En artículos anteriores he hablado sobre un nuevo modelo de masculinidad que, lejos del “macho” insensible de los cuarenta y cincuenta, es más sensible y, en definitiva, humano. Sin embargo, cuesta encontrar a hombres así en comedias románticas recientes, tales como Super cool o Ligeramente embarazada (ambas de Judd Apatow, 2007). En ellas, se reivindica el poder del bromance, la amistad entre hombres. La relación con las mujeres, tras la tercera oleada del feminismo, es mucho más complicada.
La idea de un universo masculino, donde las mujeres no tienen más que un rol secundario, no es nueva. Solo hace falta remontarse al siglo XIX para encontrar numerosos ejemplos. En la sociedad victoriana, donde la amistad entre hombres y mujeres era tabú, casos como el de Holmes y Watson (dos solteros que viven juntos) eran habituales. Los estadounidenses tampoco son ajenos a este tipo de relaciones. Las novelas de Mark Twain proponen relaciones amistades icónicas entre hombres: pensemos en Huck Finn y Tom Sawyer. Bien pronto, este arquetipo se trasladó al cine con los dúos cómicos de Laurel y Hardy o Abbot y Costello. Centrar la acción en dos hombres permitía explorar géneros como la comedia o las aventuras, puesto que, en la época, no se podía concebir que un hombre y una mujer compartieran pantalla sin que hubiera algún interés amoroso de por medio, aunque fuera secundario.
Esto es evidente en las películas de Charles Chaplin o Buster Keaton, en las que sus protagonistas persiguen a mujeres (sin nombre) como parte de sus aventuras. En ellas, el héroe tiene un papel activo, en contraste con la mujer, que simplemente está. Al final del filme, su lucha le permitirá conseguir su ansiado beso antes de los créditos finales. Pero con la llegada de los talkies, las películas necesitaban algo más que gags para entretener al público. Con un mayor peso del diálogo, los guionistas empezaron a fijarse en comedias clásicas como las de Shakespeare, en las que los dos amantes, ambos igualmente ingeniosos, se pelean hasta que se dan cuenta de que se aman. Para que esta fórmula funcionara, sin embargo, tanto hombres como mujeres debían jugar al mismo nivel; es decir, ambos debían tener un rol activo. Así, aparecieron protagonistas fuertes y con carácter; pensemos en Katharine Hepburn. Ahora bien, al abandonar el cine, las espectadoras se encontraban con una realidad que mucho distaba de lo que contaban las películas: las mujeres debían estar en casa y obedecer a sus maridos.
Los sesenta y los setenta trajeron consigo una nueva oleada feminista. Con ella, paradójicamente, regresaron también las buddy movies, películas consagradas a la amistad entre dos hombres, que parecían haber caído en el olvido en las últimas dos décadas. La filosofía de estas se podría resumir en la famosa frase: “Bros before hoes” (literalmente, los hermanos antes que las putas). Phillipa Gates lee esto como una reacción al deseo de igualdad de las mujeres, que resultó en eliminarlas por completo de la trama de la película, sin poder tener siquiera un papel relevante como interés amoroso. Carla Freccero habla de miedo ante este nuevo feminismo y de la necesidad de un espacio solo suyo.
A finales de los años noventa, el modelo de hombre tradicional entró en crisis. Esto se ve reflejado en películas como El club de la pelea (David Fincher, 1999): ¿dónde deben quedar las expresiones más primitivas de la masculinidad, como la violencia, en la nueva sociedad aparentemente perfecta de los catálogos de Ikea y los cafés de Starbucks? Bien pronto, jóvenes creadores se encargaron de dar su propia visión del asunto.
Uno de los géneros más prolíficos es la comedia romántica. Al contrario que en los sesenta y setenta, esta vez las mujeres sí que están presentes. Y, después de la tercera oleada feminista, su papel dista mucho del rol pasivo de las primeras películas. La situación de la mujer a partir de los noventa ha cambiado, y los creadores lo saben muy bien. No obstante, esto conlleva una serie de cambios. Parece que guionistas y directores no están tan cómodos en mostrar una batalla entre iguales tal y como ocurría en el cine de los cuarenta, sino más bien un amargo enfrentamiento. Ahora que la mujer ha ganado terreno en espacios que antes eran exclusivamente masculinos, los hombres se sienten incómodos con ello. Y apartar a las mujeres de la narrativa, como se hizo en los sesenta y setenta, ya no es una opción. Nos encontramos ante lo que David Denby llama “romances sobre holgazanes y luchadoras”.
Este nuevo arquetipo de mujer es un arma de doble filo. La idea de la súper mujer ha sido liberadora, sin duda, pero también ha traído una enorme responsabilidad y carga consigo. La nueva mujer debe ser inteligente, independiente, fuerte, pero también guapa, amable y estar pendiente de su hombre. Si la balanza se desequilibra hacia uno de los dos lados, se convierte o bien en una fracasada, o bien en una frígida. Y este nuevo héroe que no lucha, por algún motivo, acaba consiguiendo a la mujer perfecta, apunta Denby, sin esfuerzo siquiera. Fijémonos en Ligeramente embarazada, donde la protagonista, periodista de prestigio, acaba con un hombre sin ocupaciones ni ambiciones. Él y sus amigos, intimidados por estas nuevas mujeres empoderadas, solo se tienen los unos a los otros.
Parece que los hombres se digan: las cosas han cambiado, nuestra posición hegemónica peligra, pero al menos nos tenemos los unos a los otros. Esto resulta en comedias alocadas, sin filtros, en las que hombres se reúnen entre ellos para “ser hombres”, sin que las mujeres los molesten. Entonces no podemos evitar preguntarnos si quizá, en cierto modo, estas películas añoran aquella época de segregación en la que hombres y mujeres habitaban universos distintos que solo colisionaban ocasionalmente.