni modo, ya no llegué. A las cuatro empiezo. A las seis termino. En quince minutos está listo. A las nueve empieza a llover. Favor de llegar con treinta minutos de anticipación. Digo que la reunión es a las cuatro para que lleguen a las cinco. ’Perame tantito, estoy a diez. Ando en mis cinco minutos. Veinte minutos para comer. Checo salida a las siete. Carajo, ya es bien tarde. Dormí seis horas. Hago ayuno de siete horas. El tiempo cura todo. Pomodoro de 50-10.
El tiempo da estabilidad y estructura, algo que, al menos para mí, resulta necesario. Sin embargo, a veces pesa demasiado sobre el cuerpo y la mente. Sí, el tiempo nos da certeza, pero en momentos como estos me pregunto: ¿hay realmente certeza de algo?, ¿el tiempo en realidad nos pertenece? La lectura es una de las pocas cosas que desestabiliza la gran convicción del tiempo. La lectura no es ni certeza ni incertidumbre, es un organizar con palabras una situación fuera del tiempo que habitamos, un tiempo ajeno que nos aleja del nuestro. Un tiempo distinto. Un tiempo sin tiempo.
Como alguien que ha habitado por mucho tiempo la periferia de la ciudad, leer en el transporte público no sólo ha significado un momento de entretenimiento o de pasar el rato, sino que representa una verdadera desconexión de la realidad. Si alguien me preguntara cuál es para mí uno de los grandes placeres de la vida diría que es la sensación de recorrer una línea entera del metro sin ser consciente del tiempo que transcurre. Aunque también puede ocurrir que el propio libro sea la puerta a “una pestañita” en el metro: un par de oraciones y luego un cabeceo. Y no siempre depende de si el libro sea bueno o malo, sino que también el metro —y el transporte público en general— representa, algunas veces, una especie de descanso para muchas personas. Ahí se completa el sueño que se interrumpió por despertarse a las cuatro de la mañana para llegar a una clase de las siete. O ahí se deposita el cansancio después de una jornada laboral. Un puente entre el trabajo fuera y el trabajo a realizar al llegar a casa (alimentar, cuidar, preparar el siguiente día). El tiempo y el espacio que habitamos, tristemente, también limita las horas de sueño. Pero en estas pestañitas en el transporte también se nos va el tiempo. Y hasta se nos va un poquito de más, cuando nos tiene que despertar una persona o nos damos cuenta de que nos pasamos tres o cuatro estaciones. Muchas veces he tenido la persistencia de leer en el metro aun cuando me invade fuertemente el cansancio, porque a veces es el único momento disponible para leer.
Cuando comencé a viajar sola en transporte público para llegar a la escuela me obsesioné con estos espacios de lectura sin tiempo y armé mi ritual conforme al recorrido. Es decir, las etapas de mi trayecto eran, digamos, la manera como separaba mis lecturas. En la primera línea leía un libro; luego el transbordo; en la siguiente línea, otro libro; en el camión hacia el destino, otro libro. Era divertido, aunque mi mochila era más pesada de lo que podía soportar en un viaje del Estado de México al sur de la Ciudad. Solía tener un álbum de música destinado a cada lectura y se convertía en una especie de soundtrack y, hasta la fecha, si escucho el álbum me recuerda escenas específicas o personajes del libro. Por ejemplo, leí La Historia Interminable con In Our Nature de José González. Con estos pequeños rituales se me iba el tiempo.
Siempre me ha resultado sumamente refrescante leer en espacios que no son míos, o que son míos momentáneamente, o que comparto con otras personas, como el parque, la sala de espera, la biblioteca, algún café (algo que sin duda extrañé durante los años de pandemia). El transporte público es un espacio compartido y siempre en movimiento. No podría hablar de concentración absoluta porque a veces es más interesante el chisme de las personas de al lado o simplemente saltar de un pensamiento a otro y observar la vida. Lo que ocurre en esta ausencia de tiempo con la lectura es una calma que se esconde del exterior, que encuentra su lugar por medio de las palabras.
Los anuncios que dicen que leamos treinta minutos al día no saben que esos treinta minutos pueden ser nada y pueden ser todo; que, a menos que se ponga cronómetro, el tiempo no existe en ese momento —qué ganas de insertar el tiempo en todo aspecto de la vida—. Los libros encienden una particularidad: se reconoce que la vida es distinta sin tiempo. La lectura en estos caminos de un punto a otro permite desprenderse de la monstruosidad que se alimenta de las normas del tiempo. Se trata de volver la mirada hacia el caos, desdibujar la minuciosa interpretación de la realidad y encontrar, así, una forma de transcurrir y experimentar la existencia de manera distinta.
“Perdí la noción del tiempo” es una de las frases que más escucho, sobre todo en periodos vacacionales —porque en las vacaciones también se nos va el tiempo—. Los verbos que más se utilizan en este tipo de lapsos en los que nos desprendemos notoriamente del tiempo siempre tienen que ver con la sensación de perdida, de alejamiento. Decir que se nos va es pensar que alguna vez lo tuvimos, y creo que en realidad nunca tenemos el tiempo, pero ser consciente de estos momentos en los que “el tiempo vuela” permite observar qué tan aprensivamente lo mantenemos. El tiempo es un ente que nos obliga a tener los pies en la tierra, porque el que vuela es él y no nosotrxs. No se pierde el tiempo cuando se lee, se pierde la inalterable ligadura del tiempo y nuestra vida.
“¿A dónde se nos va el tiempo?”, me pregunto mientras camino a casa y, por curiosidad, miro el reloj del celular. Se nos va. Nos abandona. Lo soltamos por un momento. Vivir fuera del tiempo es un descanso, un regalo. Es imposible dejarlo ir para siempre o por más de lo que esta vida moderna nos permita. Creo en el tiempo porque es inevitable, pero creo más en los momentos en los que vuela, se me va y desaparece, porque son más míos, porque es lo que verdaderamente tengo.