Nuestra Ítaca

Fotografía de Ayamel Fernández

A Ceca, siempre

Dice la poeta rusa Marina Tsvietáieva: “No hay naturaleza inanimada, sólo hay naturaleza no inspirada”. ¿Qué le sugiere este pensamiento?
–Que Marina se equivoca. Pero de cabo a rabo. Hay una constelación hirviendo adentro de la piedra.

Marosa di Giorgio, entrevistada por Walter Cassara

En un mundo que creemos inconsciente y desprovisto de inteligencia, nos imaginamos que la menor de nuestras ideas crea combinaciones y relaciones nuevas. Examinando las cosas desde más cerca, parece probable que nos resulte imposible crear nada. Venidos los últimos sobre el planeta, encontramos simplemente lo que siempre ha existido, y repetimos como niños maravillados la ruta que la vida había hecho antes que nosotros.

Maurence Maeternick

Creo que te hubiera gustado saber lo que pensé la primera vez que llegué a la reserva. A mí me habría gustado decírtelo. Fue también la primera vez que te vi, pero te prometo que ya habrá tiempo para escribir sobre ello.

Después de un viaje por carreteras en las que nunca había estado, y de las vueltas cerradas que serpenteaban hacia abajo, como si el coche fuera a caerse de bruces, llegamos a la hidroeléctrica. Un lugar extraño, construido en el porfiriato, en medio de lo que, en ese momento, ignorante, catalogué como “la nada”. Si pudiera describirlo, lo más cercano sería la portada de Animals de Pink Floyd, pero sin humo, con un río y rodeado de árboles que, a pesar del intento de los trabajadores por mermarlos con pesticida, vuelven a crecer.

Cruzamos la pista de concreto y, al llegar a la entrada, Ana Paula bajó a abrir la puerta y dijo que quería caminar, algo que, después de varias veces, entendí era un pequeño ritual para ella. Lo sabías, imagino. Pero en ese momento, yo no capté por qué querría eso, hasta que me fijé a través del parabrisas en el pasillo donde el sol se filtraba entre las hojas, y donde la vegetación era tan abundante que no te permitía ver más allá de ellas. La comparación entre la construcción que acabábamos de pasar y lo que teníamos por delante eran la definición de contrarios. Nos movimos en coche, dejándola atrás, pasamos las cabañas, nos bajamos y llegamos al corazón de la estación: la cocina y el comedor. Un espacio abierto, donde podía verse el inicio la selva, sus grandes hojas y los árboles que lo cubrían todo, aunque en ese momento representaba una masa verde, hermosa, pero indistinta de otras.

Me dijeron que bajáramos las escaleras exteriores, los seguí porque ni siquiera entendía las dimensiones de la reserva natural, es más, ni siquiera creo haber pensado que no las comprendía. Sólo tenía un sentimiento de temor y emoción por conocer un lugar nuevo. Cuando lo hicimos, entre la humedad y el calor, vi una especie de terraza, con sillas de plástico casi-camastros y una mesita, pero lo que se me reveló enfrente y abajo, pues la terraza tenía una división clara, me dejó boquiabierta: un espacio ancho, grande, repleto de piedras pequeñas, enormes, esparcidas por todos lados. Detrás de ese empedrado, se veía un muro verde gigantesco: la barranca que culminaba en monte. Entre la terraza, el espacio de piedras y la barranca, pensé inmediatamente que la construcción era como un teatro amplio y natural. La terraza era el espacio del público o un palco, debido a la altura; las piedras, el escenario; la barranca, el fondo.

El escenario de piedras me pareció realmente bello, pero los demás se lamentaron. Para ese entonces Ana Paula ya había llegado, me agarró por el hombro y me dijo:

—Es que antes había una poza natural aquí. Estamos muy tristes. En agosto, vino una “culebra de agua” por un huracán y se llevó todo. Incluso inundó comunidades enteras. Se llevaron los árboles frutales que sembramos desde niñas. Estaban atrás y rodeaban a la poza. Había peces y algas.

Mientras ella movía su dedo para explicarme dónde se encontraba todo, intenté imaginarlo. Entendí la decepción de los demás por ver un montón de piedras donde antes había un cuerpo de agua. Como era la primera vez que venía, no tenía forma de hacer una comparación. Recordé, también, en dónde estaba yo cuando pasó ese huracán. Alberto y yo estábamos en Bacalar, en algo así como una luna de miel de despedida. No fue un acuerdo explícito, pero sabíamos que era lo único que teníamos que hacer antes de separarnos. Y sabíamos, también, que a veces, sólo a veces, se puede celebrar el final de las cosas y no sólo el inicio. Al día de haber llegado, nos dijeron que se aproximaba un huracán, hubo un par de días nublados, tuvimos miedo porque era categoría cuatro, nos fuimos a refugiar a un motel dentro del pueblo, pues nos estábamos quedando en un hostal a la orilla de la laguna. Al final, no sucedió nada porque en cuanto el huracán tocó tierra se debilitó. Todo se volvió un chiste de cómo habíamos sido unos turistas asustadizos, y allí se quedó.

“Así que lo que no me sucedió a mí, sucedió en otro lugar”. En todo eso pensaba cuando Ana Paula vio mi cara de preocupación y me dijo:

—Mi papá dice es el curso de la vida. La naturaleza es bella pero también puede ser despiadada y arrasar con todo a su paso en cuestión de horas.

*

Con los días, con los meses, con los años, aprendí. Sigo aprendiendo. A mirar, a escuchar. Nunca he sido buena dibujando, ni describiendo. Por eso sé que no podré hacerle justicia a cada ser viviente y no viviente que he encontrado en mi camino. Comencé a observar las orquídeas que se pegaban a los troncos, como si fuera lo más fácil y natural del mundo, cuando son tan difíciles de mantener en la ciudad. Ahí son felices. Un día Julia me dijo que las orquídeas silvestres parecen bailarinas. Así que danzan, como quien no quiere la cosa. O más bien, ¿las bailarinas son orquídeas?

La diversidad de plantas es tan vasta como la diversidad de humanos que hay, y a la fecha no puedo explicarme cómo es que cada planta puede repetir la forma y color de sus hermanas, pero aun así emanciparse para proponer sus propios tamaños o ramificaciones. Están los “chipis” cuyas hojas tienen el rostro de una cabrita (o las cabritas emulan al chipi), y cuya “leche” que gotea del tallo tiene propiedades curativas contra picaduras o heridas, las monsteras deliciosas, helechos, helechos y más helechos. Ahí descubrí que mi favorito es uno llamado “cabello de Venus” (adiantum capillus-veneris). No fue precisamente por el nombre —aunque Venus me asedia— sino por la forma tan tierna en que cada hoja redonda se distribuye considerando a las demás sin encimarse, ocupando el espacio que deja la otra. Quiero pensar que un día Escher lo vio y decidió imitarlo para sus teselaciones.

Los árboles son tan imponentes y el follaje es tan espeso que el olor a humedad y vida te coloca en un estado mental distinto. El sonido de los pájaros acompaña el quehacer de cada día, especialmente por las mañanas. De Arcadio aprendí a reconocer su canto, y años más tarde conocí a Enya, que sabe imitarlos. Ahora sé que muchos nombres de pájaros vienen del sonido que hacen, así están los pepes porque su canto es un intrusivo y agudo «pepepepe». Están también los momotos, bellos animales multicolores, con una especie de péndulo en su cola, que tienen un sonido más taciturno, y que yo imito poniendo mi boca en forma de o y haciendo una voz de mujer que canta ópera mientras pronuncio «motmot, motmot». Sin embargo, el pájaro con el canto más hermoso que he podido escuchar es el clarín. A la fecha, no puedo concebir que un pájaro produzca un canto tan maravilloso, tan metálico y tan sonoro. No sé qué fue primero: el nombre del pájaro o el nombre del instrumento, pero sé que, hace varios cientos de años alguien lo escuchó, se embelesó con su melodía y decidió que los humanos debían estar a su altura con los instrumentos de viento. Pero hemos fracasado: es imposible imitar el canto del clarín.

Las caminatas y los senderos se volvieron mi escuela. Una escuela viva, cambiante y regenerativa. Con Arcadio a la cabeza, hacíamos paradas y nos explicaba con emoción lo que él había visto florecer y crecer, aunque hubiera(n) caminado por ahí miles de veces. La selva era mi escuela, pero la selva es su vida. Recuerdo que nos habló de las raíces contrafuertes, que ciertos árboles tienen para un mayor anclaje en el suelo. Siempre he pensado que los dedos de las manos son contrafuertes y nuestros brazos, los troncos que Dios creó después de haber apreciado la perfección de los árboles.

En la reserva hay un árbol particular que es colosal y está muy inclinado. Entonces, para poder seguirse sosteniendo y no caer, dos raíces contrafuertes se bifurcaron hacia lados contrarios para poder contenerlo.

—¿Les recuerda a algo? —Preguntó Arcadio. Pensé que era muy claro, pero como nueva pupila que era, tenía miedo de errar.

—Es como la proa de un barco, ¿no? Los hombres… No hemos inventado nada, en realidad.

Entre las lianas, las huellas de armadillos, telarañas, serpientes (casi siempre) inofensivas, se escucha el cantar del agua. De Diego aprendí que hay muchos sonidos del agua, no sólo uno. Sucede lo mismo cuando hay un vendaval, son demasiados vientos creando una melodía. No en balde Emily Dickinson dijo que hay una convicción marítima en el aire. Aprendí a escuchar el agua sorda, el agua en quietud, el agua goteando, el agua a chorros, el agua caudalosa, el agua avasalladora que ensordece todo lo demás. Hay ciertos momentos del recorrido con arroyos, riachuelos y pequeñas ciénagas. Mi sonido favorito en el mundo proviene de un cruce en un puente de piedra. Entre hojas elegantes gigantescas, donde creo que podrían vivir duendes, se esconde un pequeño estanque, con un agua que sólo afinando el oído puedes llegar a captar. El agua casi inaudible de una pequeña corriente que la mueve, me hace pensar que podría estar en un jardín japonés, o en cualquier lugar que yo quiera. Y entonces gano espacio, me extiendo. Estoy plena. Sé que tú lo sentiste, sé que todos lo hemos sentido, hayan oído el agua secreta o no.

Antes de llegar al punto final del recorrido, hay una charca repleta de lirios, también en un costado se encuentran matas de cola de caballo, una de las plantas más antiguas que existen. La primera vez que fui, como unos niños, Ana Paula y Santiago agarraron un tallo, lo rompieron en las separaciones ya señaladas por sus extrañas ramitas, enfilaron los pequeños pedazos tubulares que en su centro están huecos, e hicieron una zampoña natural. Soplaron con su aliento e iban saliendo notas distintas, como una flauta peruana.

Después de cruzar una parte más ancha del río con un tronco que a ratos se siente inestable, llegamos a la última parada: las cascadas. Una imagen imponente, ya que el nacimiento parte de un muro repleto de follaje que la rodea, de varios metros de alto, y en donde hasta arriba se pueden observar cactus de forma perpendicular, como si se fueran a caer por fuerza de la gravedad. Esto, porque más arriba de la barranca el tipo de ecosistema ha cambiado. El agua cae a borbotones, y el contraste de colores entre el blanco y cristalino del agua, el negro de las piedras lisas sobre las que cae, el café de las piedras en los márgenes que no han sido lavadas por la cascada y el verde de las plantas que rodean ese lugar me encandiló desde el primer día. Incluso después de haber ido varias veces, todavía mi corazón comienza a latir fuerte cuando, al caminar por la selva, comienzo a oír a la lejanía la caída de (las) agua(s), venciendo el sonido abrumador de las chicharras.

Como es una cascada con piedras irregulares, existe la posibilidad de escalarla, y llegar a la fuente de los borbotones, donde el agua cae como una regadera, corre con una fuerza violenta, choca contra tu cuerpo, pero también lo abraza. Tienes que sostenerte aferrándote a las piedras. Jorge siempre ha dicho que quedarse bajo ese chorro es una especie de ritual de renacimiento, de sanación. Algo parecido a un bautizo, que tiene que ver con un instante fuera del tiempo. Una limpia. Un sacrificio simbólico. Cuando entras, no puedes escuchar más que el agua, y paradójicamente, eso crea un sonido sordo donde no hay más que un vacío para meditar. Recuerdo que la primera vez que entré, estaba muy contrariada, y el agua intentó insinuar una respuesta. El agua son las emociones, por eso a veces rebosa y se desborda. Cuando salí, lo primero que vi fue a la persona de la que me había enamorado. La diafanidad del agua regala diafanidad de espíritu. Incluso, podría ser que el amor ya estaba en el agua y se haya transformado a través de la energía fluvial para llegar a nosotros.

Había entendido lo que me habían dicho, pero aun así lo negué. Me negué el sentir. Yo desafié a los Oceánidas y a Oshún —de quien me enteré años después que soy hija—; desobedecí al río mismo. No es que deba haber una deificación forzosa de él, pero sí un reconocimiento de que hay algo que nos sobrepasa, que es demasiado lo que no entendemos y que hay momentos sagrados.

Hice un movimiento contra natura. Pagué caro el silencio del agua por algunos años.

*

De vuelta en la estación, la «poza de piedras» volvió a ser poza acuática unos años después. Me gustaba sentarme en la orilla de la terraza y observar el espectáculo natural. Cuando mi vista era mejor, podía alcanzar a ver los altos árboles que estaban a unos cuantos metros lejanos, atrás de la poza, en donde se hallan los nidos de oropéndolas, que parecen morrales cafés, cuelgan varios centímetros y hasta abajo se observa una forma circular. También pensaba a veces que parecían testículos que pendían de las ramas y me reía pudorosamente de que a Dios se le hubiera ocurrido poner nidos de oropéndolas en la entrepierna de los hombres.

Desde mi palco, podía observar los movimientos de la naturaleza. Fue también la primera vez que vi luciérnagas en mi vida. No quería morir sin hacerlo, pero las luciérnagas se han ido apagando poco a poco. La trágica historia se repite, y ahora los niños de la ciudad no saben lo que es crecer con catarinas posándose en su hombro. Sin embargo, me dieron la oportunidad de verlas. La primera vez no entendía qué estaba sucediendo. Fue más fácil pensar que era un ataque alienígena que las luciérnagas anunciando el anochecer. Comencé a llorar. Titilaban en distintos lados del paisaje. Después me reí, y empecé a jugar a adivinar dónde brillaría la siguiente, y pensé que era como si, en un concierto, hubiera solos de cada instrumento repartidos en el espacio del escenario: las percusiones a la izquierda, el bajo a la derecha, la guitarra al centro. La música subió de intensidad hasta que le perdí el paso: había luces por todas partes.

Hay otros animales que anuncian el anochecer. El sol se esconde y la luz se va perdiendo. Son rápidos. Me costó trabajo identificarlos. Comienzan a volar encima del agua y a revolotear. También pasan rozando mis orejas. Desbordando el escenario, como si un actor volara con sogas pasando encima de las cabezas de los espectadores. Son erráticos. De niña, en la Ciudad de México, los escuchaba en la noche. Ahora ya no. Así que me sorprendió ver a una colonia de murciélagos jugando, reclamando su parte de noche. Libres, volando. Una sinfonía de aleteos negra bailando en una caótica armonía.

La penúltima vez que fui, estábamos platicando un día en la terraza, pasadas las cinco de la tarde. Era verano, y hacía mucho calor. De repente, comenzó a caer un aguacero que no avisa, inclemente. Nos fuimos a refugiar en el techo de un cuarto al lado de la terraza. Estábamos tranquilos, pensando en subir las escaleras hacia el comedor. Fue entonces que el agua me llamó. Había dejado de hacerlo, pero el vocativo era inconfundible. Volteé con Jorge y Nacho, les dije “tengo que ir”. Ellos asintieron. Me acerqué a la poza, detrás de una piedra grande, me quité los pantalones y la blusa, y me metí a nadar. Todo era turbulento, sentía las algas recorrer mis piernas; me sumergía y escuchaba el agua caer, pero amortiguando el sonido, salía y sólo escuchaba la lluvia. Estaba perdida. No podía ganar la pelea ni encontrar paz. Entonces volteé a ver a Nacho y a Jorge, lejanos, y entendí. Había nadado ahí una docena de veces, pero jamás me había dado cuenta de que, desde la poza, la terraza y las escaleras parecían un escenario, no las butacas. No era un embate. Sólo una invitación a ver desde su perspectiva.

Lo que para mí era parte de la escenografía o un lienzo, es un espacio de interacción, desde el cual yo podía observar a los humanos. Y un lugar que podía acogernos.

Logré ser una con el agua de la poza y el agua de lluvia. Oshún me había perdonado. Pude nadar a mis anchas bajo la lluvia torrencial, en total concordia.

Al romper la «cuarta pared», me di cuenta de que no tendría que haber cuarta pared en primer lugar. Estamos en y somos la naturaleza, diría Yaxkin Melchy. En todas estas palabras hay, sobre todo, un intento de reciprocidad. Y así como los árboles y los pájaros nos han dado todo, tú te volviste fuerza vital de la selva. Estoy segura de que está agradecida.

*

La próxima vez que camine los senderos hacia la cascada, te buscaré en los racimos de mariposas.

***

Yásnaya A. Gil dice que cada quien tiene su Ítaca particular. La suya es Tukyo’m. La nuestra es Kolijke. Es una reserva natural donde, por varias decenas de años, se ha cuidado la selva y se han hecho esfuerzos inconmensurables para conservar sus ecosistemas. Si te interesa saber más, puedes consultar un texto de Arcadio Ojeda, uno de los biólogos fundadores de Kolijke. Por otro lado, se han realizado proyectos comunitarios en comunidades aledañas a la reserva, ubicadas en la Sierra Norte de Puebla. Sin embargo, debido a la pandemia, ha sido difícil continuar con el trabajo de forma óptima. Si te deseas conocer más, o realizar alguna donación para que Kolijke siga prosperando, visita su Facebook e Instagram. El correo electrónico se encuentra aquí.


Fotógrafo: Ayamel Fernández García (Ciudad de México, 1996). Historiador egresado de la Facultad de Filosofía y letras de la UNAM. Se ha especializado en historia ambiental y de las ciencias en México y América Latina. Le interesan la conservación ambiental y la naturaleza como problema histórico.

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