Cómodamente sentado, me preparo para comenzar a vivir una singular experiencia, una vez más. Estoy dentro de un avión a minutos de comenzar el despegue. ¡Estoy a punto de iniciar un viaje a través del aire!
Antes he recorrido, lentamente y con dificultad, un largo, angosto y caluroso pasillo. Algunas veces rocé hombros, traseros, codos y muslos; otras lo hice con mochilas y bolsos. Antes de aquello, esperando en la bien llamada sala de embarque, mientras miraba con detenimiento el comportamiento normal de los otros pasajeros, me hice las mismas preguntas que me hago siempre: ¿cuántos de los que están aquí sentirán pánico de volar en un avión?, ¿seré yo el único?, ¿sabré realmente disimularlo?, ¿alguno, o más de alguno, o todos, ya habrán notado mi miedo?
Sentado a mi lado, y tan rígido como un maniquí de vitrina, descubro a quien será mi compañero de asiento de viaje. Es un señor de aspecto inglés, como de mayordomo de las películas antiguas. Su rostro es pálido y notoriamente recién afeitado, pelo oscuro muy bien recortado y engominadamente peinado. Y en sus ropas, el contraste entre su blanca camisa y sus brillantes zapatos negros es perfectamente matizado por un pantalón marrón.
Antes de comenzar el despegue, y al mismo tiempo que abrochamos nuestros cinturones de seguridad, intercambiamos encogimientos de hombros acompañados por tímidas sonrisas, así como queriéndonos decir “bueno, ya estamos acá, ya por comenzar…, ya por comenzar a volar”.
De pronto todo se sucede: nos estamos moviendo, un ensordecedor ruido de turbinas, aumenta la velocidad, una sensación inequívoca de ir remontando el aire y luego la de ir lentamente recuperando la horizontalidad. Cruzando el cielo vamos rumbo a nuestro destino, avanzando por el espacio sin tocar tierra y afianzados no sé de qué. Más que sumar tiempo de vuelo, comienzo a descontar tiempo para llegar, para volver a pisar tierra firme.
El monótono sonido de las turbinas se interrumpe cuando se escucha la voz del comandante de la aeronave. No soy capaz ni quiero retener su nombre o su apellido, tampoco la cantidad de pies sobre el nivel del mar a la que vamos volando, ni mucho menos la velocidad de no sé cuántas millas por hora a la que nos movemos. Al final del monólogo el comandante cortésmente nos desea buen viaje…, justamente lo único que deseo.
Regresa el ruido de las turbinas, aunque ahora lo interrumpe la ronca voz de mi vecino de asiento.
—Mi estimado señor —cordialmente le saludo y me sorprendo por una acción tan poco usual en estos tiempos—, ¿cómo se llama usted? —me habla manteniendo su mirada al frente y su extrema rigidez.
—Guillermo —le respondo, mientras se acerca a mi hombro tocando su oreja con su mano derecha, en señal que no ha escuchado bien.
—Señor, ¿me ha dicho Gustavo?
—No, mi nombre es Guillermo —le repito.
—Por favor, discúlpeme usted, señor Guillermo. Entonces permítame desearle que tenga un estupendo viaje, y quiero hacerle saber que a partir de este preciso momento me encuentro a su entera disposición para lo que usted necesite. Por favor, considérelo.
Ante la inusual cordialidad recibida, pienso “¡pero qué agradable y bien educado que es mi compañero de viaje!” Y en el instante en que decido responder a sus afectuosas palabras, él me vuelve a hablar, y sin dejar de mirar hacia adelante, me pregunta lo mismo cada vez que estoy en una sala de embarque:
—Señor Germán, ¿usted también siente pánico cada vez que vuela en un avión?
Tratando de simular que no me importa que él haya notado mi horror a los aviones, alzando la voz, le respondo:
—Señor, mi nombre es Guillermo.
—Disculpe entonces nuevamente, señor Guillermo. Pero usted debe bien saber que los accidentes aéreos son tan escasamente frecuentes como lo son las opciones de que alguno de sus pasajeros pueda sobrevivir. Entonces, me permito volver a preguntarle, ¿usted tiene pánico a los aviones?
Me pega fuerte su descarnada reflexión, tanto que no tengo fuerzas para disimular y me creo descubierto. Siento que mi vecino de asiento, incluso sin mirarme, ha podido notar fácilmente todo mi horror y que definitivamente soy incapaz de ocultarlo. Cuando voy a comenzar a responderle, nuevamente se adelanta, y con voz firme me dice:
—¿Sabe usted? A pesar de que por mi trabajo en los últimos doce años he volado con bastante frecuencia, dos o tres veces cada semana, siempre siento mucho miedo. No, no es mucho miedo, es más bien pánico lo que vivo. Y mientras voy en vuelo me es imposible dejar de pensar que, si el avión falla y caemos, prácticamente no tengo ninguna opción de sobrevivir. Dicho de otra manera, si el avión falla voy a morir, pero también, y aquí lo interesante, los otros pasajeros tampoco tienen opción —en ese momento voltea su cabeza por primera vez, me mira y con su dedo índice casi tocando mi pecho—. Señor Gonzalo, usted también va a morir.
Antes de sentir el brutal adormecimiento que me produce el escuchar su despiadado y real razonamiento, alcanzo a responderle con un hilo tembloroso de voz:
—Mi nombre es Guillermo.
Ha vuelto a mirar al frente, lo miro y su rostro ya no me parece tan pálido. Algunos tonos rosados han comenzado a llegar a sus mejillas. Él continúa:
—Entonces, me vi en la obligación de hacer algo que lograra disminuir mi pánico. Al comienzo me pareció que una buena idea sería abordar al piloto antes del vuelo, verlo, tocarlo, conversar algo con él, de manera tal que, al sentir su tranquilidad, parte de ésta se traspasara a mí. Pero no me era fácil encontrarlo o charlar con él cuando íbamos abordando, y más de algún mal rato me llevé las veces que quise entrar a la cabina.
Cada tanto y en consecuencia nosotros los pasajeros también, el avión experimenta leves sacudidas (y otras no tanto) debido a las turbulencias. A pesar de mi adormecimiento, quiero decir algo. Tengo la palabra en la punta de mi lengua, pero nuevamente mi vecino me anticipa y dice:
—Entonces, hace ya varios años, ideé una curiosa costumbre que me ha hecho sentir tranquilo y es que, si vamos a tener un accidente, quiero que la última impresión que alguien tenga de mí —con delicadeza levanta su cabeza y mira hacia el cielo—, aunque también vaya a morir, es que yo soy una persona agradable y bien educada.
La verdad luego de este nuevo mazazo, ya no tengo deseos ni siquiera de intentar hablar, al mismo tiempo que siento que me voy hundiendo profundamente en mi asiento.
—Y sepa usted mi estimado señor Gerardo…
—G u i l l e r m o… —le respondo susurrando.
—…esta curiosa costumbre me ha ayudado bastante y cada vez que la practico siento un gran alivio, y compruebo que, aunque no moriré de la manera heroica que soñé cuando era niño, sí lo haré sabiendo que le fui cordial a la última persona con quien hablé.
Lo contemplo y lo escucho lejano, sigo adormecido.
Pasan otros minutos de silencio…, o más bien del ruido de las turbinas. Sigo descontando tiempo para llegar y nuevamente aparece su ronca voz.
—¿Sabe? En una oportunidad ya íbamos a comenzar a despegar y no había un pasajero a mi lado. En otra ocasión mi compañero era un señor japonés que no entendía mi idioma, jajaja. Así que rápidamente, en ambas oportunidades, me cambié de asiento antes del despegue… Esas veces sí que sentí terror, jajaja.
Las pequeñas y circulares ventanillas del avión dejan ver cómo atravesamos nubes y por momentos la luz del sol entra a través de ellas. Cada tanto, el comandante de la aeronave usando un tono relajado, nos cuenta que, ante la proximidad de una zona de turbulencias, debemos volver a abrocharnos los cinturones de seguridad. Miro de reojo, mi compañero duerme plácidamente, la rigidez ha desaparecido totalmente de su cuerpo y colores rosados adornan ahora su flexible aspecto.
Han pasado algunas horas y la azafata, cuyo maquillado rostro luce una cálida, pero a la vez petrificada sonrisa, se aparece por el angosto pasillo empujando un carro metálico. Ofrece algo para beber y le pido una copa de vino, me mira y levanta los hombros como insinuándome que despierte a mi compañero de asiento.
—No es necesario, él no necesita nada —le respondo.
Ella lo entiende y, entre turbulencias, continúa su peregrinar. Y yo a contar de ese instante, me siento cómplice de su curiosa costumbre.
Finalmente, no logré decirle ni preguntarle nada y tampoco él me volvió a hablar durante el resto del vuelo. Durmió profundamente y no se alteró en lo más mínimo cuando las turbulencias aumentaron, y vaya que lo hicieron. Puedo asegurar fehacientemente que la curiosa costumbre le era efectiva.
Yo no pude dormir en todo el vuelo, y él ni siquiera despertó mientras aterrizábamos, incluso tuve que mover insistentemente su brazo para interrumpir su sueño y decirle que era momento de desembarcar.
Nos despedimos cordialmente.
—Que esté muy bien, Don Gregorio, me dice cariñosamente.
—Amigo, recuerde que mi nombre es Gabriel —le indico esta vez con ironía, pero sobre todo con el inmenso buen humor que me produce el estar nuevamente pisando tierra firme.
—Mi señor, por favor, discúlpeme. Nuevamente olvidé su nombre —me dice soñoliento y sin perder su cordialidad.
En su cuerpo todo es flexibilidad y, antes de darme la mano para despedirse, de uno de los bolsillos de su blanca camisa saca un pequeño espejo frente al cual, con aires de triunfante sobreviviente, repasa su perfecto peinado y finaliza con un largo suspiro exclamando:
—¡Sigo vivo! —para luego mirarme y ahora pronunciar—, ¡seguimos vivos, mi querido Guillermo!
Me da la mano y me dice:
—¿Una última pregunta, mi señor, usted toma algo para dormir? —No, nada, no necesito, le respondo tajante.
Y nuevamente me enfrento con un pasillo largo, angosto y caluroso, rozando hombros, traseros, codos y muslos, y alguna vez mochilas y bolsos. Pero esta vez, caminando sobre tierra firme, es un inmenso agrado volver recorrerlo.
Autor: Guillermo Vargas Virgilio (La Serna, Chile, 1969). Ingeniero civil.