Por fuera la casa parece abandonada. Es una casita descuidada en una colonia que jamás había visitado. Ni mi mamá ni yo queríamos asistir a la cita, pero nos sentimos comprometidas. No pudimos decir que no, la cita la arregló mi tía, la favorita, la que ha estado pegadita a nosotras desde el diagnóstico. Me quiere ayudar. Nunca he creído en estas movidas, pero tal vez sea el momento de intentarlo. De alguna forma, el diagnóstico me pone en el dilema de intentar cambiar no sé qué, algo. Tal vez ese algo sea creer en remedios alternativos, y quizá sí creo, el proceso se me haga más sencillo. Mi tía cree en muchas cosas, su fe es diversa y dispersa. No siempre es devota a las mismas cosas y constantemente tiene una nueva rama en la cual experimentar.
Esta es la segunda cita que me arregla. La anterior fue con un señor del que no sabía su profesión. Mi tía tampoco me lo supo explicar. Fuimos a una conferencia en la que vendía suplementos alimenticios, hablaba de la culpa, del miedo, de echarle ganas y, al final de su ponencia, cuando se dignó a dedicarme unos minutos, me dijo que si tenía cáncer en el seno derecho era porque soy celosa. En el seno izquierdo la razón es otra. Que pobre de mi marido por tener que compartir la vida conmigo. Cuando me llamó celosa, lo negué y afirmó: “¿Ya ves cómo sí eres celosa? Por eso lo niegas, y hasta que no lo aceptes, no te vas a curar”. Resulta que, además de enfermarme, soy celosa y por eso estoy como estoy. Esa cita no me iba a hacer creer porque me enojé mucho. La fe es todo lo contrario a enojarse.
Mi mamá me acompaña a todas mis citas, a las médicas y a éstas a las que no sé cómo llamar. Tocamos el timbre. Nadie sale. La casa, efectivamente, está abandonada. Por un momento creo que nos salvamos, pero una señora que pasa caminando nos dice: “Si vienen a los imanes, es a lado”. No hay una gran diferencia con la casa que está deshabitada, pero por lo menos esta otra casa se ve limpia.
Nos recibe la doctora. Así la llaman los empleados y la recepcionista. Dudo de que lo sea, aunque traiga una bata blanca. En la pared no veo ningún título. Me explica, a grandes rasgos, lo que es el biomagnetismo. No encuentro lógica en el argumento. Tengo que aguantar las preguntas y tengo que aguantar también sus suposiciones acerca de mi vida. Dice que cuando yo iba a nacer me regresaron, que no me dejaron nacer por parto natural y que por eso a veces siento que no puedo respirar, porque literalmente no me dejaron hacerlo. Nunca había estado en está colonia, nunca había visto a esta doctora y, de pronto, sabe de mi nacimiento. Mi mamá me ha contado esa historia antes: “Sentí la mano del doctor hasta el cogote, te regresó y pal quirófano”. Me sorprende la coincidencia entre la percepción que tuvo con sólo verme y la historia real, porque sólo es eso, una coincidencia. Tal vez le diga lo mismo a todos sus pacientes.
Mi mamá se sienta en un sillón más lejano, a mí me acomodan en una camilla y desde aquí veo su cara de molestia, incluso la creo capaz de cambiar la historia que me ha contado tantas veces con tal de borrar la diosidencia, como llama la doctora al hecho de que esté aquí, en su consulta. Su enfermera, que tampoco es enfermera, comienza a ponerme unos imanes que más bien parecen piedras en distintos puntos del cuerpo. Me dice que gracias a los imanes todo saldrá bien en mis análisis de mañana. No quiero voltear a ver a mi mamá porque en su cara puedo ver mi sentir. Me siento ridícula tratando de creer desesperadamente que todo saldrá mejor por esta cita. Pero lo intento.
La doctora me dice que ella se curó del cáncer gracias a las terapias con imanes. No me dice nada más, pero yo quiero saber todo. ¿Qué tipo de cáncer tuvo? ¿Quién le dio las terapias? ¿Ella misma se trató? ¿Hizo a la par un tratamiento médico real? Pero también me aguanto las ganas de preguntar eso. Yo lo que quiero es que termine pronto. Me muevo los imanes disimuladamente para, según yo, cortar el supuesto efecto. Me cuesta trabajo quedarme quieta. Intentar creer es incómodo. La fe no debe de sentirse así. Trato de encontrar la mirada de mi mamá, pero no se atreve a mirarme. Veo su rostro de perfil y refleja lástima. Me acuerdo de la escena final de la película Man on the moon, de Jim Carrey. El protagonista recurre a un chamán para sanarse, llega ahí intentado creer, pero mientras le hacen el procedimiento, descubre el truco de los charlatanes. Yo no he descubierto aún el truco, pero me siento igual que en esa escena, como si me hubiera defraudado a mí misma.
Me informa la enfermera que la sesión terminó y que puedo levantarme. Me dice la doctora que si sigo asistiendo cuando me den las quimioterapias tendré muy pocos efectos secundarios. Eso sí, antes me advierte que esta sesión, al ser la primera de biomagnetismo, me traerá efectos secundarios parecidos a los que me causará la quimio: mareos, vómitos, cansancio, casi lo mismo pero sin la pérdida de pelo y sin el medicamento científicamente probado. Me molesto por la posibilidad de que me siente mal la pseudoterapia sin ni siquiera estar recibiendo medicina de verdad. Considero que me lo debió advertir antes de acostarme en su camilla. Volteo a ver a mi mamá y me tuerce los ojos para insinuarme que ya nos tenemos que ir. Lo sé, tenemos que salir de aquí. Saco mi siguiente cita con la recepcionista, pero sé que no voy a regresar nunca. Antes de salir, la doctora me recomienda que, de preferencia, no le comente al médico que estoy tomando esta terapia alterna. Le digo que no lo haré. No se lo contaré, pero por vergüenza. Al subirme al coche me suelto a llorar. Tengo la sensación de haber caído a lo más bajo de mis creencias y hasta me enojo por no creer. Si creyera, todo sería más fácil. Quizá hasta recibiría estas sugerencias y remedios con gusto y no por compromiso.
Amanece. Tengo cita en el laboratorio para los últimos análisis antes del tratamiento. Saco los pies de la cama con miedo a los efectos secundarios de los imanes. Me pongo de pie y me doy cuenta de que estoy perfecta, que no siento nada de lo que me dijo la doctora y entonces me alegro de no creer. Así me libré de los efectos secundarios de la sesión de imanes. Yo creo en otras cosas y está bien. Si me enfermé, no fue para tener que cambiar ni tener dilemas de vida, y aunque la quimio me aterra, creo en ella. No me doy lastima a mí misma por tener que inyectármela la siguiente semana, y supongo que así se siente la fe.
Autora: Ana Torres (Celaya, 1982). Es lincenciada en Administración Turística. Creó una tienda en línea de accesorios para bebés. Escribe narrativa desde sus experiencias.