En el centro de la oscuridad interminable, brilla el cálido encuentro entre los padres y el niño. El infinito potencial de su luz se rodea de ternura y protección. Las líneas que se cruzan dentro de sus corazones se extienden durante los días más allá del ciclo eterno de las estaciones, dibujando cruces también dentro de los nuestros. El escarnio y la pasión nacen de nuevo con cada niño. Trazos eternos de su destino son dibujados por la voluntad de un dios que nos ciñe al centro del mundo, donde yace y se trasciende el mayor sufrimiento. A quien conoce el origen y dirección de estos trazos, se le presenta el presente y el futuro como uno solo.
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Gabriela Ortiz: «Patios Serenos»
El primer muro que se erigió trajo consigo la frescura de la sombra. La briza trazó nuevas danzas que le rodeaban. Me vi reflejado en él y en su altura. Nuevos muros le siguieron, planicies verticales de colores vivos, y pronto el susurro de las serpientes se desvaneció en inocuos lazos de luz sobre la piedra y, de lo que antes era el espacio infinito, emergió un patio amurallado. El agua encuentra su camino entre los peldaños de ladrillo, y dentro de las vasijas su gorgoteo renueva el tiempo inmóvil. Entonces, el verde atemporal visita el patio y lo transforma en su jardín: dibujos de vida colgando en racimos por los bordes del refugio personal que ha sido construido como albergue de toda emoción.
Ígor Stravinski: Sinfonías para instrumentos de viento
Rezamos en calma. Un silencioso horizonte se extiende detrás de nuestras espaldas. En él, artistas, políticos y pensadores observan atentos. Nosotros, los nacidos, somos quienes enterramos a nuestros padres en el centro de nuestra cultura. Permitimos que sus cuerpos nutran las raíces de los frutos que nos alimentan. El rito que acompaña este entierro, como un regalo de la sociedad, nos abre un espacio para tratar los sentimientos e ideas que aún revuelan tras el ruido sordo de la muerte. Únicamente escuchamos un gran ensamble de alientos que proyecta por nosotros, con sus sonidos coincidentes, la calma con la que vocalizamos el adiós. En el tiempo detenido del rito los cuerpos se corrompen y las almas resucitan en el horizonte que nos hará compañía hasta nuestro entierro.