“Lo visible es un invento”

Ilustración de Sarah Cruz

En el prólogo del libro Modos de ver, de John Berger, Eulàlia Bosch expresa: “Lo visible no es más que el conjunto de imágenes que el ojo crea al mirar. La realidad se hace visible al ser percibida. Y una vez atrapada, tal vez no pueda renunciar jamás a esa forma de existencia que adquiere en la conciencia de aquel que ha reparado en ella. Lo visible puede permanecer alternativamente iluminado u oculto, pero una vez aprehendido forma parte sustancial de nuestro medio de vida. Lo visible es un invento. Sin duda, uno de los inventos más formidables de los humanos. De ahí el afán por multiplicar los instrumentos de visión y escuchar así, sus límites”. 

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Como habitantes de la Ciudad de México nunca estamos exentxs de esos largos viajes de un punto a otro. No por nada existe la frase: “la Ciudad de México está a una hora de la Ciudad de México”. Reflexiono sobre esto mientras recorro calzada de Tlalpan en camión. Tengo dos horarios para hacer este viaje: a las nueve de la mañana y a la una de la tarde, depende del día. Hace un par de meses que cada semana realizo este recorrido, me costó unas cuantas semanas reconocer de qué lado pega el sol en la tarde y en la mañana. Primero, al subir al camión, me dejaba llevar por los asientos con sombra pero sospechosamente nadie se sentaba ahí; la gente se sentaba del lado del sol. Luego entendí que la posición del sol cambiaba cuando el camión avanzaba. Pero antes de saber eso recorría todo el trayecto con la cara arrugada por el sol, porque soy lo suficientemente orgullosa como para mantener la decisión de sentarme en un lugar (y también porque el camión se llena bastante rápido y no hay tiempo para ponerse a escoger el asiento perfecto). 

Pero sí hay tiempo para observar. 

Materia para la imaginación: habitar el caos

En este tipo de trayectos siempre me siento parte de un caos inmenso: la ciudad es ruidosa, desordenada, desentendida e indudablemente bella. El clima de la existencia citadina nunca es el mismo; entre el brillo del asfalto, el odio, las bebidas que amainan el calor, los gorriones y los gestos, presencio una realidad pasajera, una invención, un momento único y complejo. Quizá ya es un lugar común la idea de experimentar cosas como si fuera la primera vez, pero lo que observo siempre, sin excepción, es —y se siente— distinto. 

En este viaje cotidiano por la ciudad encontré mi modo de ver.  

Cada vez que tomo ese camión —y también en casi cualquier trayecto— experimento la posibilidad de imaginar a partir de lo que veo: una persona cruza una calle en diagonal, no en línea recta, lleva de la mano a un niño con un raspado de mango; más bien, lo jalonea para que se apure. A continuación me quedo pensando en si la madre le habrá comprado ese raspado para complacerlo o para calmarlo, pues en su cara se notaba un semblante de angustia. Me invento una realidad que no existe más que en ese momento. Con suerte, se convierte en una historia, en un dibujo. O simplemente para trazar un camino entre lo visible y lo (ir)real. Observar la ciudad es mi manera de habitarla y de pensarla: me adentro en el caos de la cotidianidad y, al mismo tiempo, reconozco a través de la mirada un presente instantáneo. 

Observar la vida es como leer un ensayo en tiempo real: experimentar la lectura por medio de la contemplación. Escudriñar el paisaje como se hace con el lenguaje, con los versos. El mundo se convierte así en un ensayo que desencadena preguntas, plantea interrogantes, en un panorama para vagabundear en la imaginación, devenir en ideas; es una prueba y error, un intento de algo, una averiguación. Las imágenes de este mundo que observo son la materia de la imaginación.

La vista también habla 

Escribo y miro por la ventana. Como si la mirada fuera parte de lo que escribo. Una especie de coma en el pensamiento, una reafirmación. La escritura también es mi modo de ver. Me permite ver la vida de manera distinta. Me regala un espejo: el espacio de mi alma se expande hacia el espacio que observo. Cuando escribo siempre estoy en un espacio interior del que puedo salir para entender, reconocer y observar. Abro una ventana de adentro hacia adentro. Intento poner en palabras lo que veo, y veo el mundo para encontrar las palabras que me faltan. Reafirmo lo que escribo en lo que observo y viceversa. El lenguaje y la mirada son una invención. En el paisaje nace una convicción hacia la realidad, y lo mismo busco en la escritura. Observo y existo; observo y escribo. Con las palabras intento describir el irresistible conjunto de detalles frente a mis ojos; aunque a veces no alcanzan, sé que la mirada inventa, como el lenguaje. 

Contacto con el mundo

El mundo visible está ordenado en función del espectador.

John Berger, Modos de ver

¿Qué tanto alcanzamos a ver? ¿Qué vemos en realidad? ¿Qué tanto estamos presentes en lo que vemos? ¿Cómo se comunican las imágenes? ¿Cómo nos habla lo visible?

Hace unos días tuve que ir a la veterinaria y olvidé mi celular, me quedé afuera en una larga fila y me senté en el suelo de la calle. Con la cabeza sobre las manos y las manos sobre las rodillas, me dispuse a prestar atención desde la perspectiva del suelo (palpé el mundo desde mi posición, el campo se sintió mío por unos segundos): sábado en una mañana de verano, mucha gente en chanclas pasea a sus perros y lo que más compraban era tortillas, chicharrón y salsa, porque no hay mejor momento para el taco placero que un sábado por la mañana. Una persona llevaba a un gallo a consulta, el gallo —bastante bien portado dentro de la bolsa de su dueña— también observaba atento el mundo. Ahí, en cuclillas, comprendí que la observación es un paréntesis de la vida. 

La observación nos regala cierta huella de libertad, nos permite apropiarnos del tiempo libre.

Hay algo en el acto de mirar por la ventana. Nostalgia, tristeza, melancolía. Tiene algo de mágico observar de adentro hacia afuera. No sé qué busco cuando veo por la ventana —ni siquiera sé si busco algo—, pero se siente como si hubiera siempre una respuesta ahí, afuera, arriba, en lo que se mueve, en lo que nos separa de nuestro espacio interior. Una respuesta a no sé qué pregunta, pero, firme y contundente, me obliga a seguir observando. Dice Jean Starobinski que en la melancolía se percibe el carácter cautivo de la conciencia que, en un espacio limitado, no conoce la relación armoniosa del afuera y del adentro, aquella que define la vida habitable. La ventana es para la conciencia una mirilla, un puente que permite mantener esta armonía. 

Wisława Szymborska afirma que para ser poeta hay que decir siempre “no sé”, y pienso que para ser observadorx también, pues nunca se sabe qué hay en ese contacto con el mundo, pero, sin duda, situarse en esa unión con la realidad resulta cautivador. Lo que veo está en movimiento, sin detenerse camina hacia no sé dónde, porque la mirada, como el lenguaje, es subsecuente. Y lo que alcanzo a mirar desprende en mí una sensación efímera y sospechosa de entendimiento que, igual que un instante, se desvanece. Pero si algo logro retener, es la respuesta no buscada, el contacto con mi propia invención. Viajo por la ciudad de un punto a otro, un halo misterioso rodea los cristales de la ventana y me convierto en un ser errante que vive, en ese momento, para observar.