Alas || Cuento de José Luis Muciño

Una mosca detuvo el vuelo en el borde de su plato de sopa. Él dio un manotazo lento y burdo; sus 83 años le habían quitado casi toda su movilidad, pero logró ahuyentarla.

Yo ya no voy a jugar contigo. Tú siempre haces trampa, yo vi desde arriba del árbol cómo dejabas de contar para poder destaparte los ojos y ver dónde nos escondíamos.

Era una mañana de sábado, en la televisión estaban las noticias. Lo mismo de siempre: muertos, desaparecidos, crisis, un pueblo que nació muerto y sigue creyendo estar vivo.

Los hombres no deben de llorar, aunque se anden muriendo. No deben de llorar ni por una mujer, ni por un golpe y si alguna vez llegan a llorar sólo debe de ser porque su madre murió o porque te convertiste en padre. Si te vuelven a pegar, tú pégales más fuerte y si vuelves a regresar a la casa llorando yo te voy a dar razones para llorar de a de veras.

La mosca volvió al borde del plato. Él la miro como cazador. Ahora era su enemiga. Se preguntó por qué él no podría ser una mosca. ¿Por qué el ser humano no puede volar? ¿Por qué siempre estar atado a esta tierra que sólo nos ensucia y nos recuerda que algún día seremos ella? Él, por su parte, había logrado de cierta manera cumplir su sueño de niño: poder volar. De grande se volvió piloto, pero siempre añoró que el ser humano tuviera alas, que fuéramos como las aves, que pudiéramos volar libremente a donde se nos diera la gana. ¿Por qué un ser tan despreciable como la mosca que se alimentaba de desperdicio y mierda tiene alas?

Se llama Rosa, así como la flor. Sus padres tienen lana como no tienes idea, tienen chofer y vigilante y todo eso que un rico tiene. Jamás le haría caso a alguien como tú, sólo eres un vago y estás todo prieto y feo.

Fue acercando la mano de poco a poco, preparaba el manotazo. La mosca caería y él ganaría una pequeña pero importante victoria del día. Y ZAZ, la mosca escapó ante el golpe del viejo.

Claro que me va a hacer caso. Vas a ver que hasta me voy a casar con ella, tanto así como que me llamo Rogelio.

La seguía con la mirada. Ella iba de izquierda a derecha haciendo infinitos, cuatros, óvalos y otros trazos que no tenían otro nombre sino el del caos. Rogelio se quedó tan quieto que la mosca se fue a parar a su hombro izquierdo, cosa que le encolerizó, pues sintió que la mosca se burlaba de él. Era como si esa pequeña bastarda se acercara a su oído y le dijera: “Y bueno, ¿qué vamos a comer hoy, mi querido Rogelio?” Burbujitas de ira comenzaban a brotar del cuerpo del viejo. Un sudor pesado quería caer de su frente y de su nuca. Con todas sus fuerzas, inesperadamente, sin siquiera pensar su movida, ZAZ, se dio un manotazo donde estaba la mosca, pero de nuevo la pequeña cretina había logrado escapar.

Te miré y me quedé sin palabras. Dentro de mí crecían sentimientos que jamás supe que existían. Lograba abarcarte con las dos palmas de mi mano. Tan chiquita estabas. Con una de tus manitas tomaste uno de mis dedos. Entonces lo supe: no quise volver a separarme de ti. ¿Cómo es posible, que con un estrujoncito de tu mano, me hayas arrancado por completo el corazón?

Rogelio mandó al diablo a la puta mosca y decidió empezar a comer su sopa porque si no se le iba a enfriar. Tomó la cuchara y la movió un poco. Estaba a punto de probar cucharada, cuando la mosca se paró en la mano que sostenía la cuchara. El viejo se quedó inmóvil. Estaban tan cerca el uno del otro que Rogelio pensó que podía matarla hasta con la mirada; la mosca se movía lentamente por la mano, pasaba de los nudillos a las falanges, de la falange a la uña y de la uña a la cuchara. Poquito le faltó para probar la sopa, pero se detuvo, esos ojos negros de la mosca dejaron de ver la sopa y ahora miraban a Rogelio y era como si ella le dijera: “Bueno, Rogelio, has sido muy insistente. Nunca pensé que un vetusto como tú diera pelea, la mayoría de los tuyos ni se da cuenta que estoy volando encima de ellos. Sigues teniendo colmillo, es por eso que te dejaré probar la primera cucharada de sopa, pero luego voy yo. ¿Te parece?”

Entonces recordé aquellas palabras que alguna vez me dijo mi padre, y me permití llorar. Lloré como nunca antes había llorado, de alegría. Todo lo malo en mí se desvanecía en lágrimas. Te abracé tan fuerte y tan brusco a mi pecho que ambos empezamos a llorar. Y cuando terminé de llorar, me sentía ligero, y cuando terminé de llorar, era otro hombre, uno mejor. Tú habías sido mi renacimiento.

El viejo tiró la cuchara al plato de sopa, la mosca voló y furioso empezó a dar manotazos vanos al aire en un intento de matar, de aniquilar de una vez por todas a esa maldita enemiga que sólo se burlaba de él. La vieja silla de ruedas comenzaba rechinar de tanto movimiento que Rogelio hacía por tratar de exterminar a la mosca. Él comenzó a ponerse como loco. La única meta en su cabeza era ese insecto, fuera de ella no había más. Manotazos de gato que cae del precipicio y que intenta agarrarse del cielo. Sangre roja, viva, que fluye y explota para luego apagarse. Remolinos de aire que recorren el pecho, que inflan el poder. Pelea de un instante que se convierte eternidad.

Rosa vio a Rogelio dormido como siempre hacía después de desayunar. Se acercó a la mesa, tomó una servilleta y se inclinó para limpiarle la boca, pero esta vez no había nada que limpiar. Se extrañó y miró el plato. Rogelio no había siquiera tocado la sopa. Volvió a mirarlo. Acercó uno de sus dedos a sus narinas pero no sintió su respiración. Rogelio había muerto. Rosa comenzó a llorar amargamente y aquella mosca lo veía todo. Ella seguía ahí inmóvil en el borde del plato de sopa, como si no tuviera ganas de comer por estar guardando algún tipo de luto.

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Autor: José Luis Muciño Núñez (México, 1994). Soñador y borracho que padece de insomnio y gota.