Imagen: Caída del Hombre, pecado original y expulsión del Paraíso, Miguel Angel
Si tu ojo derecho es para ti ocasión de pecado,
arráncatelo y tíralo lejos
I
A Antonio Catalán y Pablo Rodríguez
La culpa es solo un invento del cristianismo, tú fúmate ese cigarro. Apenas había pasado un par de meses desde las nubilosas tardes de la ciudad de México. Tú fúmate el cigarro, repitió cierto amigo en cierto café de la calle Regina del centro histórico. Dos meses antes el aire hipertóxico aterrorizó a más de uno: la ciudad fue eclipsada por un olor infumable que entraba por todos los resquicios. Era mayo de 2019, una mancha oscura afligió, de sobremanera, a los pulmones de los habitantes de uno de los sitios, ya de por sí, más contaminados. Por razones lógicas, algunos de los fumadores ocasionales decidimos dejar de lado el vicio más poético: los objetos se convierten en humo y luego en nada.
Es el arrepentimiento valor ineludible del cristianismo. Recuerdo ahora muchos miércoles de ceniza donde, a la hora de colocar aquel polvo negrizco (¿restos de cigarro?), el sacerdote dice: “arrepiéntete y cree en el Evangelio”. El arrepentimiento lleva consigo la culpa. Los niños que se gastaron el dinero de las tortillas en las maquinas de la tienda de la esquina pueden saber que eso estuvo mal, pero no se arrepentirán si no se inserta en sus mentes la culpa; con las infidelidades sucede algo muy similar. Antes del arrepentimiento está la culpa y antes el pecado. La culpa es el limbo. Es importante para la religión que nos dolamos por nuestros errores y tropiezos: “Si tu ojo derecho es para ti ocasión de pecado, arráncatelo y tíralo lejos, porque más te vale perder una parte de tu cuerpo y no que todo él sea arrojado al lugar del castigo. Y si tu mano derecha es para ti ocasión de pecado, córtatela, porque más vale perder una parte de tu cuerpo y no que todo él sea arrojado al lugar del castigo”. ¿Quien escribió o dictó este Evangelio estuvo pensando en la masturbación?, ¿la probó? No lo creo. Del ritual católico, me atrae la idea fundamental de ese miércoles tan importante para la fe: somos polvo, del polvo venimos y en polvo nos convertiremos; me gusta porque rememora al valor poético de fumarse un cigarro.
¿En quién recae la más grande culpa? Mientras yo fumo un cigarro (no me eximiré de la responsabilidad), en cierta tarde apabullante de tanto calor, en el cielo van y vienen aviones altamente contaminantes que cargan productos importados. Ya dejamos de usar bolsas desechables en mi colonia, qué gran cambio se logró; no obstante, llevamos en nuestras bolsas “ecológicas” alimentos envueltos en plásticos, en cartones sofisticados, en celofanes que nos muestran las donas azucaradas, pero que nos impiden sentirlas. Echar la culpa a terceros es una gran estrategia, sobre todo utilizada por los poderos, para redimirse de la suya. Esto es usado con impensable estupidez por diversas autoridades: algunos sacerdotes culparon a niños por ser el motivo de su pederastia.
No uses la culpa en mi contra, podrán decir los santísimos padrecitos, pero qué ríspido sentimiento entrar a la iglesia, después de ver en las redes sociales, en algún periódico decente, no en la televisión, los crímenes cometidos en nombre de dios. Uno de los efectos principales de sentir culpa es, lo he pasado, tener un insomnio corrosivo, un espectro que te persigue en las horas en vela. No me arrepiento de desear que algunos seres terribles padezcan esto.
Sí, me fumé aquel cigarro, y no porque la culpa sea un invento cristiano (no estoy seguro de que haya sido esta religión la primera a quien se le ocurrió tal cosa, aunque bien escribe Vivian Abenshushan que “el cristianismo encontró en ella [la caída] un fenómeno universal, fecundo y útil, un símbolo: la potencia del mito satánico, la Caída inaugural y el culpable»). Me lo fumé porque el cielo ya no era tan extensivamente gris y el aire, al menos, era respirable. La culpa inicia cuando ocurre la catastrófica consecuencia de nuestros actos. Dos personas van a un hotel, se desnudan uno frente al otro, cogen, terminan de coger, hablan un poco y salen de aquel sitio; después, llegan a sus casas, abrazan a sus respectivas parejas y nadie nota alguna irregularidad. La vida continúa tan plena como cuando ambos, en plena mañana, salieron de casa rumbo al trabajo.
II
A Fernando Salazar Torres
Existe un tipo de culpa más ríspido que otras: aquel donde uno no tuvo voluntad de cometer la falta. Alguien se tropieza y tira, sin querer (claro está), a un niño, el niño se raspa manos y rodillas y comienza el llanto. Este tipo inicia en la espontaneidad del error. Nadie nunca jamás predice quién se equivocará, quién se tropezará, quién se caerá. Me sucedió, en alguna ocasión en que, por torpeza, bloqueé el panel de control de la revista que edito; ahí estaba el trabajo de cinco personas, el cual se vio afectado por la espontaneidad del error. En los insomnios que vinieron después de aquel día fatídico, pensaba sólo una cosa: ¿Cómo puede dañar más un desatino que un acto totalmente malintencionado? Se puede tener culpa por fumarse un cigarro y ver el absoluto gris empañando el cielo: en ese caso, al menos, aunque inintencionadamente, se sabe de antemano el perjuicio a los otros.
Hasta ahora, pareciera que nuestra Historia es bastante racional y lógica, que se castiga arduamente al asesino, al malvado, al hereje o, simplemente, al contrario. Si esa o aquella guerra se perdió fue porque el vencedor, en un acto de altísima inteligencia, derrotó al opuesto. El vencido lleva la culpa, pero no es tan amarga, pues sabe que el otro fue un mejor combatiente. No siempre sucede esto. Al menos en un porcentaje mínimo, el derrotado sabe que su fracaso se debe a un yerro suyo. Ahora recuerdo un caso muy peculiar: las innumerables pérdidas humanas del ejercito de Napoleón al tratar de invadir Rusia. Imagino, de pronto, al gran emperador francés sin lograr dormir, mientras el recuerdo del frío de invierno se adentra en su cuerpo.
Uno puede llevar a cuestas la culpa de ser torpe y volver entonces a intentar nada. No editar más una revista, no luchar más en batalla alguna, caminar nunca jamás, ya que, de súbito, se puede tirar a un niño; sin embargo, tenemos como consuelo que la vida es un boceto y que, como escribió Milan Kundera, “la vida es el primer ensayo para vivir la vida misma”.
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Autor: Carlos Sánchez Ramírez (Ciudad de México, 1998). Estudia Lengua y Literaturas Hispánicas por la FFyL UNAM. Ha sido dos veces becario del Curso de Creación Literaria para jóvenes de la Fundación para las Letras Mexicanas. Forma parte de la Revista Literaria Taller Ígitur, de “Crítica y Pensamiento en México”, de “Diótima. Encuentro Nacional de Poesía” y de la “Congregación Literaria de la CDMX”. Ha sido publicado en diversas revistas nacionales e internacionales. Cultiva la poesía, el ensayo y la crítica.