San Oriondo – Cuento de Javier Adonay Flores

La madrugada que maté a mi padre, tomé la decisión de mudarme a San Oriondo, un pequeño pueblo en la frontera donde él nació. Rechinaron en mi mente las constantes anécdotas sobre su infancia y lo feliz que fue cazando cangrejos y bajando mangos de los inmensos árboles que ahí crecen. Antes de irme envolví su cuerpo, bajé el agua de la pila y lo tiré adentro; guardé mi ropa, la suya y cinco pesetas que guardaba en una de sus botas. 

El recorrido duró unas cinco horas, el sol calentaba la ventana de mi asiento. Yo me fui muy temprano para que la luz no tocara mis manos sucias. Los vecinos debieron darse cuenta en unos tres o cuatro días. Nunca volví a saber nada de ese lugar, ni por cartas de mi familia (de quienes corté contacto) ni de las autoridades. 

Llegué a San Oriondo justo a la hora cuando los comedores abren. El olor a aceite quemado anunciaba que era hora de almorzar. Un par de mujeres descansaban ebrias en la acera frente a la salida de la terminal. Ellas me instruyeron sobre los precios y la calidad de diversos comedores. Decidí ir al de niña Claudia, porque era el más económico. Por el momento no estaba buscando la mejor calidad, solo saciar mi hambre a un precio accesible a mi situación de sin techo. Se hizo la una de la tarde cuando terminé de comer, la carne me sentó mal en el estómago, el reflujo me amargó el paladar, me endureció los dientes. Sin importar las dolencias, pagué mi comida y salí del comedor. 

—¡Vuelva pronto! —dijo alguien.

Afuera, ambas mujeres seguían esperándome por alguna razón. 

—¡Muchacho! —gritó una. 

—¿Usted es familiar de Humberto Molina?—preguntó la otra al momento de atrapar mi atención. 

—Humberto Molina era el nombre de mi viejo —respondí—, mi nombre es Mardoqueo Molina. 

—¡Te dije, que se parecía! —se dijeron entre sí. 

Pregunté sus nombres. 

—Paty —respondió una pasando sus manos por su desfigurada cintura. 

—Tita —dijo la otra, dejándome ver la putridez de sus dientes a causa del cigarro. 

Seguido de una plática sin rumbo ni sentido sobre mi padre, en la que tuve que inventar una historia a lujo de detalle sobre su muerte, pregunté por lugares de hospedaje. Me dieron la dirección de un mesón en el centro del pueblo. Les pedí que me llevaran si no había inconveniente; hasta les ofrecí compartir una pachita para cuando llegáramos. Obviamente aceptaron, mirándome como si mi oferta les hubiera caído del cielo. El peso de la tarde endurecía sus rostros, les sudaba la frente. Sus blusas estaban sucias por el sudor amargo de su cuello. 

El dueño del mesón me observó de pies a cabeza, seguido de una ráfaga de preguntas. Tiempo después y con más calma, me di cuenta de que la mitad de cada una de ellas recibieron como respuesta una rotunda mentira. El hombre, casualmente, también conocía a mi padre; Tita mencionó mi parentesco con él y el tipo saltó como si de un viejo amigo se tratara. Así era, Humberto y él fueron juntos a la escuela desde preparatoria hasta noveno grado. Me bombardeó con viejas anécdotas, una antología de crónicas fantásticas sobre una casería de cusucos que salió mal, una guinda que les sacaron los miembros de la guardia, las peleas a puño limpio y las míticas escaladas en un longevo árbol de mango. Yo fingí sorpresa, todas esas historias ya me habían sido contadas hasta el aburrimiento por Humberto gran parte de mi niñez. 

Llovió toda la tarde, la pintura se derritió manchando el cubrecama. Me abrigué de pies a cabeza hasta que llegó la hora de comer. Parecía un capullo, rodé y rodé sobre la cama tratando de conciliar el sueño, olvidándome de quién era, cosa que este pueblo me echó en cara desde que bajé del bus. Por un momento pensé en Humberto, sentencié múltiples juicios de valor sobre su crianza, luego abandoné esos pensamientos por inútiles y mal intencionados. “No vale pensar en él”, pensé. No logré dormir. Mi atención se centró en las sencillas melodías del viento; en la lluvia moviéndose de un lado a otro, de arriba a abajo, en diagonal, en círculos; o en cualquier otra forma imaginable, azotando sin piedad el techo y abriendo a empujones las cortinas. Recuerdo haber pensado por un momento en mi madre, una imagen de fugas de ella en cuerpo completo. Hice el esfuerzo por regresar a mi memoria su imagen, pero fue en vano. El pasado es un cuento leído con prisa. 

Me prepararon una sopa de frijoles con hueso de tunco, huevo duro, yuca, pipianes, queso fresco, crema, limón y aguacate; agregaron un par de tortillas tostadas en Comala y una soda de a dólar con tres cuadritos de hielo para economizar. En el transcurso de la cena mi paladar se fue volviendo amargo con cada masticada. La lluvia se detuvo. Una ola de calor inundó la cocina empañando el vidrio a lo largo y ancho de la ventana. La única en la cocina, plantada a medio metro del suelo. Desde la mesa parecía ver la pintura de un árbol de mangos con un portón negro al fondo con tonos oscuros en los bordes y una cerradura verde olivo. El dueño del mesón entró a la cocina con su plato hirviendo, sosteniéndolo con un trapo para envolver tortillas. Lo puso justo en el asiento frente a mí obstruyendo mi vista a la ventana. Era clara su intención de entablar una conversación.

—Tu papá y yo estábamos en un equipo —dijo de pronto, yo asentí desinteresado—, jugábamos en el estadio municipal. “El Patas Pandas” le decían —hizo una pausa para darle un sorbo a la sopa—; tu abuelo formó el equipo y por eso siempre tu tata iba de titular, ¡pero era maleta! La Chana, una muchacha de aquí del pueblo, llegaba a ver los partidos y cuando lo veía jugar le gritaba: “Este persiguiendo vacas debería andar”. ¡Malo, malísimo! Es que a tu papá lo que le gustaba era esto del básquetbol. 

—Sí, siempre fue maleta —respondí por cortesía, la verdad nunca jugó conmigo a ninguno de esos deportes. 

Guardé silencio. El hombre siguió contándome historias sobre Humberto que poco o nada me interesaban. Sólo quería terminar de comer e irme a dormir. Necesitaba pensar a solas, en esa época cenaba tarde para poder comer a solas y pensar en lo sucedido durante el día para no torturar mi almohada con angustias matutinas. Era parte de mi rutina y cambiar mi naturaleza de un día para otro me trajo como es lógico un insufrible proceso de cambio y adaptación. 

Acabé mi sopa y amablemente me despedí dejando mi plato en el lavadero. Caminé con velocidad esperando no encontrarme con ninguno de los demás inquilinos y que, Dios no lo quiera, fuera una señora de la tercera edad. A esa edad las mujeres le dan rienda suelta a su labia sin miedo ni complicaciones, el diálogo es su arte, de un insignificante tarareo o una fugaz sonrisa puede surgir de ellas centenares de crónicas que cualquier cuentista quisiera tener a la mano para llenar con ellas sus páginas en blanco. Gracias al cielo no había nadie. Entré a mi cuarto, de pie a la puerta, analicé mi situación: no me alcanzaba el dinero para pagar el hospedaje ni para comer el siguiente día. De las cinco pesetas, divididas en cuatro monedas de dólar y cuatro de veinticinco centavos, de las cuales gasté tres para llegar y uno con cincuenta para comer, dejándome tan sólo cincuenta miserables centavos para sobrevivir. 

“El dueño del mesón tiene talle de ser accesible, puedo prometerle el adelanto del hospedaje para la siguiente semana. Pero no podré comer en estos días si no encuentro un trabajo”. pensé. Ése era mi plan. Ya relajado, me acosté. La cama estaba más caliente de lo que recordaba, no hubo necesidad de arroparme por completo y me dormí. No soñé nada. Es extraño. Juro que me desperté como cualquier día, sin sentir nostalgia o cualquier otra de sus variantes. 

La madrugada siguiente a mi crimen, me desperté resfriado y con una leve migraña. Decidí salir a caminar, conocer el parque y la iglesia del pueblo para despejar mi mente y sudar la gripe. Salí muy temprano para que los vecinos no me vieran, el portón puede ser abierto por dentro sin necesidad de una llave. Aún cantaban los grillos y el cielo era azul oscuro con unos tonos celestes, una señora cargaba en su cabeza un cántaro dejándole a su hijo pequeño llevar una bolsa con masa y otra con frijoles, una en cada brazo. Un señor montado en su yegua jalaba maíz, dominando al animal con una mano y usando la otra para sostener un pedazo de caña que iba bajoneando como entremés del desayuno. El hombre me miró al pasar y entró en una cuesta forzando las espuelas del caballo contra el lodo. 

Traté de ignorar a la gente para no brotar en ellos algún sentimiento de peligro o acoso. Todos conocen a todos, un forastero no puede pasar desapercibido, y un forastero fisgón mucho menos. Había visto el parque de lejos en el mini recorrido que Tita y Paty fueron tan amables de brindarme rumbo al mesón. Pasé por la cancha municipal, El juzgado de paz, la alcaldía y la estación de policía; en el camino pude apreciar las remodelaciones. Humberto decía que durante su infancia todas las casas eran de barro y bahareque, yo sólo vi dos o tres de cada una. Los caminos no eran de tierra como él contaba y los maizales prominentes de los que se jactaba haber trabajado, no existían, todo se fue. Escuché tantas anécdotas largas y detalladas que me sentí triste, el tiempo había hecho lo suyo. Éste ya no era el pueblo con el que tanto fantaseé en mi niñez, más bien era el pueblo que terminé odiando por empacho crónico durante la adolescencia.  

El parque de San Oriondo está ubicado, como debe de ser, en el centro del pueblo junto a la iglesia. Los pijuyos piropeaban descaradamente a las muchachas que salían a caminar alrededor de «La Ceiba» de San Oriondo, un frondoso árbol en el centro del parque, plantado sobre una base de concreto hecha a principios de siglo. Recuerdo que Humberto dijo que el árbol fue plantado antes de que el pueblo se constituyera como tal. El aire fresco me apabulló la nariz, en la capital no es muy común encontrar zonas así de apacibles en donde las sombras no sean producto de alguna valla publicitaria. Vi pasar un grupo de muchachas quienes caminaban como si la vida no magullara sus mejillas tiernas. No voltearon ni a verme. Cuando salieron del parque sentí muy pronta mi soledad como si su andar desprevenido fuera un recordatorio de mi despojo. Por un momento, debo aceptarlo, coqueteé con la idea de matar a una. Sobre todo a la más joven, parecía tener unos diecinueve años, su complexión delgada y su corta edad hubieran sido una ventaja y ese short rosa por encima de las rodillas: fácil de arrancar. Me dieron asco mis pensamientos, creí que había dejado atrás esos arrebatos con la muerte de Humberto. Salí del parque en busca de un refresco o cualquier alimento frío, un golpe de calor abofeteó mi pecho, tenía sed y me sentía angustiado. Encontré un puesto de Frozen o lo que sea, pedí uno de mango y seguí con mi recorrido. Era mucho para mí, iba a terminar dando vueltas por el parque todo el día sin rumbo. Por un segundo pensé en ir a la iglesia, ya en la salida perdí las ganas; sus valores sobre la familia y la comunidad me abruman. Es un estúpido sube y baja. 

De camino al mesón recordé la cuesta que aquel jinete decidió enfrentar. Al fondo logré divisar una enorme pila. Deduje que era uno de los numerosos nacimientos de agua colocados estratégicamente en todo el pueblo. “Vieras que fresquita es esa agua”, decía Humberto. En esos momentos sentí un repudio amargo hacia mi niñez, llena de ilusiones y lugares fantásticos que nunca conocí debido a la mano firme que Humberto dejó caer sobre mi existencia. Mi vida, hasta su muerte, fue un interminable ir y venir de repeticiones sin sentido, viendo la cara de las mismas personas, andando y viniendo en la misma ruta con los mismos choferes, pasando por las mismas calles, imaginando que había oculto dentro de aquellos callejones, entradas o carreteras por donde el bus reviraba y omitía el paso. Por las noches fantaseaba con San Oriondo como si fuera mi tierra prometida, mi única oportunidad de salir de mi mundo y de cruzar por diversión la frontera. Mis pasos aplastaban la tierra como si de un mastodonte se tratara, mis suelas arrastraban a las piedras causando el sonido de una vaca cuando mastica. Mis pulmones eran dos garrafones de aire entrecortado y obstrucciones nasales por el polvo. Caminé sin levantar la mirada hasta el momento de pasar por aquella cuesta, me detuve en seco anhelando una señal, una llamarada de locura que me indicara el camino hacia mi viaje sin retorno al olvido y la nada. En un par de segundos descubrí que el hecho de estar de pie, cuestionando mi actuar, frente al único camino posible y aceptable para mi situación de errante pasajero era no volver al mesón y encontrar el río Malangana y dejar que la vida, la muerte, dios, la justicia o lo profundo del río decidan mi destino. Tal vez si Humberto hubiera llegado a la vejez hubiera sido este un lugar para echar las últimas raíces y continuar con su legado. Pero su sangre acabará con la mía, su sangre derramada por el piso, la cama y la pila de aquella horrible casa en la capital. Ahora que lo pienso, le hubiera encantado que trajera sus restos a San Oriondo como última voluntad, lastima que quemar su cuerpo hubiera causado muchas preguntas por el olor y todo eso. La muerte y la agonía son imposibles de ocultar, la gente las huele a lo lejos, y su muerte, más mi agonía, iban a volver la casa en un basurero municipal. 

—Tengo que olvidarme de ese hombre —me dije. 

Dirigí mis pasos hacia dicha cuesta, caminé como si el viento empujara mi espalda: con el pecho adelante, frenando con los talones. Las indicaciones de Humberto tropezaron por mi memoria. Cuando llegué a las pilas, después de tomar y lavarme la cara, seguí el pequeño camino con una reja, lo pasé y seguí el sendero. Estuve caminando unos cinco minutos hasta llegar a una zarzal, pasé por encima de las ramas, varios matorrales, hiedras que quemaron mis piernas, rocas enormes y plastas de vaca. Luego de eso encontré el camino, como bien me dijo Humberto, la noche del dos de mayo del 2014. Llegué a una pequeña arboleda. Por fin conocí los míticos palos de mango de los que tanto hablaba. Agarré una de las piedras que se camuflaban entre los cerotes de los caballos. Bajé un par, cinco siendo específico. Dos de ellos estaban podridos los demás estaban dulces, quería otro poco, pero el cansancio me venció y disfrute acostado sobre el pasto mis tres mangos. Ensucié mi camisa, me limpié los dedos con el pantalón. Miré el cielo, ¿hace cuánto no miraba el cielo? Es una de esas cosas que siempre están ahí, pero que uno vive ignorando canallamente. Una nube tenía forma de tortuga, de caracol o de nube. Admito que quise que fuera uno de esos momentos de iluminación, donde la naturaleza con su sabiduría y sapiencia actúa de forma vehemente con los pobres vagos con conflictos existenciales. No pasó nada. Continué mi camino siguiendo los senderos, caminos hechos al andar. Como decía Humberto, mi padre: “Los caminos se hacen entre dos o tres generaciones, nada se hace en un par de días”. Muy sabio, nunca entendí su paciencia, yo siempre quise las cosas lo más pronto posible, nunca continúe un proyecto luego de cinco días. Me aburro rápido, me siento terriblemente deprimido cuando las horas pasan y no estoy ni cerca de la recta final. Ésa era la mayor diferencia entre ambos y el motivo de las múltiples peleas y altercados. El último fue producto de una renuncia: logró conseguirme un trabajo en una bodega, pero dejé el lugar a la hora del almuerzo y nunca más regresé. Me fui a pasear, a dar la vuelta en la ruta de buses de nuestra colonia. La pelea empezó con un regaño, gradualmente los ánimos se fueron elevando hasta llegar a los golpes. Nos callamos rápidamente con un golpe seco en su cabeza. Me tenían harto sus quejas, solía bajarle la moral a mi madre con sus amargas frases provocadas las cosas más fútiles y estúpidas: un foco arruinado, una camisa mal planchada, etcétera.

Cuestioné mi crimen con rigor. Dos voces rebotando en mis sienes condenando y justificando mis hechos. Antes de llegar al río pasé por un llano desértico. Observé perplejo un pequeño cañal a lo lejos, un mísero cuadro de vida rodeado por una tierra muerta que intenta convencerle. Por un momento creí que no era el camino correcto o que no lo recordaba como era debido. La memoria es un laberinto, la memoria no existe. Dudo que Humberto me diera las instrucciones exactas para llegar, posiblemente sólo hablo de ello, de una salida de esas que terminó como una buena anécdota fue el viaje. Aquel desolado lugar me embargó de sosiego, las suelas de mis zapatos machacando el pasto relajaba mis sentidos. Para cuando llegué a la quebrada, un atardecer para nada asombroso despedía la tarde sin ganas de darle rienda suelta a la noche. 

La quebrada era un buen lugar para vivir como un ermitaño recalcitrante, comiendo cangrejos, arañas —Humberto decía que esas arañas no pican o si pican no son venenosas— y mangos, bajando todo con el agua que nace de entre las piedras. Todo lo que un hombre necesita, lo necesario, sólo agua, comida y la posibilidad de que la naturaleza castigue tus pecados. No podía quedarme ahí, a pesar de lo encantador de ese plan, el cuerpo no me permitía seguir con él. El viento me empujó saltando las rocas y mojando mis piernas cuando el agua me acorralaba. Todo con el fin de llegar al río, al «Machacal», como Humberto lo llamaba. Aún no sé, después de todo, si ese es su nombre o un sinónimo de río para la gente del pueblo. 

“Cuando comiences a sentir un olor como a piedra y hojas mojadas, ya casi estás llegando”. Ya me estaban empezando a matar las pantorrillas y sentía punzadas en la espalda baja. “No más llegues vas a encontrar una piedra grandota, grandota. Ahí…, justo de esa piedra te vas a aventar, cuando salgas te vas a dar cuenta de todo lo que te he estado hablando”. Pude sentir el olor que deja el petricor de la lluvia luego de una tormenta, y allí estaba, la reconocí al mirarla. Una tremenda roca en forma de rana, encima de una pequeña cascada como una gárgola o una estatua en la cima de todo. Las piedras del río cantaban. Quizá era mi estado de ánimo el que volvía su sonido en llantos y reminiscencias. Subí a la cima de esa cascada, no sin antes dejar mi ropa debajo de una roca. En boxers, descalzo, con los pies cansados y los pectorales adoloridos, pero llegué hasta la rana. Desde arriba el viento soplaba bocanadas frescas como si metiera hojas de menta por mis fosas nasales. 

El agua está helada, mis dedos se acalambran clavándose las uñas mutuamente. Dudo por unos segundos antes de saltar. Y saltó. Ahora que lo pienso, no pude conocer el pueblo por completo. No fui a conocer la granja donde Humberto trabajaba en las vacaciones de marzo —en agosto, sino mal recuerdo, vendía tomates en los buses—. Todas esas vacas, detenidas por una reja de madera, mascando pasto, cubiertas por su propia mierda, hartas por las moscas, cada una con un crotal en la oreja para llevar el inventario de ellas y sus becerros, etc., etc., etc. Ésa era la descripción que Humberto daba de su trabajo. No le gustaba trabajar allí, no sé si era por el aseo diario que esos animales necesitan o porque hubiera preferido no trabajar en esas épocas mientras los niños con tele descansaban en sus casas, yendo a balnearios o visitando la capital. Nunca lo dijo. Caigo al agua, está el doble de fría. Salgo con el cuerpo pálido y los músculos relajados. Las chicharras cantan. ¿Habían cantado antes? Ojalá llueva de nuevo. Los lugares son lo que uno decide que sean, tienen el color del ánimo en turno. Desde mi nada saludable punto de vista, este pueblo parece una tierra fantasma llena de sombras, sapos, llanos desérticos y pilas secas o abandonadas. Pero este lugar, es tal y como Humberto lo describió, sin ningún cambio que el paso de los años pudiera realizar. 


Autor: Javier Adonay Flores (Solapando, El Salvador, 2000). Poeta, dramaturgo, novelista, cuentista y guionista. Su interés por la escritura nació a la edad de catorce años, después de recitar el poema «El nido» de Alfredo Espino. Actualmente, su trabajo literario no ha sido publicado por ninguna editorial, solamente por varias paginas digitales como El norteño News.