Alcanzó la azotea aupándose a un papalote que un niño echó a volar. Desde la cornisa, observó a las multitides desplazándose a un ritmo trepidante por la calzada. Quienes hasta entonces Chela viera teratológicos se habían convertido en seres diminutos aglomerados en una marabunta que corría veloz entre las dos bandas de edificios, a la manera de un río al fondo de un cañón. La diversidad cromática de los atuendos en continuo flujo le recordó las aguas contaminadas de aceite, tornasoladas en la superficie, que con frecuencia bajaban por las cunetas de la ciudad, y que para ella representaban caudalosos e insalvables torrentes. Separada de la marabunta por vallas de metal, sobre la banqueta efervescía un caldo de pañuelos, banderines y palmas batientes, el cual, sin embargo, se mantenía fijo al mismo punto.
Había escuchado que desde un helicóptero o el último piso de un rascacielos los hombres veían a los de abajo como hormigas. Ahora ella tenía una impresión subvertida de la realidad, como si sus ojos pertenecieran a uno de los gigantones bípedos que aplastaban animálculos a veces sin darse cuenta. Claro que, cuando sus congéneres del Brasil se agrupaban en multitudinaria voracidad, arrasando pastizales y cultivos, su objetivo era primario: las impelía el apetito y la supervivencia. Pero que ellos, con despensas y refrigeradores, con fruteros y canastas repletos de productos traídos desde lejos, se avalanzaran así, en manada y a un ritmo frenético, le resultaba extraño. El premio, un círculo de metal llamado “medalla”, colgaba al interior de vitrinas en muchas de las casas que había allanado. Otros conservaban trofeos, tanto en el sentido literal como en la forma de libros o vestidos a los que, con el tiempo, devoraban las polillas.
La tela y el papel no eran comestibles en lo que a ella respectaba, y, por lo mismo, los desdeñaba en favor de los mendrugos que solían rociar las mesas, o del corazón de una manzana abandonado sobre un plato junto al fregadero. Los hombres tenían una manera peculiar de comer manzanas: mordiéndolas a lo largo del contorno ecuatorial, pretiriendo la carnosidad cercana a la base y al tallo, casi siempre dejaban un desecho caracterizado por dos extremos bombachos y un perímetro cóncavo, similar a dos paraguas liados por el mango en posiciones inversas.
Si hubiera sido posible, le habría encantado escupir, al igual que algunos niños lo hacían desde los puentes peatonales. Algunos también arrojaban monedas. Había oído que, aventadas desde una altura considerable, causaban descalabros. Incluso corría un mito según el cual, si la caída se efectuaba de lo alto de un rascacielos, el metal se encandecía y perforaba el chapopote, no se diga ya el toldo de un sedán ni mucho menos una cabeza peluda. ¿Y si, en vez de una moneda, se aventase una medalla? Combustión instántanea, o acaso el epicentro de un sismo.
La carrera había comenzado al amanecer, pero seguía su curso aún a esta hora en que el sol ya había avanzado tres cuartas partes hacia el cenit. Impermeabilizada de rojo, la azotea parecía un océano de sangre levitando milagrosamente sobre la ciudad. Cual navío anclado, una botella vacía flotaba en él, cerca de donde estaba Chela. También yacía un montoncito de colillas que, en comparación con la botella-navío, semejaba una flotilla de lanchas o botes. Arrastrada por el aire, una bolsa de frituras se zarandeaba de aquí a allá, siguiendo un curso arbitrario en sus repentinos quiebres e impredecibles volteretas. Ahí dentro, acunados en los plieges del papel metálico, seguro habría diminutos desperdicios.
Perseguirla era en vano, y ni falta le hacía, pues antes del pistolazo, había atrapado una hojuela de cereal desprendida de unas fauces al morder una barra energética. Se había subido al tenis de un gigante negro que, ubicado en la primera línea, tan pronto comenzó el maratón sacó una considerable ventaja al resto de los competidores. Lideraba en solitario la carrera, y, en cuanto Chela vio a un niño de entre el público alistando un papalote, bajó a la suela y se apeó en ese efímero contacto con el chapopote que le permitieron las veloces zancadas del atleta de élite. Luego enfiló hacia el zapato del niño, trepó los jeans y la playera y, deslizándose subrepticia por el brazo, pasó del dedo al papalote que al poco el viento elevó. El negro posiblemente ya hubiera alcanzado la meta; pero los muchos rezagados seguían fluyendo por ese tramo de la calzada.
No quería papitas. Pero estaba lo otro… Sabía que esas botellas, de un vidrio color maple y con una cinta metálica adherida al cuerpo cilíndrico, les gustaban a los hombres. Su abuela le había advertido que nunca las probara, porque embrutecían a quienes las bebían. Su abuelo había sido aniquilado por un activista ecológico que, cuando tomaba esas cosas, en su versión artesanal desde luego, ponía menos atención de la que acostumbraba al caminar, apachurrando con sus plantas desnudas a insectos por cuya muerte, habiendo despertado de un sueño intranquilo, se mortificaba azotándose con unas disciplinas. Su abuela había muerto bajo la llanta de una bici, y, aunque sentía su mirada fantasmal vigilándola de cerca, la mandó al diablo.
Andó el corto trecho y se metió al recipiente, perlado todavía de algunas gotas color miel. Trasminando el vidrio, el sol creaba una atmósfera acaramelada y tibia al interior, donde predominaba un olor acre, como a raíz mojada. Se acercó a una gota y, mirándola de cerca, percibiendo un par de burbujas y ese olor amargo, titubeó. Su aprensiva abuela pintaba color de hormiga cualquier bagatela, pero, en lo tocante al alcohol, la comunidad estaba de acuerdo: dejárselo a los hombres, que, al fin, sobrios o borrachos, de suyo eran brutos.
¡Al diablo con la abuela! Bebió, esperó, se defraudó. No vinieron la euforia ni el mareo deleitable. En cambio, sin previo aviso la asaltó un turbión de imágenes y pensamientos, raudos pero inteligibles si se concentraba en uno solo a la vez. Brotaban desde abajo, del alma de quienes se esforzaban por bajar el cronometraje. Muchos se habían preparado con meses de anticipación; otros más, incluido el negro que había ganado la competencia, habían tomado sustancias para mejorar su rendimiento. Ese anhelo, ese afán, esa tozudez por llegar a la meta, le recordaron el lugar común entre los hombres: “trabajador como hormiga”. No, no. La laboriosidad de ellas tenía un fin nítido, preordenado por el cosmos. En contraste, la meta que ellos perseguían, difusa y abstracta, desmerecía de la necesaria objetividad de un mendrugo.
De entre el caudal de secretas añoranzas de los corredores, escuchó, proveniente de un departamento, una música que vibraba ricamente en sus antenas. Saliendo del continente, bajó por la fachada y se detuvo en el alféizar de una ventana abierta por la que brotaba esa música. Una mujer con gruesos lentes de botella iba y venía del librero a su escritorio, donde descansaba un reproductor de audio, una laptop y una manzana esculpida al uso. Si no la había intoxicado, la chela le había despertado el apetito. Así que, cuando la mujer sacó un mamotreto y se sentó a consultarlo en una poltrona, Chela tomó la oportunidad por el copete. Allanó el departamento y, siguiendo el contorno de las paredes, bajó al escritorio y mordisqueó el fruto. Ya saciada, se intrigó por esos caracteres que más de un escritor había comparado con bichitos. Desplazándose sobre la pantalla de la laptop, leyó: un artículo sobre el oso hormiguero. Meneó la cabeza, y, en uno de esos vaivenes, sus ojos cayeron sobre el cedé. MOZART, leyó en la portada. Había oído que ese “genio”, como lo categorizaba la humanidad, había sido enterrado en una tumba sin nombre. Nunca, sin embargo, había visto su retrato. El que aparecía en la portada mostraba unos ojos tristemente agresivos y una boca apretada en una mueca desengañada. Una intuición deslumbrante la acometió. Industrioso donde los hubiera, Mozart comprendía la banalidad de perseguir la meta y, con todo, la había perseguido hasta su muerte. ¡Y esta mujer se quemaba las pestañas siguiendo esa paradójica obstinación! ¡Y los corredores, los músculos! Rebosante de ternura, quería abrazar a la mujer, estrecharla y decirle que, pese a todo, la amaba. Chela no tuvo que cruzar la habitación; poniéndose de pie, la académica volvió al escritorio y, percatándose de la intrusa, la arrojó de un soplido, porque de aplastarla habría manchado la caja del cedé.
Autor: Rodolfo Ruiz Vázquez (Ciudad de México, 1987). Narrador. Su trabajo ha aparecido en las revistas Punto de Partida, Punto en Línea, Narrativas, Nocturnario, Marabunta, Almiar, Primera Página, Kopek, Bitácora de Vuelos, Codalario y Altura Desprendida.