La tarde alborotada, el frío golpeando las gotas que yacían en el concreto, un café con librería sobre una avenida en el sur de la Ciudad y un par de libros en la mochila. Así recibí los primeros días de este 2023, refugiándome entre libros y aromas ocres del café recién prensado. Uno de ellos era Si una noche de invierno un viajero, de Calvino, que se agazapaba en el fondo de su sala de estar de tela y pieles sintéticas, donde indudablemente ha sentido los golpes de los baches cuando vamos en bicicleta y el estruendo de la lluvia que amenaza con venirse encima antes de que lleguemos al metro más cercano. El otro tenía como autor a Stephan Zweig, escritor que en el 2022 alcanzó su libertad al cumplir el tiempo reglamentario en el equipo de los derechos de publicación y ahora sale con frescura a buscar nuevas traducciones y editoriales.
Me confieso: al escritor austríaco lo conocí en un sello nacional de bajo costo, cuando cursaba la preparatoria, y un profesor nos encargó una de sus lecturas para el curso. Fue maravilloso ese primer acercamiento, pero ahora he desarrollado un especial cariño a las traducciones que de él hace la editorial Acantilado, por su cuidado y devoción a la semántica de los textos. ¿El libro que acompañaba al de Calvino? —si a eso se le puede llamar libro, quizá librillo por sus cincuenta y siete páginas—, Mendel el de los libros (Acantilado, 2009). ¿Cuál leer? ¿El ya empezado que me tiene viajando de Polonia a las estepas europeas, del pronombre masculino al femenino, del libro incompleto e inacabado que se revela en la posibilidad del título? ¿O un librillo mucho más cómodo, de un escritor siempre con una sonrisa y una mirada melancólica que me ha hecho empatizar con la construcción de sí mismo? La decisión está en el aire. Debo esperar a que caiga sobre la mesa cuando llegue el café y la rebanada del panqué de plátano que he pedido.
Me decido por Mendel…; lo huelo de manera automática, pues el libro es nuevo y recién lo abrí por la mañana. He de admitir que es una manía sin mucha explicación de quienes compramos libros de forma compulsiva. Parece que queremos leerlos con las fosas nasales. Lo hojeo, lo tengo entre mis manos. No se me ha quitado la decepción por el costo: esperaba algo más grande, tal vez con el mismo número de páginas que el otro libro acompañante en el viaje, pero ya es tiempo de aceptar que la editorial a la que aprecio tiene costos elevados. Ya acomodado, comienzo a leerlo. La experiencia es inédita.
La historia comienza a correr ante mis ojos, y siento que no la leo, más bien, las palabras se acomodan unas tras de otras montadas en las imágenes que sus fonemas reclaman. Estoy en Viena, en un café, rodeado de libros y de pronto ya no sé si es México el que huele a humedad atrapada en las hojas de papel o es la capital del antiguo Imperio austrohúngaro. El narrador intenta recordar; yo lo acompaño en su esfuerzo. Siento la frustración latente, más aún porque esa mañana olvidé realizar un pago de servicios y ahora tendré que ir a otro lugar a esperar no tener una multa por retraso. Comienza a contarme la historia de Jakob Mendel y el resto es historia.
Aquí me detengo para cuestionarles, o mejor dicho, para plantearles la situación: ¿alguna vez han encontrado a un personaje que les atrape? Aún más: ¿han encontrado a un actante silencioso que se forma en sus cabezas con el que terminan por empatizar de formas hasta ese momento ignotas? Un hombre sentado en un café. Se palomea, pues también estoy en uno. Un hombre sentado en un café que cuando lee se balancea como en la oración hebrea. Igual, lo hago recurrentemente, o meneo la pierna de forma compulsiva. Un hombre que se sienta en el mismo lugar del mismo café, cuyo origen está atrapado en el pueblo sin lengua, que lee un libro y recuerda otros, que se ha perdido de la cotidianidad del mundo, abandonado al Dios único y ha abrazado al politeísmo de los libros y a su verdad paralizada que revive en cada lectura. Sí, sí, sí. Te entiendo, Jakob Mendel, sé quién eres, aunque nunca te he visto.
El cuento —¿es un cuento?— rápidamente me consume. Lo termino en el lapso de hora y media, y no puedo parar de sonreír, de lamentarme, de querer más del viejo Mendel que no se dio cuenta de que una Guerra Mundial había estallado por concentrarse en los miles de libros, de sus costos, de sus vendedores, que almacenaba en la memoria. No puedo no pensar en el Funes de Borges, no puedo no sentirlo en el fondo de mi pecho; del mismo Borges, que se confiesa tan distraído, igual a su padre, que cuando llegan a Europa en 1914 se enteran de un conflicto que cambiará al mundo para siempre. Pienso en pedir otro café; desisto. El texto lo consigo rápidamente en PDF, lo subo al classroom de Literatura Universal de mis dos grupos de quinto año para que lo lean. Se lo mando a un amigo. Por favor, léelo, no me dejes solo con esta sensación. Él acepta, dos de mis alumnxs igual. A los pocos días me responden. La embriaguez, el éxtasis literario se ha mantenido intacto. Por eso estudié letras, ¡carajo!: para conocer el mundo mil veces, de formas nuevas y preciosas.
Calvino ahora debe ser paciente, él ya me ha hecho esperar lo suficiente con sus inicios que no me terminan de explicar nada. El año inicia bien y fuerte. Otro amigo, quien ha tomado ya un par de cursos conmigo, también recibe mi mensaje de súplica. Este libro lo deben conocer todos. Él me responde la petición con otra, me pide leer “La resurrección de Haendel”, también de Zweig. Lo tiene en digital, así que lo consumo con avidez. Es otra joya. Mis estudiantes se emocionan, me piden una fecha: 3 de febrero, el día en que quieren que Mendel también se presente con ellos.
Escribo esto el día 7. No hemos podido dedicar una única clase. Se ha extendido a la de este día y seguramente también se extenderá a la de mañana. Me parece minúsculo: cincuenta y siete páginas son demasiado pocas, los días también, pero han provocado tanto. En el salón se ha dicho de todo: lo que representa el viejo librero de Galitzia; lo que el autor quiso decir en realidad, como si lxs autorxs verdaderamente tuviéramos idea de lo que queremos decir; las atrocidades de la guerra y el compromiso con la concentración de un libro que nos termina por fascinar. Siempre he considerado que una clase de literatura debe ser una discusión, primero con el libro, luego con otros lectores. Finalmente, si un libro no pasa a pleno, no se somete a un examen colaborativo, entonces se condena a una vida de horas como la tienen marcada algunas mariposas. Stephan Zweig nos recuerda, con su Jakob Mendel, que la lectura silenciosa, solitaria, nos puede llevar a destinos contrariados, a no darnos cuenta que algo pasa afuera y apagarnos poco a poco. Les invito: leamos siempre acompañados, volemos más allá de unas cuantas horas.