Del laurel – Cuento de Adriana Cabrera

Dedicado a Armando Tejada Gómez, autor de la “Zamba del Laurel”

Si lo verde tuviera otro nombre, debería ser el tuyo. Hoy vuelvo a la orilla del río, mucho más cerca de la ciudad de entonces y ahí estás con tu vincha azul y las dos trencitas.

Los chicos gritan y se tiran de bomba al agua, se ríen y quieren mi atención. Todos al mismo tiempo me muestran sus hazañas: señalan asombrados un cascarudo, una rana, ese tero que los ve y se aleja mitad corriendo y mitad volando.

Sonrío. Seguro parece que es para ellos, pero es para vos, que llegás corriendo del colegio. Te sacás los mocasines gastados, las medias blancas y metés los pies en el agua. Entonces jugamos a ver quién hace más patito, quién tiene visión subacuática para contar los peces que se escapan río arriba y masticamos cabitos tiernos. También vemos formas en las nubes. Bueno, vos mirás el cielo y me contás historias donde mezclás lo que aprendiste en la escuela con princesas, reyes locos y perros que vuelan. Yo te miro a vos. Como no te das cuenta, me quedo en la punta pecosa de tu nariz, bajo hasta la oreja donde tenés el arito artesanal que te regalé el día que, sin decir agua va, me pusiste la mejilla y me pediste que te diera un beso, porque era tu cumple.

De sopetón, me mirás y me preguntás si estoy de acuerdo con tu estrambótica visión de una oveja que se convierte en hada madrina. Pongo los ojos en el cielo e improviso un final teatral para el hada: que se la come un árbol con disfraz de preso. Te reís y seguís con la historia… entonces puedo volver a tus dientes que me encantan, tu boca que recién con los años adiviné sensual y así hasta los pies, redonditos, comestibles… bordeados de pasto.

El grito de mi nieta me trae de regreso… señala una chicharra y a la voz de “cacha cacha” se me cuelga al cuello. Le explico que es el mismo bichito que hace ruido los días de calor y, con su mirada curiosa, retomo tu abrazo.

Un mediodía, al volver del colegio, tiraste el portafolio contra ese mismo árbol y te hundiste en mi pecho. A lágrima tendida, refregándote los mocos en mi remera, supe que Tomás, tu adorado gatito, se había muerto. No pude lamentarlo, metí la nariz en tu pelo y, sin que te dieras cuenta, desarmé las trencitas. Vos llorabas y te apretabas sin remedio contra mí, yo te contenía y quería espiarte los ojos. Sabía que eras la dueña del color del río. Llorabas y el verde se disparaba al transparente, te tranquilizabas y el verde amarronado ganaba la superficie.

Por eso hoy no puedo meter los pies en el agua. Si lo hago, disperso tu recuerdo, tu risa. Prefiero mirarte como antes, inocente y mía.

—No puedo venir más a jugar con vos —declaraste una tarde, mientras te agarrabas las rodillas y le indicabas al río que se tiñera de verde intenso. ¿Cómo podías hacer eso? Sin chistar el agua te hacía caso. Tanto que, algunas veces, cuando te encontraba en la plaza o en el almacén, podía saber el color del agua con apenas revisar tus ojos.

Me quedé mirándote, extrañado… ¿cómo que no podías venir a jugar conmigo? ¿Me abandonabas y eras vos la enojada? ¿Qué te hice? ¿Qué te había hecho? Juguemos entonces, que se va la tarde, el verano, la vida.

—¿Por? —me salió antes de que se cerrara para siempre el nudo en mi garganta.

—Mamá no me deja —mascullaste y le diste mil vueltas al resto de la oración— ahora soy señorita y dice que no puedo venir a hacer cosas de varones al río.

No sé cómo junté fuerza para decirte el resto…

—Sos señorita desde que empezaron las clases, estás más grande, más linda —y en lugar de decirte que me gustabas con locura y que me estabas partiendo el corazón, completé—: más inteligente.

Sonreíste y se encrespó el río. Claro que eras una señorita, una mujercita, la más hermosa de todos los tiempos. Para jugar al patito, para soñar con las nubes, para crecer de la mano y tirarnos juntos al río.

Esa tarde nos quedamos hasta que se escondió el sol. Nos arremangamos los pantalones y chapoteamos, nos embarramos, cazamos ranas. El río se puso alternativamente transparente, verde claro, oliva, ocre y siena. Toda una carta de colores, a tus órdenes.

Empieza a hacer frío y los chicos reclaman volver a casa. La tarde al lado tuyo, a la orilla del agua, es lo mejor que viví en los últimos sesenta años.

Después de aquellas vacaciones, tu familia se mudó a otra ciudad. 

Llevo a mi nieta dormida y cargo a los varones en la parte de atrás de la camioneta, van felices: en una botella cortada de Coca está el botín: no menos de doce renacuajos y un bagre apenas vivo.

Si lo verde tuviera otro nombre, sería el tuyo. Si en tus ojos, otra vez, me pudiera reflejar, volvería la infancia del río.


Autora: Adriana Cabrera (Argentina, 1970). Desde muy chica sintió pasión por la lectura y luego por la escritura. Es periodista y editora de libros. Vive en un pequeño pueblo a casi cien kilómetros de la Capital Federal, desde donde corrige y edita libros en nombre de un emprendimiento editorial muy pequeño. Éste y otros cuentos fueron especialmente escritos para un taller al que asistió entre los años 2017 y 2020, a cargo de la escritora Ana Eulogia Bisignani.