Acabamos de cumplir un año con esta espantosa epidemia como parte de nuestro día a día. Se habla de nuevas normalidades, normalidades en un mundo que nos parece tan distinto, pero que en el fondo sigue siendo el mismo. No cambió la desigualdad, se acrecentó; tampoco se dio esa hermandad universal ante la adversidad como se profetizaba; ni se colapsó el capitalismo: se volvió aún más voraz y cambió la acumulación de monedas por el acaparamiento de vacunas. Las artes, con ese gen único para la adaptabilidad, han tenido que reinventarse una y otra vez, recordándonos que de aplausos no se come, ni se crea sólo por amor. El mundo sigue siendo el mismo, ¿y nosotros?
Lo verdaderamente distinto, a mi parecer, es nuestra visión. Ahora con la vacunación en proceso, y los cines y teatros abriendo poco a poco —a veces a tropezones y sin protocolos adecuados por parte de las autoridades—, lo que no deja de asombrarnos es esta vista de lo que suponemos es el principio del fin de la pesadilla. Estamos abriendo los ojos lagañosos y pesados, con las sombras del sudor de infarto en el cual hemos nadado cada vez que nos vemos en la necesidad de salir; despertamos aún nerviosos cuando creemos sentir dolor en la garganta o un ligero calor que comienza a habitarnos la frente. Vemos al mundo, queremos creer que ha cambiado, aunque los hechos antes enumerados nos demuestren lo contrario. La era poscoronial[1] apenas empieza y lo que jamás volverá a ser lo mismo son nuestras miradas que no saben en donde posarse sin careta y a distancia.
Debemos pensarnos y repensar nuestro arte a la luz de esta nueva concepción de la naturaleza, pues nos ha hecho un reclamo y dejó de lado las súplicas de clemencia para que paráramos de asediarla. Ha sido ella la que nos ha tomado por asalto. Era imposible ganar una batalla que siempre supimos perdida de antemano, pero nuestra soberbia, nuestra histérica necesidad de consumo y nuestra invasión de un mundo aparentemente eterno e infinito, nos orilló a la última esquina de nuestra casa, sabiendo día con día de la pérdida de un amigo, de un padre, de los abuelos o familias completas. ¿Cuántas veces el arte no había ensayado el apocalipsis y aun así nos tomó desprevenidos?
La naturaleza es un código, un texto que pocas veces reparamos en leer. Como las instrucciones de productos considerados de uso constante, la hacemos a un lado con desdén. Sin embargo, el coronavirus y sus secuelas nos hicieron voltear a querer leer con premura: deseamos conocer todo; no obstante, sólo nos recordó que no hemos entendido nada. Nuestra vida y nuestro arte se vieron sometidos a los designios de un destino cada vez más oscuro y, por ello, la urgencia de reinventarnos, ya no para resistir a los embates de un virus, sino para resistirnos a nosotros ante nuestros propios errores. Hoy más que nunca la actividad artística debe ser voz de aquello que no tiene; ser representantes de todo lo que la naturaleza ya nos dice, pero para la que pocos han tenido oídos. Es imperioso que la humanidad deje de considerar a las artes como tributos al entretenimiento y a los Estados —aquellos que no pagan, no apoyan, no escuchan—, y comenzar a cambiar el paradigma: nosotros, la humanidad en su más amplio colectivo, somos el tributo de las artes y tenemos una deuda histórica con éstas y con los propios artistas. La naturaleza es un signo que no hemos podido descifrar con las grandes metodologías del capital; es un texto que se niega a ser leído con los ojos del consumo. ¿Y si lo hacemos con los nuevos ojos que nos quedan, aquellos abiertos a un año de la hecatombe?
Escribo porque a los dieciocho años escuché el llamado; entendí lo que Kundera plasma en Hay vida en otra parte (1979): si un día eres capaz de no hacerlo, no tienes derecho a hacerlo jamás. Y a lo que me he dedicado en esta cuarentena es a escribir. No acerca de la misma pandemia —pues ya se ha hecho y se hará—, sino a escribir de las palabras que antes tenía, pero no me significaban. He salido a buscar las palabras de la naturaleza a través del encierro, he aprendido a valorar la palabra “abrazo”, a respetar con religiosidad a la que se llama “distancia”, a inventarme otras porque he experimentado emociones que no tienen nombre cuando me dicen “fíjate que te tengo una mala noticia, Fulanito se nos fue”. ¿A dónde se nos van? ¿A dónde nos vamos si ese mundo que creímos inmenso se volvió diminuto ante lo invisible que le dio la vuelta en menos de ochenta días y recorrió más ochenta mundos? Y, de pronto, el futuro que nos parecía resplandeciente nos detuvo con la eternidad de la finitud enceguecedora.
El planeta nos ha hecho un llamado claro y preciso: “deténganse, ya no lo soporto”. Hace un par de meses escuchaba el lenguaje bélico cuando México recibió las primeras dosis de la vacuna británica: “nos toca el contraataque”, “vamos a ganarle a la enfermedad”, “la victoria está cerca”. Supongo que usamos a la guerra como asociación de lo más horrendo e, irónicamente, eso es otra de nuestras creaciones. ¿Por qué no hablamos, danzamos, actuamos para la paz? Armemos nuevos lenguajes, construyamos disidencias, terminemos con la nueva normalidad, porque nos rehusamos a regresar a aquello que se consideraba normal: las muertes, la desigualdad, la lucha entre naciones.
Ahora nos toca convivir con la misma naturaleza que nunca quisimos aceptar: como esa entidad superior a nuestros orgullos y megalómanos proyectos, esa entidad que nos abraza y nos permite estar, pero también nos puede acabar con un murciélago, o un pangolín, o lo que fuera. Buscar culpables dentro de la misma naturaleza nos demuestra que no hemos entendido absolutamente nada. El mundo conocido se tornó desconocido, nos convirtió en refugiados de nuestros propios espacios y nos dotó de la oportunidad de adquirir nuevos sentidos de la empatía y la responsabilidad; sin embargo, también nos otorgó nuevas formas de dolor y de angustia: nos dio nuevas formas de sentir culpa.
Como escritor pienso que sólo nos queda reinventarnos una vez más en nuestro arte, y dar nuestro trabajo a los esfuerzos de la reconstrucción. Pero debemos tener muy en claro que tendremos que exigir, de unirnos como comunidad artística y no permitir nunca más la marginación de nuestro oficio. Ars imitatio natura, había dicho ya Aristóteles, haciendo de las artes quienes imitan a la naturaleza. Ésta debe ser nuestra gran aliada, nosotros sus grandes deudores, y lanzarnos a protegerla, a protegernos y adentrarnos a la era poscoronial. Hoy nos toca regresar a los escenarios, a las librerías; nos toca cuidarnos y salvar así vidas; nos toca ver con nuevos ojos a esa naturaleza, única entidad que tiene futuro más brilloso sin nosotros.
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[1] Término utilizado por el filósofo alemán Markus Gabriel, en entrevistas realizadas de abril a mayo del 2020.
Autor: Santiago Salinas (México, 1997). Estudió literatura en la FFyL de la UNAM. Ha participado en congresos internacionales sobre minificción con temas de Arreola y Julio Torri. Ha trabajado como estratega político y activista de los derechos LGBTI en diferentes campañas políticas. Es autor de Nictálopes (Nocturlabio, 2019).