Ilustración de Robert Bélanger
Ya no veo nada pero siento todo. Resuena en mí la vibración del poste que se acaba de caer a la banqueta por el impacto del Audi gris; el pánico lagrimeado del chofer que arruinó su vida y la de las familias de los muertos y afectados; la tragedia inyectada en el cuerpo de una madre aferrada a su hijo, ahora ambos abrazados por la muerte y marcados por las llantas de un coche; y el gran barullo de una multitud alrededor de los heridos, consternados y grabando con morbo lo que sucede en Avenida Revolución. Ha llegado una patrulla que, al parecer, se encarga únicamente de proteger al pasajero del Audi, el embajador guatemalteco, de la furia colectiva desatada alrededor, que no paran de gritarle: “¡Asesino!, ¡no le cubran la cara!”.
En el piso está la sangre de Lucile, quien cayó de frente y azotó con su nariz en el filo de un escalón; ella se cree sola, no hay nadie que la vaya a procurar. Siento las pisadas de los camilleros que van a prisa bajando de las dos ambulancias estacionadas, corriendo al lado del brote psicótico de una niña al ver a su madre con una fractura expuesta de hombro y con una mancha gigante del Bonice de cereza que le ha caído en su pecho. También está la incertidumbre de Mariana, gritando desde su pánico para saber si alguien me ha visto:
“–Es una mujer que está vestida con unos pantalones de rayas verticales color blanco con azul, una camiseta gris que llega al ombligo y unos tenis nike con su palomita color rosa”.
Ella se rehúsa a buscarme en los cuerpos que fueron aplastados por el auto, así que le pide a Amauri que se asome; debe de ver a quién le pertenece la pierna que ya no está adherida a ningún cuerpo; pero él está fuera de sí, se ha quedado en blanco, con la presión baja y la lengua trabada. Amauri no puede hablar. Diez metros más adelante, está un señor con gorra de mezclilla arrodillado, sujetando mi cuello, el cuello de una herida que ya no trae tenis ni calcetas.
Así sentí todo, oscuridad en la vista, olfato y gusto. Había caído en un hoyo ubicado en las jardineras del Toks listo para que se plantaran flores. A mí me cuidó la tierra, como siempre lo ha hecho. Diez metros fue lo que me movió el viento, más que suficiente para no desbaratarme entre las personas, el poste y concreto. Pobre señor, se está llenando las manos de sangre y tierra, y yo más bien parezco un soldado de guerra, regresando a casa de manera fragmentada. No siento mis manos, tampoco mi cara, el lodo y el polvo sofocan mi calma. No he llorado porque aún no veo el dolor que se avecina. Así que empiezo a susurrar “Mariana, Mariana” y el señor, que también me sostiene la mandíbula, como buen vocero, repite el nombre en voz alta. Cuando me percato que mi pie izquierdo no responde a la orden que le doy de moverse, me viene el lagrimeo en forma de un torrente. Ahí me quedo, con el cuello sujetado, durante lo que parecen horas, que son minutos, sin entender qué pasa y con un ojo morado, sabiendo que tendré cicatrices y pensando en lo complicado que será verlas cuando la pesadilla termine. Anestesiada por la adrenalina y mientras Mariana me sujeta la mano en la espera del camillero, sólo puedo concentrarme en la despedida que tuve en vida después de una discusión con Salomón, preguntándome si este cuerpo roto me aguantará para reconciliarme con mi primo aquí, o si tendré que esperar otro tiempo y espacio.
Todo esto ocurre al lado de personas que comen tranquilamente en un restaurante de dos pisos con pared naranja y letrero negro, viendo por la ventana gigante el espectáculo callejero que dimos el diplomático, cinco heridos y dos muertos, en que hubo pérdida de sangre, planes, vidas y quiebre de huesos, pelvis y sueños.
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Autora: Melissa Tarabay (1995). Busca resumir experiencias en pocas líneas estéticas.