Añoranza – Cuento de Leonorah Izher

Para Silvia:

Hace dos días, al fin crucé la frontera hacia Estados Unidos. El viento en extremo caluroso me asfixia y seca mi boca. Aún no puedo hallar recuerdos de la vida que adoraba, sin percatarme de ello. No ha pasado mucho tiempo, desde que sólo éramos dos niños de secundaria y me era impensable desistir de ti, de alejarme de la infinitud de tus manos que adorné con pulseras y anillos dorados… Aunque al verlas así, evidencié mis contrariedades, pues necio andaba en ataviar lo que ya poseía la máxima de las virtudes: la bondad de ofrecer. Aunque, irremediablemente, llegó la despedida, todavía conservo entre la polifonía de mi mente tu promesa. Vislumbro que, la realidad no es este continuum de suposiciones que hago para el futuro, sino la colisión de los infortunios que he presenciado, tan verdaderos como las olas del río. 

La incertidumbre me domina e intento imitar a quienes poseen ya algo de experiencia. Ellos dicen que viviré mejor y, en este preámbulo de lo bello, antes de volver a la duda, te encuentras tú, aunada a mi voluntad, la paz de tu nombre y tu risa sobre todas estridente. 

No te preocupes por mí, tal vez he llegado a mi destino. Envía mis saludos afectuosos a tus hermanos, también, muy especialmente, a las niñas, aquellas queridísimas sobrinas tuyas que tanta ternura inspiran. 

Siempre te amaré,
A.R. 

Nunca sabré cuánto tiempo transcurrió desde que terminaste de escribir esa carta hasta la llegada del correo. Ten por seguro que responderé la misiva con grandes novedades. Te diré que, justamente ayer, conseguí el dinero para el viaje. Esperaré que no te enfade demasiado que las esclavas de oro y los anillos que me has obsequiado hayan sido vendidos. Mientras pienso en ello, acomodaré con solemnidad los osos de peluche esponjosos y cursis, testigos de nuestro noviazgo. Sobre todo, me detendré en aquel tan blanco y bonachón, mi favorito, porque toca un vals triste y las mejillas se le encienden cuando aprieto su manita. 

Simbólicamente, los muñecos y cartitas perfumadas que hemos compartido quedarán sumidos en un rincón de esta casona, recordándoles la hermana que tuvieron mis hermanos y se fue al otro lado. Sin conocer siquiera si vive en alguna ciudad fronteriza o jamás llegó. Quizá, por este precepto definitivo, cada elemento halla su dispersión involuntaria en el tiempo, pero no en la imaginación donde se resiste. En ese lapso, seguro, los sobrinos tentones perderán las cartitas y mallugarán los juguetes, los cuales, después de muchos años, amanecerán en la basura o en la venta de chácharas del tianguis. 

Después me despediré de las niñas, urdiendo yo misma una ficción, pues me han dicho que bastan estas escuetas mentiras para los infantes. No me enteraré, si crecerán a la medida o no de las eventualidades, si podrán desafiar la monotonía, la decepción, la solidez del sol rojizo, inmóvil cada tarde: su vida intacta en apariencia, como aquella bola incandescente. O alguna vez desearán resguardarse en los días sencillos, para seguir siendo las niñas que juegan con Canela al reino de las Barbies. 

Canelita, la perra mestiza que llegó un día a la puerta de la casa suplicando por comida, con el pelo de estropajo y las costillas por fuera, sospechará mi partida y sus ojos de canica negros y decepcionados me amenazarán, porque ella entiende sobre pérdidas. En su abyecta maternidad, ha visto morir a sus cachorros una y otra vez. Por ello, sabrá que no hay un retorno, al menos no para mirar cómo sufre de alguna calamidad o tristeza, pues era yo la única a la que mendigaba caricias en su lomo sucio. 

Finalmente, ayudaré a mamá a preparar el atole en el pocillo, mis pensamientos se desviarán, indefinidos y contemplaré sus manos en minuciosa labor, tan diferentes a las mías; a las suyas nunca las dejaron ser jóvenes. En medio de estas ambigüedades, notaré el vínculo íntimo e inalterable de la concepción. Aflora en su ceño la intranquilidad por sus hijos, y más adelante se preguntará a dónde habré ido, qué debe mantener resguardado en el corazón, que se hinchará con los años, para explicarse por qué, uno de los ocho hijos estará ausente.  

Saldré de casa al amanecer. Caminaré muy rápido y apretaré contra el pecho una pequeña navaja escondida entre la ropa, para defenderme de los acechos que ocurren entre el crepúsculo y el día. Lo que me separa de la avenida no son más que callejones lodosos, polvo y vecindades. Subiré a una de las unidades con olor a aceite quemado. El chofer no esperará mi acomodo y reiniciará la marcha. Adentro, se encontrarán ya, algunos pasajeros, un instante en nuestra historia nos comprime a todos en aquella camioneta. 

El trayecto será largo y continuo. Observaré el fondo semioscuro en una de las ventanas traseras. Entonces la notaré: Canela me ha seguido, con pasitos diminutos e imperceptibles. Presente y futuro se corrompen, mientras la perra corre salvaje, intentando no confundir su objetivo con otros autos, es tan rápida que la divisamos muy cerca de las llantas. El vehículo da la vuelta y ella no se rinde. Hay más tránsito. Podrían golpearla, pero insiste. Continúa persiguiéndome, a pesar de las vueltas que pudiéramos dar. ¡Aléjate, Canela o mis afanes se destrozarán! Mis extremidades perderán su determinación y temblarán por el abismo de lo que viene. Nerviosa, intento desviar mi atención. Quizá los demás no vean a Canela, tan clara como yo la veo. Sin embargo, los demás pasajeros se inquietan ante la misma visión del can que no se detiene ni se cansa. Dos de ellos advierten: 

—¿Es de alguien el perro? 

—Nos ha seguido desde hace un buen rato. 

No digo nada, y los demás vuelven a sus pensamientos tras un rato. Canelita me acorrala, con la intensidad de mis evocaciones, en el orbe donde se ha deteriorado la adolescencia, vienen con ella los rostros de las niñas que lloran ante su primer desengaño y la fatalidad que tomará forma en los sueños opacos de mamá. En el pasado, al pensar en ti, la clarividencia me mostraba tu aspecto y tus misivas eran indicios de lo venidero. Sin embargo, esta madrugada me parecieron infinitos los yermos arenales que debo cruzar y mucho más nítidas las casitas de lámina en la colonia. ¿Seré acaso un instrumento probatorio de la indecisión humana? ¿Encontraré en mis yerros un sitio para la inmanente nostalgia? La lengua de la perra se asoma muy seca. Ya hemos pasado hace mucho la avenida, a pesar de su cansancio, me doy cuenta que prosigue. Nunca se acaba su contemplar ilusionado. Pero ahora, confundida en medio del tiempo, se ha convertido sólo en un punto café que se borra. Los ojos con esperanza revelados antes y sus ladridos se han desvanecido lentamente.

Para A.R.

He bajado de la furgoneta y me dirijo de nuevo al hogar. ¿Valdrán para ti mis evasivas y el calabozo de la fantasía tanto como el amor? Me inclinaré por el recelo a la memoria, pues no serán pocas las alusiones a tu nombre. Admiraré, por ejemplo, el terraplén y forjaré su similitud con aquellos montes que atravesaste. Las imágenes consolarán mis desvaríos, penetrarán traslúcidas mi entendimiento y guiarán lo extraviado en él. Todo esto ocurrirá, entre los años, con la luz del cielo calentando la tierra bajo los pies de Canela, quien me acompaña.  

Te amaré, siempre,
Silvia


Autor: Leonorah Izher (Nezahualcóyotl, México, 1996). Estudió Letras Hispánicas. Ha publicado algunos relatos en Punto en Línea, Punto de Partida y Blog Librópolis.