Productividad y encierro

Ilustración de Carlos Gaytán

Los espacios de producción y los lugares de trabajo se han diluido y se desplazan rápidamente hacia los extremos de la vida privada: los hogares, en estas condiciones, son las nuevas oficinas, las nuevas escuelas y las nuevas prisiones. Esta transformación no sólo responde a una intencionada consecuencia de las medidas preventivas ante el virus. De hecho, se trata de una compleja red de relaciones que exigen que aún en pandemia, la producción no se detenga. 

El sistema capitalista en el que vivimos, esa hidra multiencefálica, depende de que la producción no pare ni un solo día. El consumo también está lejos de apaciguarse; al contrario, ante los escenarios más catastróficos, se lleva al extremo. Un virus que se transmite por contacto crea el imaginario colectivo de que todo acercamiento es un potencial riesgo de contagio: preferimos productos enlatados, empacados o envueltos en plástico como si esos bienes sólo hubieran tenido contacto con máquinas híperindustrializadas y como si esas plantas de producción no fueran un hervidero de contagios dadas las condiciones laborales. El temor a los otros favorece la individualización.

Sin embargo, esta crisis sanitaria es novedosa porque las condiciones tecnológicas permiten el contacto telefórmico entre los sujetos. Bajo las lógicas del capitalismo, también permiten el trabajo remoto. Este supuesto es terriblemente  homogeneizante porque parte de la idea de que todos los sujetos cuentan con las condiciones ideales para convertir sus espacios en home office: lugares silenciosos, buenas conexiones a internet, dispositivos electrónicos potentes y la capacidad de concentrarse por ocho o más horas. El tiempo, al igual que los espacios, se diluye para ponerse a disposición de la productividad.

Se debe de tener especial cuidado con la palabra productividad. Pues su orden ontológico plantea a la fuerza de trabajo como la característica más importante de los seres humanos. Este discurso impera en gobiernos, empresas y universidades al redor del mundo. La Universidad Nacional Autónoma de México ha forjado un lema que atemoriza: “La UNAM no se detiene”. ¿Por qué la más importante universidad del país ha sobrepuesto las demandas de productividad a las de salud? ¿Es más importante no detenerse que asegurar la salvedad de sus alumnos, profesores y trabajadores? 

Estas elecciones no son una coincidencia. En Vigilar y castigar, Michel Foucault concluye que el poder, a través del dispositivo disciplinario, controla a los individuos y sus cuerpos. El virus mutado al que nos enfrentamos produce poderes también mutados que combinan las herramientas disciplinarias de los individuos y de las masas: el biopoder. El discurso institucional no es cómo disciplinar para evitar la propagación del virus, sino cómo disciplinar para seguir produciendo a nivel poblacional. Al vertiginoso desarrollo del capitalismo le importa la vida de los sujetos en tanto los considera máquinas productoras. Una biopolítica. Finalmente, el encierro es un mecanismo de control biopolitico y disciplinario a la vez.

El discurso se replica entre sujetos: “Si no terminas esta cuarentena con un libro leído, con un idioma aprendido o con un nuevo talento, no te faltó tiempo, sino disciplina”. No, no quiero más disciplina. Un falso horizonte se construye a través del discurso: la productividad te hará libre. Lo que enfurece no es la acumulación de tareas y responsabilidades, sino el imperativo de productividad que ha sido desplazado hasta los lugares de descanso.

Deleuze, con Foucault a la vista, escribe en el “Post-scriptum sobre las sociedades de control”: “…la formación permanente tiende a sustituir a la escuela, y el control continuo tiende a sustituir al examen”. Temámoslo: el sistema nos ha convertido en nuestro propio dispositivo de control. Los imperativos que igualan a la productividad con la felicidad manipulan nuestro cuerpo hasta que provocan ansiedad y depresión, con las que también el sistema capitalista ha de lucrar.

Es, ciertamente, un escenario lúgubre y poco alentador. Quizá las artes sean la única manera de subvertir las realidades. Escribe Julia Pérez, colega columnista, en un artículo: “En tiempos de confinamiento e incertidumbre, el arte se nos aparece próximo”. Para reflexionar y cuestionar nuestros alrededores, para meditar en torno al poder y sus alcances, y para subvertir la idea de productividad queda escribir, pintar, esculpir, dibujar y criticar. El arte, como intersección personal y política, contiene en sí una no-organización que va en sentido contrario: un artista prolífico no es necesariamente un buen artista. Vean a Vargas Llosa. 

A diferencia de la fuerza de trabajo promovida por el sistema, el arte no es, en principio, comercial. A riesgo de serlo, las obras más sinceras deben de circular y convertirse en inspiración y crítica. No hay obra más sincera que la que es espontánea y personal. 

Ilustración de Carlos Gaytán

***

Ilustrador: Carlos Gaytan Tamayo (Ciudad de México, 1999). Estudia Ciencias y Artes para el Diseño en la UAM Azcapotzalco. Formó parte de varias exposiciones colectivas de cartel en su universidad. Algunas de sus obras ilustran artículos de Cultura Colectiva. Su trabajo se inspira en diversas técnicas y se encuentra en el diseño gráfico y la ilustración.

Etiquetado con: