«El capital es trabajo muerto que, al modo de los vampiros, vive solamente chupando trabajo vivo, y vive más cuanto más trabajo chupa», dijo Karl Marx. La referencia a la criatura fantástica no debería sorprendernos; desde mediados del siglo XIX, la leyenda del vampiro forma parte de la cultura occidental, bien como metáfora, bien como inspiración para novelas. El cine lo ha convertido en uno de sus protagonistas imprescindibles; de hecho, Drácula es el personaje literario más adaptado. Hoy, es una figura romántica y liberadora de los oprimidos. No obstante, cuando en la Inglaterra victoriana Stoker y Le Fanu escribieron sus novelas vampirescas, tenían otras intenciones en mente. Si nos remontamos aún más atrás, la leyenda surgió como explicación a ciertas pandemias en la Europa del Este. ¿Cómo ha ayudado el cine a la evolución del mito?
La idea del vampiro destila xenofobia desde su introducción en Europa. La primera mención a la palabra fue en el London Journal en 1732, en referencia a ataques de pánico colectivos en Europa del Este. A consecuencia de unas epidemias devastadoras, varios campesinos creyeron que algunos muertos habían vuelto del más allá para matar. Así, se llegó a condenar a cadáveres y, en algunos casos, a exhumarlos para comprobar su culpabilidad. Desde Inglaterra, se relataban estos hechos con superioridad y desprecio, considerados propios de pueblos atrasados sin los conocimientos médicos necesarios para encontrar explicaciones científicas a tales fenómenos.
Ya en la época victoriana, se escribieron dos novelas que inmortalizarían el mito: Carmilla (1872), de Sheridan Le Fanu, y Drácula (1897), de Bram Stoker. Éstas estaban inspiradas, entre otros, en figuras históricas como Vlad el Empalador o Erzsébet Báthory, la condesa sangrienta. En Drácula, el monstruo es masculino; en Carmilla, se trata de una vampiresa. En ambos casos sus presas son mujeres jóvenes, que, tras ser atacadas, adoptarán una personalidad desatada e irreverente –pensemos en Lucy Westenra–. De aquí se extraen dos lecturas. Por un lado, el miedo a ideas como la new woman o nueva mujer, que reclama más derechos y renuncia a su rol como ángel de la casa. Por otro lado, el miedo a los inmigrantes provenientes de Europa del Este; lo más aterrador sobre Drácula es su habilidad para ocultarse en la ciudad, prueba de que esta ya no pertenece exclusivamente a los ingleses. En palabras del director Joel Schumacher, el vampiro representa nuestro miedo al Otro, a todo aquel que vive al margen de la norma.
Estas novelas inspirarán al cine, que se fijará no sólo en sus argumentos, sino también en sus valores moralizantes. La primera en llevar al célebre conde a la gran pantalla será Nosferatu (F.W. Murnau, 1922) –inspirada en Drácula, pero con nombre diferente debido a los derechos de autor—. Aunque Drácula seduce a sus víctimas, los primeros vampiros cinematográficos resultan más aterradores que eróticos. Si pensamos en el ya mencionado Nosferatu, su apariencia recuerda a una rata. En cuanto a Béla Lugosi y, posteriormente, Christopher Lee, su elegancia rígida parece remitir a tiempos pasados; son criaturas de otra época. Algo distinto ocurre con las vampiresas.
A principios del siglo XX se hicieron numerosas películas protagonizadas por mujeres vampiro. Éstas, sin embargo, se distinguen del vampiro masculino. Resultan aterradoras no por su apariencia, sino por su habilidad para seducir tanto a hombres como a mujeres. Un nombre imprescindible es Alice Hollister, conocida como la “vampiresa original” del cine. Más adelante, Theda Bara popularizó el arquetipo con películas como A Fool There Was (Frank Powell, 1915), nombrada así por un poema de Kipling sobre una mujer depredadora a la que llama “vampiro”. Desde ese momento, vamp pasó a denominar no solo a una vampiresa, sino a cualquier tipo de mujer que aprovecha su sexualidad para utilizar a los hombres a su merced o femme fatale. No debe sorprendernos que, a medida que desaparecieron las películas sobre vampiresas, aumentaran las de femmes fatales, protagonistas indiscutibles en el cine negro. El miedo a la sexualidad femenina seguía allí, pero bajo una forma distinta.
Curiosamente, muchas actrices que daban vida a este personaje eran extranjeras. Este exotismo, por un lado, les aporta atractivo, pero a la vez recuerda a la sociedad que lo diferente puede ser peligroso. Esto no se aplica sólo a las mujeres: pensemos, por ejemplo, en el húngaro Béla Lugosi. En los cincuenta, el enemigo llega de aún más lejos: los extraterrestres proceden de un planeta distinto al nuestro. Las diferencias entre ellos y nosotros son tan irreconciliables, que sólo una de las dos culturas puede sobrevivir.
Si volvemos a las vampiresas, cabe destacar el rol que desempeñan como seductoras de mujeres. Aunque pocas veces basándose en Carmilla, encontramos varias películas donde el vampirismo de sus protagonistas sirve para justificar sus tendencias homosexuales –cuya representación prohibía el Código Hays–. Es este el caso de La hija de Drácula (Lambert Hyllier, 1936). Pero el género donde este tópico brilló fue el cine de explotación durante años sesenta y setenta, precursor de la pornografía. Igual que con la bruja, se hicieron varias películas donde vampirismo y sexualidad iban de la mano. Uno de los ejemplos más evidentes es la película española Vampyros Lesbos (Jesús Franco Manera, 1971).
El cine comercial separó al vampiro del terror algo más tarde. Con el culto a los rebeldes en los ochenta y noventa, la figura del vampiro se releyó en clave reivindicativa. Del mismo modo que en el romanticismo el diablo había sido reinterpretado como (anti)héroe, el vampiro se vio como algo más que una amenaza: era una criatura maldita, víctima de su propia condición y, en muchos casos, un revolucionario que vivía al margen de las normas de la sociedad. Tal y como dice Anne Rice, autora de Entrevista con el vampiro, “se trata de outsiders a quienes se dice que están malditos o condenados, pero que […] se niegan a aceptar eso”. Esta redención del vampiro adoptó varias formas, desde una relectura del clásico de Stoker –Drácula de Bram Stoker (Francis Ford Coppola, 1992)– hasta películas adolescentes –The Lost Boys (Joel Schumacher, 1987)– pasando por adaptaciones de clásicos modernos –Entrevista con el vampiro (Neil Jordan, 1994)–. En la década de los 2000, la historia de amor entre un vampiro y una joven adolescente fue un éxito de ventas global. Resulta evidente: el vampiro es más que un monstruo.
Hemos sucumbido a la seducción. Hoy en día, el vampiro ya no nos asusta. Algunos autores intentaron convertirlo en símbolo de todo aquello ajeno a nosotros que deberíamos rechazar, pero su inconformismo nos ha enamorado. Fredric Jameson dijo que el concepto de bueno y malo no tiene que ver con la moral, sino con la otredad. Los monstruos no son temidos por ser malos, sino por ser diferentes. Ahora bien, ¿quién no se ha sentido diferente, alienado alguna vez? ¿O quién no ha deseado tener la libertad de vivir al margen de las imposiciones sociales? Ahí radica el encanto del vampiro.