En el centro de la oscuridad interminable, brilla el cálido encuentro entre los padres y el niño. El infinito potencial de su luz se rodea de ternura y protección. Las líneas que se cruzan dentro de sus corazones se extienden durante los días más allá del ciclo eterno de las estaciones, dibujando cruces también dentro de los nuestros. El escarnio y la pasión nacen de nuevo con cada niño. Trazos eternos de su destino son dibujados por la voluntad de un dios que nos ciñe al centro del mundo, donde yace y se trasciende el mayor sufrimiento. A quien conoce el origen y dirección de estos trazos, se le presenta el presente y el futuro como uno solo.
Hace cuarenta y ocho años, el primero de marzo de 1971, en Londres nació Thomas Adès. Su padre fue historiador y su madre poeta. Durante su adolescencia, estudió piano y más tarde composición con Robert Saxton en Guildhall School of Music and Drama. Demostró gran ímpetu y talento, rápidamente convirtiéndose en uno de los compositores británicos de mayor estima; coronado por el recibimiento del premio Grawemeyer por su obra Asyla en 1999.
El imaginario sonoro de Adès comprende elementos musicales de variados orígenes, íntegramente desarrollados en un lenguaje ecléctico y personal que incluye elementos de la polifonía renacentista, actitudes de jazz, el desarrollo formal de obras románticas y la obsesiva especificidad tímbrica de los tiempos modernos. La convivencia de estos mundos le da a su música, aunque a menor grado en obras recientes, extrema complejidad en todas las capas de su construcción.
Durante 1997, mientras componía la gran y detallada partitura orquestal que es Asyla, el coro de King’s college en Cambridge, dirigido por Stephen Cleobury, le comisionó un villancico para estrenarse durante la víspera de navidad. Es común ver en el catálogo de los compositores la existencia de obras pares, donde una gran partitura es acompañada por otra breve y delimitada que funciona como un microcosmos de las ideas que habitan a la mayor. Éste es el caso del villancico de Fayrfax, que adapta un texto anónimo del siglo XV.
«Ay, mi querido, mi hijo», la voz dulce y nítida de la madre canta con total y tierna devoción una melodía que desciende en pasos cromáticos al hijo que duerme a su lado. Muy pronto de los hermosos primeros acordes emergen armonías perturbadoras que parecen presentarse y disiparse únicamente por su propia voluntad. «Dale un beso a tu madre con una sonrisa», le pide al niño. De igual forma José canta con las voces masculinas del coro el arrullo. Ambos dicen: «Besa a tu madre, Jesús».
María, por petición de José, nos cuenta con un nuevo ritmo impetuoso una visión a través de todas las voces. Con vergüenza señala: «Mi hijo, el rey que creó todas las cosas, yace sobre paja». “Ay, mi amado; ay, hijo mío” le cantan en armonía María y José al niño una vez más, alternando y engarzando las oraciones entre sí. En las melodías de los padres de dios encontramos nuevamente armonías amargas y consonantes repartidas en el tiempo. La parsimonia de su descenso nos sugiere que un patrón subyace a sus movimientos.
Jesús contesta las penas de sus padres con el ritmo impetuoso que les aprendió. Él conoce su destino, que es voluntad divina. Sufrirá infinitamente en el calvario para restaurar al hombre. La pasión de sus palabras transforma el ritmo y el énfasis en su voz se refleja sobre cadencias tanto conmovedoras como estremecedoras.
«Mi querido hijo…», cantan María y José de nuevo; descienden sus melodías sobre todo el coro, empalmando las líneas a un mismo ritmo. De su movimiento emerge una visión: en la vida, un tapiz de intensos momentos de amargura contrastados con belleza deslumbrante, habita el canto. El patrón de resoluciones encadenadas, el ondular antes inexplicable entre disonancia y consonancia, está dibujado con los trazos del destino de cada melodía. Todos descienden con un patrón propio desde su origen y de su ventura surgen comedias y tragedias en la armonía, predecibles únicamente por quien observa omnipresente las direcciones de cada voz. Es aquel que acepta el sufrimiento de la vida voluntariamente, en el cruce de su destino, quien es capaz de trascenderlo. Pero antes de que el niño crezca serán los padres quienes aceptarán sobre sí el sufrimiento que les depara cuando, siendo hombre, se enfrente a escarnio y pasión con una graciosa sonrisa. Alterando los trazos del destino. Continuando el canto hacia nuevas armonías.