No es lícito olvidar, no es lícito callar. Si nosotros callamos, ¿Quién hablará?
Primo Levi
En 1986, Primo Levi publica esta frase en Los hundidos y los salvados, último libro del escritor italiano, sobreviviente del infierno del Holocausto. Ante la implacable formulación de Theodor Adorno en la que planteaba el dilema de escribir poesía después de Auschwitz, Levi sugiere la propia creación artística como una forma de conjurar el horror, de resignificar uno de los episodios más crueles de la historia humana.
En 1941, mientras se encuentra preso dentro del campo de concentración Stalag VIII-A, Olivier Messiaen compone un cuarteto que se volverá la pieza musical más emblemática del holocausto y una de las obras maestras de la música de cámara. El 15 de enero, ante los ojos sorprendidos de los soldados alemanes y acompañado de otros tres músicos reclusos, el compositor y ornitólogo francés estrena el Cuarteto para el fin de los tiempos en medio del olor a muerte de la guerra.
Los cuatro músicos tocábamos con instrumentos rotos… las teclas de mi piano vertical permanecían bajas cuando las presionaba… En este piano toqué mi cuarteto con mis tres compañeros músicos y vestidos de la forma más extraña: totalmente andrajosos y con zuecos de madera lo suficientemente grandes para que la sangre pudiera circular a pesar de la nieve que había debajo de los pies.
Olivier Messiaen
Chile, 1973. La noche del 11 de septiembre estalla el Golpe de Estado encabezado por Pinochet. Miles de detenidos. Entre ellos, Víctor Jara, cantautor y activista político, portavoz de la canción de protesta y del movimiento de la Nueva Canción Chilena. Recluido, torturado, mutilado, acribillado con 44 disparos; finalmente, su cuerpo es abandonado entre los matorrales cerca del Cementerio Metropolitano. La música calla.
John Lennon es asesinado el 8 de diciembre de 1980; Marvin Gaye, en 1984; Selena Quintanilla, en 1995; Tupac Shakur, en 1996; Valentín Elizalde, en 2006; Facundo Cabral, en 2011; Nipsey Hussle, en 2019. Gardel fallece en una colisión aérea antes del despegue de su avión. Kurt Cobain se arrebata la vida con una escopeta; Jimi Hendrix, Janis Joplin, Jim Morrison y Amy Winehouse mueren por sobredosis, todos a los veintisiete años.
Una y otra vez la muerte ha hallado su lugar en recovecos de acordes que resuenan en asesinatos, guerras, suicidios, funerales. La música como el canto de las sirenas, la representación más pura y salvaje del sonido que anuncia la muerte. El canto de la naturaleza que remite a un final irresistible que nos encuentra aferrados al mástil de un barco.
La noche del 5 de diciembre de 1791. Mozart yace en su lecho de muerte mientras dicta indicaciones a uno de sus discípulos para poder finalizar la composición de su última obra: el Requiem, una misa de muertos que carga con el peso del destino, con el consuelo y la resignación de nuestra propia condición humana. La «Lacrimosa», las últimas notas escritas por el músico austriaco, despide la vida del propio compositor dentro de un sollozo.
La música como el ritual y las exequias que nos despiden de nuestra propia finitud humana. Maurice Ravel escribe la Pavana para una infanta difunta; Eric Clapton, «Tears in heaven» para su hijo fallecido; Juan Gabriel, «Amor eterno» para la muerte de su madre.
1 y 2 de noviembre. Como cada año, las bandas de alientos resuenan en la Sierra Mixe de Oaxaca. El aroma del cempasúchil acompaña las procesiones encabezadas por trompetas, clarinetes y tubas. Los panteones poco a poco se llenan de dolientes y música. La comida se comparte alrededor de las tumbas. El último adiós se deposita entre las ofrendas mientras el ritmo atresillado del vals Dios nunca muere consuela el dolor compartido. Veladoras relucen sobre la tierra que nos recuerda el final común al que llegaremos todos tras el último acorde.
Muere el sol en los montes
Dios nunca muere
Con la luz que agoniza
Pues la vida en su prisa
Nos conduce a morir
La danza de la muerte como la gran igualadora de las condiciones humanas. Los esqueletos bailan desnudos, despojados de toda posesión y riqueza. Por más grande que sea la tumba, la tierra es siempre la misma. Así, las danzas macabras de Camille Saint-Saëns y de Franz Liszt marcan el compás de las figuras que llevan al difunto a la sepultura. Danzan los diablos de la Costa Chica de Guerrero guiados por el zapateo del Diablo Mayor en una representación de los espíritus bailando en el mundo de los vivos. Danzan los porteadores de ataúdes del sur de Ghana, uniformados al ritmo de una coreografía con el féretro en los hombros. La muerte danza, la muerte ríe.
Y nosotros reímos tranquilamente con ella. Una sonrisa resignada se adelanta al misterio irreductible. Óscar Chávez le pregona a la muerte con la cercanía de los viejos conocidos. La muerte encuentra su paso cotidiano entre las coplas de un corrido, en el desgarrado cante hondo del flamenco, en el acordeón de un tango argentino. La muerte nos mira a los ojos. La música se apaga, la tapa del piano se cierra.
El canto de las sirenas acaricia nuestros oídos. Finalmente, nos arrojamos al mar.