Fotografía: Gary Coronado/Los Angeles Times
Si nos dejan…
Pensar en mariachi es pensar en todo un imaginario colectivo que está inscrito en la consciencia de la cultura mexicana. La palabra en sí misma detona un sinfín de escenarios que remiten a la fiesta interminable. Serenatas borrachas a las tres de la mañana, el aroma a tequila y mezcal al pie de la banqueta, cumpleaños de los abuelos con recuerdos de «Cien años», fiestas de graduación al vuelo de «Las golondrinas», festejos en el Ángel bajo un «Cielito lindo» o un diez de mayo de puro «Amor eterno».
Pero el día de hoy no suenan las trompetas bajo los balcones. No hay serenatas para el día de las madres. Las canciones se han ido apagando detrás de las mascarillas N95. Las guitarras han enmudecido sin una voz en la madrugada a quién acompañar. En Garibaldi, la plaza de la fiesta interminable, el aire se ha llenado de silencio.
A 50 días del inicio de la Jornada Nacional de Sana Distancia en México y con el diez de mayo en la espalda, nunca se había sentido tan vulnerable uno de los íconos más representativos de la música popular y un fenómeno que forma parte íntima de la idiosincrasia mexicana. En medio de la cuarentena, el sombrero de mariachi ha quedado en un rincón, inscrito en la enorme lista de afectados por el coronavirus.
Las medidas sanitarias han desolado el panorama para todo aquel que se dedica al género que, desde el 2011, forma parte del patrimonio inmaterial del país. Al inicio de la pandemia todo se reducía a la decisión de salir a la calle pese al riesgo, con la esperanza de encontrar a algún cliente ansioso por llevar serenata, pero llegado a este punto, ¿quién se anima a salir a las calles para contratar por unas horas a un grupo de músicos?, ¿qué canción tocar ante los miles de infectados que llenan los hospitales?, ¿cómo pararse a cantar ante una plaza de Garibaldi desierta?
El lugar de la música y el arte en general se ha puesto en entredicho ante la emergencia mundial al momento de intentar jerarquizar necesidades que responden a dolencias que jamás podrán ser equiparadas con la misma medida.
Las prioridades pueden parecer obvias, pero desempleo, hambre, desabasto, miedo, aburrimiento, soledad, angustia, depresión, son dolores que sobrepasan las funciones que puede llegar a solventar cualquier tipo de aparato médico. Pensar en soluciones unidimensionales implica ignorar la magnitud de un fenómeno que ha diezmado cada una de las reservas que dan forma a la vida diaria del ser humano.
La pandemia y la consecuente cuarentena han vulnerado más aspectos de lo que es posible manejar de primera mano. Mientras que los hospitales se llenan los ahorros se vacían y la crisis en su sentido más amplio se asoma ante la incertidumbre de una situación que llega a su punto más álgido.
El hambre muerde los bolsillos de millones de personas que viven en la incesante búsqueda de alternativas que solventen el día a día que supera los 123 pesos del salario mínimo mexicano. En momentos así, se vuelve evidente la fragilidad en la que vive una enorme cantidad de personas y nos hace voltear la vista a esos sectores que a pesar de permanecer relegados en la vulnerabilidad que implica vivir al día son los que realmente sostienen una cómoda cotidianidad que solamente valoramos una vez que está ausente.
Pues contra todo pronóstico, ese impulso por mitigar el pesimismo que ha mermado a la población durante los últimos meses ha sido suficiente para que sean estos mismos músicos de oficio quienes salgan violín en mano a las calles con el firme propósito de desarticular la pesadumbre en la que se encuentra inmerso el ambiente.
Hace apenas unas semanas fueron ellos mismos quienes se organizaron para llevar serenata a médicos y pacientes al Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias. Instrumentos y cubrebocas acompañaron las voces de los músicos que se congregaron frente a la reja del hospital para regalar un «Canta y no llores» que rompiera por un momento con el ruido de camillas, ambulancias y respiradores.
Una misma canción cantada por las mismas voces que han estado ahí tras cada emergencia, desastre y temblor que ha sacudido las calles mexicanas y que son ahora quienes ante la incertidumbre cambian canciones por despensas y dedicatorias por donativos.
La dura realidad es que así como los mariachis, por las calles la búsqueda sigue para los cientos de artistas callejeros, los 200 organilleros, los 300 vendedores de boletos de lotería, los tres mil boleadores de zapatos, las más de diez mil sexoservidoras, los dos millones de vendedores ambulantes y todos los incontables trabajadores informales que se aferran a la lucha por el pan de cada día ante uno de los panoramas más crudos al que hayamos tenido que enfrentarnos como sociedad.
Por ello es que pocas veces se han vuelto tan urgentes las palabras empatía y solidaridad. Ante una crisis que pone a prueba la vulnerabilidad de los individuos, la fortaleza de la colectividad se vuelve la última bastión en donde resguardarse, estrechando diferencias, cerrando filas, aun en la distancia.