Nada nunca es como una espera que sea

En la esquina del último piso del Museo de Arte Carrillo Gil hay una pequeña sala que desde hace un par de años dedica una experiencia gratificante a quienes nos reconforta lo acotado: mini exposiciones dentro de una mini sala en un museo cuyas dimensiones no rebasan las posibilidades del cuerpo humano. Se trata de la sede del programa MACG Presenta, en donde artistas jóvenes preparan exposiciones de sitio específico derivadas de proyectos que producen con el apoyo del museo. Desde 2019, cuando me encontré por casualidad con la genial Primera gran carrera caminando & texteando de Santiago Muedano, me he refugiado en la intimidad de esa sala; riendo y llorando con este proyecto y los de Enrique López Llamas, Ana Segovia y Lucas Lagharino.

Me apena que una de cada cuatro (algo así) de las exposiciones que he abordado en esta columna ocurran dentro del Carrillo Gil, pero es que se encuentra tramposamente muy cerca de mi casa. En fin… La semana pasada me dirigí al museo a ver en concreto la actual exposición de MACG Presenta El vacío es del color de un cielo despejado de Sil Cerviño con la premeditada intención de escribir sobre ella aquí. Cabe mencionar que soy mega fan de Sil desde el primer momento que conocí su trabajo. Eran unas fotos en las que aparecía representando a un ser alado entre el Angelus Novus de Benjamin y San Miguel Arcángel, actuando un brinco destructivo y apasionado. Quedé. 

La muestra de Sil Cerviño en el museo aborda temas parecidos a esa serie de fotografías: apocalipsis, tiempo antes del tiempo, vacío, historia, destrucción, muerte. La exposición es una especie de cripta de un personaje sacralizado, al mismo tiempo que podría pasar por cuarto de armamento o mazmorra de hechicería. Todo está empapado de una reelaborada estética medieval manoseada por las fábulas hollywoodenses, pero con el toque particular del trazo de Sil: estilizados garabatos tanto espinosos como florales. 

Sin embargo, nada nunca es como una espera que sea. 

Resulta que en mi trayecto al tercer piso del museo (yo estaba decidida a subir las rampas sin detenerme hasta llegar al último cuarto de la torre más alta) me sorprendieron unos telones rojos que cubrían todo el primer piso del museo. El parecido al Black Lodge de Twin Peaks y el mero hecho de que las cortinas ocultaban lo que fuera que se encontrara detrás de ellas me sedujo lo suficiente como para hacer una parada repentina. 

Me recibió el guardia de piso y me indicó el recorrido como si se tratase del acomodador de un gran teatro. Lo primero que encontré fue un texto que narraba la historia del pastorcito mentiroso que engaña un par de veces a la gente del pueblo diciendo que hay un lobo en la montaña hasta que esto en realidad sucede y ya nadie confía en su palabra. Desde ese momento entré en un estado disociativo en el que una mitad de mí sospechaba de esta exposición calificándola de pretenciosa, mientras que la otra mitad estaba demasiado intrigada y fascinada con experimentar algo mínimamente inesperado dentro del museo. 

De esta manera, continué mi recorrido por los caminos de terciopelo rojo, experimentando un placer ominoso, pero siempre arrepintiéndome y queriendo estar ya donde las espadas, las vasijas de cerámica y las velas chorreantes de Sil Cerviño. Más que en una exposición de arte, me sentía dentro de una experiencia entre el museo de Ripley y la Cabaña del Tío Chueco. O quizá como en un videojuego o en un sueño de los que se caracterizan por una imprecisa búsqueda laberíntica. Reposé por un momento entre las acuarelas de José Clemente Orozo, pero terminé perdida entre muñecas, un ¿Rothko?, un enorme mamut en el suelo, un diván iluminado violentamente, un tigre enjaulado, una mesa con pequeñas granadas y cédulas con información sospechosa. 

La propuesta se llama Ahí viene el lobo y es parte de las revisiones de la colección del Carrillo Gil, curada en esta ocasión por el colectivo teatral Lagartijas Tiradas al Sol. Su intención es precisamente jugar con el espacio museístico y poner en crisis la idea de verdad y su papel en la construcción del pensamiento occidental. De manera que utilizan el artificio del teatro para confeccionar una exposición donde se entrelazan discursos que escapan a lo verídico. 

Llegando por fin a El vacío es del color de un cielo despejado, encontrándome mucho menos fresca de lo que me hubiera gustado, me pregunté qué diferenciaba a una exposición de la otra. Si bien el contexto de ambas es totalmente diferente, pensando que una exhibe un proyecto específico y original de unx joven artista y la otra es un grito desesperado por presentar de forma innovadora la colección de un museo del siglo pasado, las dos operan como máquinas despachadoras de ficciones.

Mientras que Ahí viene el lobo desenmascara el discurso de verdad histórica producido canónicamente por las instituciones museísticas, en El vacío es del color de un cielo despejado se asume la ridiculez del mismo y se utiliza a manera de disfraz. La descolocación producida por las artimañas teatrales a la hora de montar la exposición es asumida desde un primer momento por Sil en su obra. Para ellx el reciclaje de mitos sucede a priori, como un método artístico en sí mismo.

Así concluye esta crónica de antifaces dentro de un museo vecino. Como una invitación a dar el beneficio de la duda porque la posibilidad de la sorpresa, la incomodidad y la reflexión siempre valen la pena.