La resistencia ahora entona una canción diferente

*Imagen de El siglo de Torreón

Sólo le pido a Dios
Que el dolor no me sea indiferente
Que la reseca muerte no me encuentre
Vacío y solo sin haber hecho lo suficiente

León Gieco

«En Chile violan, torturan y matan». Ese fue el mensaje que hace escasos días se viralizó en redes sociales cuando Mon Laferte, la cantautora chilena, se descubrió el pecho en medio de la alfombra roja de los Latin Grammy. La fotografía de la mujer con el torso desnudo, el paliacate verde y la implacable inscripción de denuncia en contra de la situación actual en Chile se volvió la noticia de una ceremonia que poco tiene que ver con la política.

Lo que en apariencia era una foto más para la farándula ha logrado traslucir muchas más cosas de las que salieron en la primera página de los periódicos y sitios de internet. Detrás de ese paliacate verde subyace la muerte denigrante fruto de los abortos clandestinos y el punto de quiebre de dogmas y costumbres muy arraigadas en nuestra sociedad. En el reflejo de esos pechos desnudos vemos la materialización de una ideología consecuencia de incontables siglos de subyugación femenina. Por delante de los reflectores vemos que hay tanta sangre derramada que, irónicamente, ha terminado por teñir incluso la alfombra roja de un evento rodeado de lujos y glamour. Sobre todo, nos ha revelado que entre las líneas de la inscripción la palabra «Chile» podría ser sustituida por el nombre de casi cualquier país de Latinoamérica.

Sí. En América latina violan, torturan y matan. Históricamente. Sistemáticamente. Parece mentira que hace 46 años fue justo en Chile donde se ejecutó probablemente el asesinato más crudo y represivo de toda la historia de la música latinoamericana.

A Víctor Jara los militares le cortaron la lengua y le quebraron las manos a pisotones en el Estadio Chile sólo para después ejecutarlo en un juego de ruleta rusa. El cuerpo de uno de los cantautores más importantes de la música chilena apareció al día siguiente arrojado entre los matorrales a un lado del Cementerio Metropolitano. Sin lengua para cantar, sin manos para tocar la guitarra. Pero ni las 44 balas que le alojaron en el cuerpo fueron suficientes para callar sus canciones.

Músicos como Víctor Jara han existido desde hace décadas y se han vuelto el vehículo de toda una idea de resistencia y de lucha social. En muchas y muy diversas formas, en todos los matices que tiene la gama de géneros musicales latinoamericanos, una y otra vez hemos visto cómo alrededor de una canción de protesta se ha logrado unificar la lucha de una sociedad en descontento.

Ha sido tan fuerte la influencia que puede llegar a tener cierta música en el público que continuamente en los periodos de dictadura o de extremo control político la creación de canciones de protesta se ve fuertemente censurada. En la década de los setenta los pilares fundadores del rock argentino, Charly García, Luis Alberto Spinetta, León Gieco y el mismo Gustavo Santaolalla, huyeron exiliados de una dictadura que temía del impacto de su música. Desde el extranjero tuvieron que cantar por y para la gente en Buenos Aires.

Las revoluciones y luchas sociales se han gestado siempre entre los compases de una canción que habla de su gente, de su dolor, de su necesidad, de sus miedos. Desde un corrido que sale desafinado del pecho sudoroso de un revolucionario de sombrero y a caballo hasta los acordes de una guitarra cubana que acompaña la voz de Silvio Rodríguez, desde el nacimiento de América Latina la resistencia se ha materializado con melodía y armonía propia.

El hecho mismo de ser músico y levantar la voz debería verse como un acto de valentía. Aun cuando en el panorama occidental la represión y censura en el panorama artístico ha ido disminuyendo, el mismo mercado, el entorno masificado y la industria discográfica pueden ser suficientes para hundir la carrera de un músico disidente de la norma.

La polémica del suceso en Las Vegas se hizo mayor cuando al día siguiente se lanzó un nuevo sencillo de la chilena en donde figuraba como portada una réplica de la fotografía viralizada un día antes. Los mismos pechos, el mismo paliacate y el título de un reguetón que se puso en el ojo del huracán debido a la estrategia de marketing que lo estaba promocionando.

La misma Mon Laferte aceptó que lo sucedido en los Latin Grammy y el lanzamiento de su sencillo eran parte de una misma cosa, porque ¿de qué forma hacerse escuchar en esta sociedad llena de ruido? ¿Cómo atraer la atención de un medio hipersexualizado? ¿Cómo ganar un espacio más permanente que los 15 segundos de una story en Instagram?

El mundo entero está en protesta. El aire que respiramos trae aromas de humo, polvo y gas lacrimógeno. Allá afuera no paran las detonaciones, los incendios, el ruido de los pies de miles de personas marchando contra el asfalto de las calles. Abundan los gritos. Gritos de necesidad, gritos de exigencia. Gritos de gente que ha perdido el miedo y que a viva voz proclama que no dará un paso atrás.

En momentos como éste es cuando más urge una canción que suene a resistencia. Una canción para unificar, que nos identifique con el otro, que haga desaparecer la intolerancia y que por una vez permita que este enorme contingente camine en una misma dirección. Y quién sabe. Quizá esta generación ya no tumbará un muro o incendiará una prisión. Quizá esta lucha se hará desde las calles asfaltadas, las redes sociales y al ritmo de un reguetón. Quizá la resistencia ahora entona una canción diferente.

A fin de cuentas, eso es lo menos importante.

Tío Ho, nuestra canción
Es fuego de puro amor
Es palomo palomar
Olivo del olivar
Es el canto universal
Cadena que hará triunfar
El derecho de vivir en paz

Víctor Jara
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