Ilustración de Sofía Elvira Tello Moscarella
Acabo de doblarme el tobillo. Sé que no es un esguince porque mi familia es de tendones fuertes, pero igual me duele. Tengo miedo de que mi lesión afecte el marcador y, por ende, el torneo. Sin darme cuenta, A ya está a mi lado, y me pregunta si estoy bien. Le digo que sí —aunque casi siempre es mentira porque no quiero que piensen que soy débil— y me levanto rápido. Me vuelvo a caer, entonces me llevan entre él y alguien más a una banca. A se dirige a la covacha por un botiquín, vuelve y me hace la plática. Jamás había hablado con él, aunque seamos del mismo equipo.
Cuando lo conocí, fue un partido de un torneo externo donde le rompieron la nariz. Me acuerdo de su cara sangrante. De repente, toma mi tobillo entre sus manos y comienza a vendarme. Me invade un sentimiento de vergüenza porque me impone demasiado que un chico de tercero de secundaria esté tocando mi pie. Pero nos hacemos reír. Pasa la venda por mi arco y mi tobillo como si tejiera con sus manos. Cuando termina, el mundo ya cambió.
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Estamos en nuestra Ítaca. Me preguntan cuál es el mayor acto de amor que alguien ha hecho por mí. Pienso inmediatamente en B. Ni siquiera es un recuerdo que tenga a la mano, pero no puedo olvidarlo. Fue un 30 de abril de 2010 en la escuela. Antes de la primera hora, decidí tomar de la mano a A. Jamás lo había hecho en público. Estaba contenta por su sorpresa. En la segunda hora, B se me acercó angustiada y me dijo que ya no podía más y que me tenía que decir algo que probablemente me haría daño. Cuando terminó de hablar A venía hacía mí. Yo lo esquivé e hice como si no lo conociera.
—No, no, alto al recuerdo. El acto de amor tiene que ser de una pareja. Lo más grande que hayan hecho por ti.
—¿Pero por qué no puede ser una amiga?
—Porque el juego no es de eso.
Está bien. Después haré yo mis propias reglas del juego. Pienso entonces en C. Mi abuela necesitaba tres donantes urgentes; mi mamá y mi tía estaban enfermas de gripa, y mis demás tíos bien podrían no existir en términos de apoyo. Estaba enfurecida. Fui a donar, pero no pude porque había tomado una aspirina 24 horas atrás. Los tres donantes terminaron siendo mi hermana, un amigo de mi otra hermana que tenía por hábito donar sangre cada seis meses, y C. «No tienes que hacerlo», le dije. «Ya sé, pero yo quiero». Recuerdo entonces asomarme a la habitación y sólo alcanzar a ver su mano bombeando una pelota para oxigenar y la sangre saliendo directo a la bolsa.
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Considero si podría aparecer yo en la mente de alguien. Pero tampoco me estanco en ese pensamiento; se me hace de mal gusto querer figurar en listas ajenas por algo que simplemente te nació hacer en determinado momento. Sin embargo, me viene al cuerpo el día que le escribí a D un papel que sólo contenía la frase prestada: “Algo nos está pasando, ayer apreté el interruptor de encender la luz y encendí el sol”. Esperé que repartieran las cartas del buzón y me quedé esperando a ver su reacción. Cuando lo abrió, se le dibujó en el rostro una sonrisa que denotaba una mezcla de felicidad y cohibición. Miró hacia ambos lados primero y después pudo mantenerme la mirada.
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Ya son más de las tres, y quedamos pocos en la escuela. Nuestros papás aún no llegan. Ya no hay balones o algo para divertirnos, y el día se está nublando.
—Nooooo, va a llover.
—¿Qué hacemos?
—Pues alejar a las nubes del sol. ¿Qué más?
En ese momento, E va por los suéteres tendidos en los arbustos de los objetos perdidos y nos pide que nos quitemos los nuestros. Toma la manga de uno de ellos y lo anuda a la manga de otro. Nos pide que hagamos lo mismo. En menos de cinco minutos, tenemos una cuerda que atraviesa todo el patio.
—Hay que ponernos la mitad en un extremo y la mitad en otro. Y hacer círculos grandes al mismo lado. Así la cuerda será un abanico.
Todos asentimos y nos organizamos. Al principio, nos resulta pesado alzar los suéteres anudados y parece que no lo vamos a lograr, pero comenzamos a levantarlos y hacemos grandes círculos con nuestros brazos. Súbitamente, las nubes comienzan a esfumarse, y el sol ilumina otra vez.
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Pido permiso para ir al baño, voy a la cocina de la primaria para ir por papel. En ese momento, F está sirviéndose agua de la jarra comunitaria. Cruzamos miradas y sentimos bochorno. ¿Así se siente?
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G y yo estamos obsesionadas con Jump in!, la película donde sale el personaje secundario de High School Musical, que ahí es el principal. Le insisto a mi mamá que quiero saltar la doble cuerda y que me compre una. Yo quiero una de plástico de colores como en las de la película, pero ella me compra dos mecates y les quema las esquinas para que no se deshilachen. En un principio no me gustan, pero voy tomándoles cariño a medida que las llevo a la escuela y se van llenando de tierra. G y yo practicamos todos los días, no parece importarnos nada más. Siempre logramos convencer a gente para que juegue con nosotras, aunque es para que alguien mueva las dos cuerdas con sus manos. Al principio, sólo hay golpes y pellizcos con las cuerdas.
—Mi prima dice que tienes que entrar saltando y ser rápida. Y esperar a que se abra el portal.
—¿Cómo voy a saber yo cuándo se abre el portal?
—No lo sé. Pues cuando una esté abajo y otra arriba. Tú lo sabrás.
Un día, sin previo aviso, me decido a llegar al centro cueste lo que cueste. No me pongo perpendicular a la cuerda, sino paralela, casi al lado de uno de los niños encargados de moverlas. Agarro vuelo. Y entro al portal.
Otro día, G y yo logramos entrar juntas y jugar con las manos al mismo tiempo.
Mucho después, G y yo, por turnos, entramos con una cuerda individual y saltamos tres cuerdas, aunque sólo por unos segundos.
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Uno de mis mayores defectos es que quiero que la gente me lea la mente, y siempre me decepciono cuando no es así. La telepatía sólo me ha sucedido con H. Y realmente no nos sucedía todo el tiempo. No éramos muy cercanas, ni teníamos personalidades parecidas. Pero nos ponían juntas en una cancha y nos sincronizábamos espiritualmente. Jugamos futbol más de nueve años juntas, y por eso sabíamos lo que significaba una inclinación de cabeza o una tonalidad en un grito. Sin verla, sabía dónde estaba. Ella podía precipitarse a todo lo que iba a hacer y sus pases siempre fueron precisos. Nuestras paredes eran infranqueables. Era como bailar vals separadas.
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Estamos organizando la decoración para la fiesta. Yo amarré, con bastante trabajo y poco arte, una línea de globos en un hilo, con tamaños distintos y acomodados de forma desigual. Tocan la puerta y llega I. Estaba anticipando su llegada, pero ni siquiera me quedo viéndolo y finjo estar ocupada anudando globos. Después de saludar pregunta qué puede hacer y me ofrece ayuda. Yo le digo que hay que colgar la fila de globos en la pared. Me subo a un banco y él sostiene tiras de diurex que me va dando poco a poco. Me gusta usar la posición en la que estamos como excusa para voltearlo a ver. Así que intento no agarrar tantas tiras a la vez. En un momento, tal vez por un mal cálculo de la altura en donde estoy, no agarro la tira de ningún dedo, sino que rozo incidentalmente el dorso de su mano. Siento como si me estuviera pasando corriente eléctrica. Mi voz trastabilla y me disculpo. Me dice que no hay problema, pero su entonación no se parece a cuando sin querer tocas a alguien; no es una voz alegre y despreocupada, sino que parece haber un lamento no explícito respecto a la duración breve del roce. O eso creo. Pienso toda la tarde que no puedo ser sólo yo, que no es unilateral. Aunque tampoco podría apostarlo. Por ahora, no hay forma de saberlo.
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Llevamos un rato en el baño de J. Me siento mal, mal, mal. Ni siquiera entiendo bien mi estado de conciencia, pero abrazo el escusado. K me sostiene el cabello, mientras L, M, y J, se encuentran cerca de mí. El bicarbonato hizo lo que tenía que hacer y ahora la taza está limpia. No sé por qué, pero no dejo de meter mi mano al agua. Como si estuviera buscando algo en el fondo del sistema de cañerías. Los sonidos se escuchan lejanos y acuáticos. Distingo la voz de K. Me dice que va a cantar para que me sienta mejor. L, M y J se unen al coro. Me siento culpable de haber arruinado la pijamada, y siento que no merezco su tiempo, pero a la vez no quiero que se vayan. Cantan, lo que para mí son horas, Dear Prudence, Because, Something, Blackbird. Quiero acompañarlas, pero no me alcanza el cuerpo. Sólo me quedo escuchando con la cabeza apoyada en mi brazo y el dolor en el diafragma se disipa con cada canción.
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Me justifico diciendo que es la tercera vez en mi vida que termino en esta situación. Aun así, no es suficiente: no es posible que a estas alturas de mi vida arrastre las palabras sólo por haber tomado un tarro de cerveza. Y que por añadirle una cuba tenga que ir al purgatorio que es el baño. Por lo menos puedo hablar, y puedo hacer chistes. De todas formas, me siento mal por N, ya que se va a perder un tramo de la fiesta. Intento que salga algo, para terminar de una vez por todas con este negocio. Sólo salen eructos. N me anima con la mirada, no le parecen asquerosos. Llevamos cuatro meses juntos, pero le digo, con esa necedad de borracha que dice la verdad:
—Cásate conmigo.
N se ríe.
—De verdad, cásate conmigo.
—Está bien.
No deja de reírse. No se está burlando de mí. Ni está siendo condescendiente conmigo para que deje de insistir. Lo dice en serio. Es improbable e incluso imposible que nos casemos, pero en este instante, la posibilidad es real. Y eso es lo que importa.
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Estoy en un escritorio del patio contando el dinero falso para la kermés. Llamo a K, quien estaba a mi lado hace unos segundos, para preguntarle algo sobre las fichas. Cuando volteo, de golpe siento como si estuviera viendo todo con unas gafas rosas, y los movimientos de las personas se volvieran borrosos para enfocar el cuadro que realmente importa. Puedo escuchar en mi mente los pájaros de «Lovin’ You» de Minnie Riperton. K está haciendo hula hoops con Ñ. Ambos se miran, ríen y tontean. En ese momento no hay nadie más que el otro, y me siento intrusa por ver todo desde afuera. ¿Alguna vez una pareja me había provocado eso? ¿Que pudiera transmitirme un poco de su mundo interior justamente por rechazar todo lo que se encontraba afuera de su territorio?
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Somos pocos en la casa de O. Llevo muy poco tiempo de conocer a la mayoría. Por eso me sorprende y me da pudor que O se siente en las piernas de P. Sin embargo, esa sensación sólo dura unos minutos, porque me invade la misma impresión de cuando vi a K y Ñ. Ya no son los pájaros de Minnie Riperton, sino una complicidad natural y descarada. P le habla al oído a O y ambos se ríen. Se dan besos largos y por alguna razón no me desagrada. No puedo explicarlo bien, pero tiene que ver con que no les importan los demás. Somos los extras de su película. Tampoco son groseros: interactúan con todos y nos cuentan chistes realmente hilarantes. Lo importante es que no hay un performance de demostrar lo perfectos que son enfrente de los demás. Ni siquiera es necesario: llevan cuatro años juntos, aunque pareciera que llevan dos meses. Sus muestras de afecto público suceden con más gente, pero no son públicas.
Alguien pone Disco 2000 y se paran a bailar. En ningún momento de la canción se tocan, pero jamás dejan de verse. P dobla un poco las rodillas para que su rostro quede a la altura de O, quien mueve los hombros con gracilidad y avanza hacia P mientras P comienza a dar pasos en reversa. Juegan. Se provocan. Ríen. Me alegro genuinamente por ellos. También pienso, no sin un poco de desazón, que Dios tiene a sus favoritos.
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Desde que Q cayó enferma, ella y R se comportan todavía más como adolescentes enamorados. Llevamos más años de vida juntos que separados, me dijo alguna vez Q. Mi único ejemplo de una pareja “ideal” adulta son ellos. Parecen resistir a la monotonía para seguir haciéndose una compañía interesante. No me importa que se haya dedicado billones de veces en este planeta, She’s Like A Rainbow es su canción y de nadie más.
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Mientras cruzamos la cochera, S detecta algo extraño en el ambiente. Tal vez huela mi tristeza o vea mis ojos enrojecidos. Así que comienza a ladrarle con violencia a N, cosa que jamás había hecho. Le digo a S que se calme. Mientras le abro la puerta N, digo:
—¿Tú crees que tienen un sexto sentido? —N intenta esbozar una sonrisa, pero esta vez es de malestar e incomodidad. Cuando me quedo sola, subo corriendo a mi cuarto a llorar. Sin darme cuenta, S me sigue, se sube a mi cama y se arrellana a mi lado. Se queda escuchándome sollozar, y me mira temblar de los hombros, pero no se mueve de ahí, a pesar de tener una naturaleza demasiado inquieta. Se queda conmigo toda la noche sin cambiar de lugar.
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No estoy segura de que me guste T. Me gusta pasar tiempo con elle, pero aún es muy pronto para saber algo. Cuando llega a la entrada de la facultad, saca un cuchillo y nos lo muestra con orgullo. El cierre de mi mochilla lleva descompuesto unos días. Le dije a T que iba a llevarla a algún lado para cambiarle toda la costura, pero insistió en que elle podía arreglarlo y que sólo necesitaba un cuchillo. No le creí. Sentí que era más bien una forma de pavonearse y querer demostrarme una habilidad, pero como lx vi emocionadx, pensé que podía esperar un par de días antes de ir a un sastre. Me pide mi mochila, se agacha y, en menos de diez segundos, arregla el cierre. Ni siquiera me pasó por la mente que fuera a lograrlo. Estoy anonadada y de alguna forma extraña, orgullosa. Todo sucede muy rápido, T se despide porque va a clase y me quedo con Z.
—Pues tienes buen ojo. También es street smart.
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Sólo faltan unas semanas para que se acabe el suplicio. Mientras tanto, tengo que resolver esta integral que no entiendo. Busco a K, pero está ayudando a alguien más. Entonces le pido a U que me explique qué es lo que tengo que hacer. U se sienta en una banca paralela, y se recorre para estar más cerca de mí. Hasta ahora, todo lo que me dice lo entiendo. Pero no me puedo concentrar porque su ropa huele demasiado a suavizante. Huele bien. Es el olor característico de U. U, a quien conozco desde hace seis años. U, mi mejor amigo. Veo sus ojos que se turnan para voltear a ver mi cuaderno y mirarme, esforzándose porque comprenda la integral. Me fijo por primera vez en que sus ojos cafés tienen unas manchas que con la hora y la iluminación se ven verdes. No, ¿cómo? ¿Por qué estoy viendo en slow motion? ¿Qué significa? ¿Es un chiste o algo así?
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Nos encontramos adentro del auditorio. Z fue a comprar refresco para que podamos vaciar la botellita de ron que escondí en mis pantalones. Parecía muy segura en el acto, pero jamás había hecho algo así. Lo hice para impresionar y hacer reír a V. El concierto de Miranda ya va a empezar. Durante «Perfecta», sin pensarlo mucho, decido tomarle la mano. Ni siquiera puedo voltearlo a ver porque no quiero encontrar una expresión que me haga sentir no correspondida. Así que no lo veo, pero no nos soltamos por tres canciones.
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Entro casi corriendo al jardín de mi facultad, como si hubiera visto un fantasma del pasado. De hecho, lo hice. Siento que me voy a caer hacia adelante y no puedo respirar. En cuanto veo a W, X y Y decido acercarme corriendo a ellas. Son compañeras, no amigas, pero necesito enraizarme en algún lado para no caerme. Tomo los brazos de W y el de X con las manos y los aprieto muy fuerte. Tal vez demasiado fuerte. Les platico con voz entrecortada a quién acabo de ver y les digo que no sé qué hacer. Ellas me sostienen y me dicen que no pasa nada. Me ayudan a respirar. Me preguntan cómo van mis clases, cuál es el nombre del instrumento que estoy aprendiendo a tocar, de qué va a ser mi tema de tesis. Después de unos minutos, estamos hablando mal de un profesor y W me dice que si quiero que me haga trenzas en el pelo.
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Tenemos asientos preferenciales. Nos subimos al muro del fuerte y estamos en primera fila para ver el río de la Plata y el atardecer. A medida que la luz va bajando, el paisaje parece cada vez más una pintura de William Turner. Z viene, como siempre, preparada. Saca de su mochila un vino, destapacorchos y unas aceitunas.
—Hay que comprometernos con la vida de bohemias, aunque sólo sean unos días.
Le digo que nos quedemos a vivir. Que cualquiera de las dos puede casarse con el mozo de los Cold Brews y que podríamos venir todos los días a este punto exacto. Me dice que volvamos en unos años. Silencio de plenitud. Sólo el acontecer de la vida.
Ilustradora: Sofía Elvira Tello Moscarella (México, CDMX, 1997). Licenciada en Fotografía y Artes visuales de R.I.T. Actualmente es Freelancer, hace comisiones y tiene una tienda de plantas. Es fotógrafa e ilustradora, le gusta crear mundos surreales, representar mujeres y abrazar a su gatita.