Vida para llevar – Cuento de Consuelo Figueroa

Abordó súbitamente mi vida, como quien aborda un autobús sin rumbo establecido a las dos de la mañana. Su alegre mirada expresaba sus ganas de vivir, pero su cansado cuerpo a gritos pedía terminar con aquel martirio.

—¡Hoy hace ya cinco años! —dijo con profundo acento su débil voz—. ¡No entiendo cómo he podido resistir tanto tiempo! Semana a semana, día tras día, hora por hora. Cinco años de sobrevivirle a la vida o malvivir mi aletargada muerte. Cinco años que sin rencor recorro mi crónica penitencia, dejando que sigan envenenando lo poco que conserva la vida en mí. Porque ellos dicen que, para ganar la guerra, también hay que sacrificar a tus soldados en las trincheras enemigas.

Yo le miraba atónita sin entender una sola palabra. ¿Qué era lo que quería decirme en realidad? Se veía enfermo. Su demacrada sonrisa apuntaba siempre hacia todos lados. No tendría más de 30, supuse. De mirada profunda y aferrada a la existencia, alto y muy bien parecido, viajaba ausente en aquella extraña dimensión. Vagabundo de compañía y deseoso de hablar, dejé que continuara. Sabía que necesitaba desahogarse.

—Aún recuerdo aquella mañana. Caminaba rumbo al trabajo, como siempre, cuando súbitamente me vino aquel dolor en el vientre, fuerte y prolongado. Fue como si un relámpago traspasara mis entrañas y me quemara por dentro. Fue tan fuerte que… supongo me desmayé. Cuando recobré el conocimiento ya estaba en el hospital, con una botella de suero encadenando mi vida a la muerte, como un reo a punto de iniciar su sentencia.

Fueron largos días sin saber qué pasaba en realidad. Nadie decía nada. Los médicos hacían un examen tras otro, tratando de encontrar el diagnóstico correcto; digo correcto porque, una gran variedad de signos apuntan a cualquier cosa. Por fin me dieron de alta sin saber cuál era el problema. Como paliativo, que ahora más bien me suena a palos de ciego, me dieron analgésicos y antibióticos. Y sin más, me devolvieron al mundo cotidiano a seguir la acostumbrada vida de alguien que se siente enfermo, pero no lo está. 

Llegó un momento en el que los analgésicos ya no ayudaban a soportar el dolor. Había pasado ya casi un año cuando un nuevo relámpago atravesó mi vientre derrumbándome en el suelo. A gritos pedí ayuda. Nuevamente estaba en un hospital atado a una venoclisis con varias botellas unidas a ella. Tenía una enorme masa creciendo en mi intestino y obstruía el tránsito normal. Sin temor, dejé que me condujeran hacia el quirófano; nadie me explicó las consecuencias de aquella extraña cirugía. Al despertar, vi a mi lado a la única persona que nunca tiene pretextos para no acompañarte en cada momento de la vida: mi madre, quien tomaba mi mano mientras rezaba. 

Lo primero que dijo cuando me vio abrir los ojos fue: 

—Gracias a Dios estás bien.

No sabía que su Dios me había condenado a estar mal por el resto de mi vida. La cirugía fue mi pase a la sala de los que vamos cada semana al hospital por algo de “vida para llevar”. El diagnóstico final fue cáncer de colon, el cual no debían haber removido. Ya no había dolor en mi vientre; sin embargo, algo más se gestaba en mi cuerpo. La cirugía provocó metástasis hacia mi médula. Las primeras quimioterapias la hicieron inaparente. Meses más tarde comenzaron los síntomas: fatiga crónica, decaimiento y anemia. 

—¡Mala alimentación! —dijo el médico—. ¡Un poco de vitaminas y es todo! 

Los estudios de control decían que la quimio le había ganado la batalla al cáncer, pero no fue así. ¡La quimio le ganó unos meses, sólo eso!

La sombra de la muerte comenzaba a pasarle factura a mi cuerpo. Sí, “la sombra”, porque los que tienen muerte programada, como yo, no aspiran a tenerla de golpe y sonreírle felizmente; se acostumbran a caminar bajo su sombra esperando se oculte el sol para verla cara a cara. Mi existencia se convertía en vestigios de vida, harapos de cuerpo y mucho dolor. La piadosa mirada de los demás es la socarrona burla de la vida que te recuerda el fatídico “¡tienes que seguir aquí!”. Nadie es realmente piadoso, sólo les asusta ver en el rostro de alguien más el anuncio de “¡a ti también te va a tocar algún día!” 

No critico. Sé que si yo fuera el otro lado de la moneda sería igual. No me aterra morir, me aterra seguir yendo por mi dosis hospitalaria de “un día más”. Pero ¿qué puedo hacer? Está prohibido morir en pleno combate. Si renuncias a seguir luchando te tachan de cobarde, sin saber que en este estado no se puede ser más que eso. ¡Si todos aquellos que defienden el “un día más” supieran cuánto trabajo cuesta soportar este dolor, mirar el decrépito cuerpo en el que estás metido y ver cómo pasa el tiempo sin transcurrir, pensarían distinto!

Van varias veces que le pido a mi doctor me conceda la eutanasia y él se niega, alegando que en este país está prohibida. Que piense en el dolor que le causaré a quienes me aman, que aún hay esperanzas. Esperanza de seguir sufriendo, se lo creo; esperanza de recuperar la esperanza, no lo sé.

Mi epitafio se ha escrito ya tantas veces que no recuerdo la cantidad exacta. Sólo sé que son cinco años de escuchar “¡échale ganas!” “¡tú puedes!”, de no saber cuándo va a terminar este tormento. La Santa Inquisición era más piadosa que las leyes de este país. ¿Por qué si bien saben que no hay remedio, que de cualquier forma he de morir muy pronto, se niegan a darme la paz, a terminar con mi angustia y mi dolor…? Piden la pena de muerte para los secuestradores y asesinos, pero no son capaces de compadecerse de los que quienes sufren y cumplen una condena sin tener un sólo delito. Evitar el sufrimiento a quien tanto daño ha hecho y prolongarlo en quien nada debe. ¡No es justo! Ya no pido nada para mí, sólo ruego que aquellos que tienen el poder hagan pie en un centro de pacientes con cáncer o alguna otra enfermedad terminal, donde sólo se escuchan los silenciosos gritos de “ya no más” y ayuden a todos esos pobres.

No supe qué contestar. Me quedé en silencio largo rato, rato en el que él clavó sus pupilas en mis ojos queriendo hallar respuesta. Dos gélidas lágrimas asomaron por las comisuras de sus ojos evaporándose en desilusión. Tomó la mano de la anciana que hacía rato se derramaba por los ojos y bajaron del autobús. Con una leve sonrisa, le pregunto a la mujer: 

—¿Compraré un día o una semana de «vida para llevar», madre?


Autora: Consuelo Figueroa (CDMX, 1970). Estudiante de Derecho, UNAM, y creador literario. Ha escrito cuento, poesía y ensayo para la Revista Ciencia y Cultura C2 y la Revista Literalia. Coautor de libro La república en la voz de sus poetas. Antología 2012, XX Encuentro Internacional de Mujeres Poetas en el País de las Nubes, editado por el Centro de Estudios de la Cultura.