Yo las vi, pero no debí haberlas visto, porque ese día no debía estar allí, pero allí estuve, y yo vi lo que pasó, que no fue todo lo que dijeron que pasó, ni debió pasar como pasó, pero sí pasó.
Eran dos muchachitas. La una, la más grande, llevaba puesto un vestido rosado ceñido, más corto que largo, y caminaba sin afán ofreciendo los tintos y aromáticas que cargaba en los termos que se golpeaban entre cartones cada vez que el carro de mercado tropezaba con alguna piedra. La otra, la más chiquita, que vestía un pantalón azul y una blusa rosada y que iba cogida de la mano derecha de aquélla, no tendría más de siete, ocho años, y parecía caminar sin más afán que el que tenía quien después se supo que era su madre. Ambas parecían hermanitas, primitas, si acaso amiguitas, y tras de sí habían dejado toda una estela de miradas lujuriosas, silbidos serpenteados y piropos tablajeros con que los que trabajaban por ahí las hostigaban. Así, entre el esmog, la confusión y la anarquía de la calle Sesenta y Siete, allá en el Siete, ambas se abrían paso en ralentí vendiendo tintos y aromáticas.
Y así pasaron frente al taller de Salesiano Salazar, el Tuerto, casi a la hora de las medias nueves.
—¡Buenos días, mi sol! ¿Todo eso es suyo?
Le dijo el Tuerto, y esas eses escatológicas se resbalaron grasosas sobre ese vestido rosado, como para que el único ojo que le quedaba se pudiera deslizar bien. La niña chiquita se frenó, como asustada con el grito del extraño.
—¿Qué se le ofrece, don Salesiano: tinto, aromática?
Le respondió la más grande. En ese momento, los otros compinches que trabajan con el Tuerto y que estaban arreglando una moto ahí afuera, el tal Mopa y el tal Enano, voltearon a mirar. Ambos auscultaron visualmente a las intrusas, pero fue la mirada del Enano la más oscura y desagradable, porque comenzó a relamerse los labios, como una bestia hambrienta que se anticipa al sabor de su presa. Creo que la niña se dio cuenta de los gestos del tipo aquél, porque comenzó a mirarlo con instintivo recelo.
—Un tintico cartagenero mi vida —le respondió el Tuerto. Luego añadió—: ¿Usted sabe cómo es el tinto cartagenero, mi amor?
—No, señor —dijo ella.
—Negro —y cerró el puño derecho— y bien cargado —y se golpeó la parte superior del brazo con la mano izquierda extendida y de medio lado.
Y todos se carcajearon, menos las mujeres y la Virgen Milagrosa que adornaba la puerta del taller de Salazar.
—¡Pero no se asuste, muñeca! —dijo el Mopa—. A mi deme otro tinto y pa’l Enano también —y arrugó los labios y movió la cabeza hacia abajo.
—¡A mi no me joda! — le dijo entre risas el Enano al Mopa—, que yo soy serio ¿cierto mi amor? —y miró a la niña chiquita, quien seguía mirando el rostro siniestro de aquel personaje. Lo miraba como si en sus ojos pudiera leer esos pensamientos libidinosos que las ponían en riesgo.
La muchacha, la más grande, dio media vuelta y se inclinó para sacar uno de los termos del carro. El Enano se agachó como queriendo ver lo que la muchacha no estaba mostrando.
—¡Uy, Enano!
Gritó el Tuerto y asustó a la muchacha, que no se había dado cuenta lo que estaba pasando allá al ras del suelo. Aquélla cerró las piernas de súbito y sus delgados y morenos brazos soltaron el termo, que cayó dentro del carro, y los vasos, que cayeron en el piso, cerca de donde estaba su hija, la niña, quien los alzó.
—No se me asuste, mi vida —dijo el Tuerto mofándose—, que aquí la atendemos con cariño.
La muchacha se recompuso y volvió a inclinarse, pero esta vez llevó su mano derecha hacia la parte posterior de sus piernas. Cuando sacó los vasos, se los dio a la niña para que los sostuviera mientras ella repetía el procedimiento para sacar el termo.
—Dame los vasos, Carolina —le dijo la mamá a la hija.
—Mami —le respondió la niña—: ¿ya nos vamos? —le preguntó impaciente, mientras le jalaba el vestido.
La mamá la miró con angustia; quizá ella también se quería ir de allí.
—Ya casi, amor, estoy trabajando.
La muchacha grande se recompuso y sirvió cada uno de los tintos. El primero se lo dio al Tuerto, quien no le dijo nada pero con la mirada le volvió a decir todo; el segundo se lo dio al Mopa, quien le preguntó:
—¿Le está buscando papá a su cría? Yo le alimento la hembrita, mi amor.
La de los tintos no respondió nada, pero su cara se había transformado; ya no era de miedo, sino de rabia e impotencia. Estaba ceñuda, con el cuello tenso y los labios apretados. La chiquita seguía mirando de mala manera al Enano, con desprecio y rabia. El Enano se dio cuenta y le devolvió la mirada a la niña, con una risa sardónica que dio lugar a una nueva relamida.
Cuando la muchacha grande sirvió el tercer tinto y se agachó para dárselo al Enano, este se volvió a agachar cerca de las piernas de aquélla, quizá para terminar de ver lo que no debía ver. Pero esta vez, la niña chiquita salió corriendo y empujó al Enano con toda su dignidad.
—¡Quieto!
Algo así le gritó. Parece que la rabia de la niña pudo más que el peso del Enano y este tropezó con una piedra y perdió el equilibrio y golpeó la moto con su calva cabeza. La moto y el Enano terminaron en el suelo.
Después dijeron que fue la mamá la que lo empujó, pero no, no fue ella, fue su hija, la chiquita, Carolina.
La mamá botó el tinto al piso y guardó como pudo el termo en el carro, tomó a su hija de la mano y ambas se fueron de allí corriendo y llorando. El Tuerto saltó a alzar la moto, el Mopa se quedó mirando a las mujeres mientras se fugaban, el Enano quedó en el piso, sangrando.
Dicen que a las semanas las dos muchachas, madre e hija, pasaron de nuevo por ahí, por donde Salesiano Salazar, el Tuerto, allá en el Siete.
—Tinto, aromática, tinto, a mil.
Iba gritando la muchacha, pero parece que esa vez nadie les dijo nada.
Hace poco pasé por ahí y el piso seguía pintado de sangre. Esas manchas no caen fácilmente.
Autor: Baltasar Botarava (Bogotá, Colombia, 1987). Economista y magister en Economía; se ha desempeñado como funcionario del Ministerio de Defensa Nacional de Colombia y como profesor de la Escuela Colombiana de Ingeniería y de la Universidad de los Andes, en Colombia. Actualmente, es vicepresidente del Capítulo de Economía de la Asociación de Egreados de la Universidad de los Andes. Sus creaciones literarias han sido publicadas en Primera Página.