El ascensor || Cuento de Eduardo Viladés

Esta mañana he vuelto a llamar al ascensor de la planta que nunca funciona.

Aprieto tantas veces el botón que llega un momento que el dedo se me duerme. Intento bajar al sótano porque me han dicho que allí empezó todo.

Yo no me acuerdo, me lo han contado… Me han dicho que cuando fui joven viajé por muchos países del mundo, que viví muchos años en Berlín y pasé más de un lustro en la selva amazónica aprendiendo el estilo de vida de la tribu de los awás… Me han contado que yo era muy feliz con ellos porque están en comunión con la naturaleza y no bautizan a los miembros de la comunidad hasta que cumplen diez años de edad. A la vista de sus aficiones y de sus gustos, les dan un nombre u otro, sin importar el género, simplemente el alma.

Todo esto me lo han contado.

Yo vivo en el séptimo piso de un edificio muy feo y cada mañana intento bajar al sótano para recordar, pero el ascensor está siempre estropeado.

De vez en cuando sueño retazos de una vida, de unos viajes y de unas experiencias que parecen sacadas del mejor de los cuentos de los hermanos Grimm. Yo soy el protagonista de esos sueños viajeros pero, al despertarme, tengo la sensación de que pertenecen a otra persona.

Al cumplir años uno mira a su entorno y lo observa con la misma serenidad que se tenía cuando en la infancia se jugaba a la comba o al escondite. En mi caso esa serenidad se ha convertido en olvido, quizá en miedo, puede que en vacíos. Unos vacíos que con el tiempo han ido multiplicándose hasta convertirse en ponzoña.

Dicen que la memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados, que aunque la gente se vaya permanecerá viva si uno se acuerda de ella. No lo tengo claro, simplemente soy consciente de que me he plantado en la mitad del sendero con la sensación de que la existencia no consiste en vivirla, sino en deslizarse por ella.

Intento no mirar hacia atrás con ira, ni hacia adelante con miedo, sino alrededor con atención. Pero no lo consigo. Intento volver a viajar, pero mis ensoñaciones me traicionan, el ascensor que baja al sótano donde, al parecer, se encuentra la solución está averiado y yo no consigo recordar lo que hice.

Mi madre me dice que cuando viajaba era muy aguerrido, que hablaba con los lugareños, en el idioma local o por señas, que siempre estaba de buen humor. Asegura que era querido. Dice que en el sótano guarda centenares de postales de mis andanzas por la selva y Centroeuropa y una carta que yo le escribí cuando estaba contento, pero el ascensor se atasca. Hay veces que cambia el adjetivo contento por vivo, depende del día, no sé por qué lo hace, ya tiene una edad y no rige bien.

Se enfada conmigo porque piensa que no quiero escapar de mi propio país de nunca jamás, al que llegué con el billete equivocado un día cualquiera y del que no he sabido salir. También dice que desperdicié parte de mi vida al empeñarme en caminar por el mundo cuando contaba con alas para volar. Hasta me agobia recalcando que boicoteo mi felicidad porque permanezco recluido y he perdido la ilusión por viajar, fuera y dentro de mí. Yo la veo desde arriba, como si estuviese adherido al techo, soy una lámpara de araña antigua cuyas bombillas se han fundido. Quiero despegarme y bajar para hablar con ella. Además, acaba de hacer un cocido que huele que alimenta, pero no puedo, el engranaje de la lámpara me retiene. Ella sigue conversando en voz alta, no sé por qué eleva tanto el tono porque la escucho perfectamente. Recuerdo que solía decir que estamos convencidos de que el tiempo es infinito y lo derrochamos sin medida. Olvidamos el pasado, descuidamos el presente y tememos afrontar el futuro, que ni siquiera miramos. Así se pasa la vida y, de repente, un día te das cuenta de que ya no estás aquí…

Cuando le daba un ataque de verborrea no paraba, daba la sensación de que estaba en el púlpito de la iglesia dando un discurso dominical. Las madres son muy pesadas… Quizá tenía razón, no me apetece pensar en ello ahora, a ver si me despego del techo y pruebo ese cocido. Hace apenas una semana, con la garganta seca por un virus con nombre regio y sabor a rollito de primavera, no me entraba ese tipo de comida, puede que ahora sí. Mi madre sigue hablando consigo misma. Yo la miro de soslayo desde arriba, sonrío, el recuerdo de un viaje me asalta pero desaparece al instante y pienso que ser feliz es simple, pero ser simple es difícil, incluso en el más allá.

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Autor: Eduardo Viladés (España, 1976). Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista con más de veinticuatro años de carrera. Ganador de prestigiosos premios internacionales de teatro y literatura, cultiva el teatro largo, de medio formato y de corta duración, así como la narrativa. Sus obras teatrales se representan en varias ciudades españolas, México, Colombia, Perú, República Dominicana y Estados Unidos. Colabora asiduamente con sus ensayos, relatos y obras de narrativa con las editoriales Extrañas noches (Buenos Aires), Lado (Berlín), Otras Inquisiciones (Hannover) y Viceversa (Nueva York). Compagina su labor como dramaturgo y director de escena con el periodismo, área en la que cuenta con más de dos décadas de trayectoria profesional en diversos países del mundo como reportero, editor y presentador de TV. Ha vivido en Reino Unido, Italia, Bélgica y Francia. También es experto en periodismo cultural y de tendencias y documentales de sensibilización social, un artista polifacético.