Ilustración de Carlos Gaytán
El cuerpo es un territorio desconocido y familiar. Las más de las veces se le concibe como instrumento, un simple depositario del alma que se eleva con gracia hacia la espiritualidad. Lo cierto es que nuestro cuerpo representa toda realidad objetiva; en él se agrupan a empujones las más subjetivas experiencias. Y de entre todos esos rincones emerge una verdad aplastante: las corporalidades vividas serán siempre nuestro único hogar. Ese miedo esencial a abandonar el origen se explora a cada momento en la literatura. Es difícil pensar que un escritor o escritora pueda dejar de habitarse para escribir, por eso el lugar de enunciación es relevante.
Phillip Lopate, el escritor norteamericano, ensaya alrededor del tema en Retrato de mi cuerpo, libro que revela las ideas que se arremolinan en la mente acerca de la extensión material de uno mismo. Confiesa Lopate: “Se afirma que los hombres con largos, largos dedos poseen penes grandes. Puedo garantizarles que mis dedos son largos y sensibles, la parte más acabada, elegante y atractiva de mi anatomía”. Y después agrega: “Todo narcisismo, fetichismo y sentido orondo de masculinidad que el cuerpo me pueda otorgar debe comenzar y terminar en mis dedos”. Qué fijación absurda de validar aspectos identitarios con dimensiones del cuerpo. Este enfoque, sin duda, reproduce la cosificación.
El pensamiento occidental esconde el cuerpo debajo de la alfombra para dedicarse a estudiar la mente, ese oscuro objeto que nos hace humanos. Pero no hay más humanidad en la mente que en el cuerpo y dejar esa dicotomía de lado propone un reto complejo. Judith Butler y Donna Haraway se preguntan cada una por el cuerpo metafísicamente. La primera piensa lo identitario que hay en él y ejecuta la teoría queer con maestría: el género se performa y el cuerpo también. La segunda reflexiona en torno a la figura del cyborg de la ciencia ficción clásica y plantea que sustituir extremidades y órganos por sus semejantes electrónicos es transgredir el propio cuerpo. Philip K. Dick palidece.
Michel Foucault, el filósofo francés, pensaba que existe una maquinaria controlada por hegemonías, que distribuye lo discursivo y lo visible en un conjunto de redes llamadas dispositivos. Este concepto trasciende lo político. No es descabellado pensar que la manera de concebir el cuerpo está mediada por los regímenes de verdad impuestos. En ese sentido, es pertinente pensar el cuerpo como dispositivo, como campo de batalla y como trinchera.
«Las manos que crecen», el cuento del primer Cortázar, narra la historia de un hombre que se inmiscuye en una pelea y que tras ganar, sus manos comienzan a crecer hasta el punto en que cada una ronda los cincuenta kilos. En ese relato breve se condensa lo siniestro que hay en lo familiar, quizás consecuencia de la acción de la hegemonía sobre nosotros. Basta con pensar que las manos se vuelven pesadas bolsas de carne para querer amputarlas. Si el cuerpo se siente ajeno, no es bienvenido en nosotros.
«¿Por qué tenemos que llevar adentro algo que no somos nosotros?», pregunta Eduardo, un personaje hipocondriaco en la novela Las mutaciones, de Jorge Comensal, cuyo tema central es el cáncer que sale en la lengua de un abogado. No somos la síntesis de enfermedades que hemos padecido, ni la muestra que hemos dejado en el médico, pero pensándolo bien sí lo somos. Orgánicamente, por lo menos. Todo fluido y agente extraño que sale del cuerpo es indeseado, provoca repelús: la orina, el moco, la cera de los oídos, el sudor y el semen. De no ser por el sexo, la mayoría de los productos serían completamente repugnantes y asquerosos. Es curioso cómo el erotismo reivindica la posición del cuerpo en cuanto a sí mismo.
“Kiero olerte entero [sic]”, “deseo perder mi lengua entre tus pelos, escucharte gemir”, “yo lamerte todo / el cuerpo / y jugar contigo / en la cama”, “sentí que estabas / aún en mi / me tienes aturdido / sólo quiero olerte”, “estás sudado? Verga transpirada? / Axilas? Pies? / Puedo lamerte? Sube. / Ven. Hot [sic]”, escribe en forma de mensajes Alberto Fuguet en la última novela pilar de la literatura LGBTIQ+: sudor, donde revalora el cuerpo y sus agentes. No me extraña leer “lléname, préñame” en contextos sexuales. El poder que tiene el erotismo para legitimar todas las dimensiones es asombroso: el cuerpo sólo es cuando cogemos.
Ese ente inabarcable exige ser representado. Nada podemos hacer contra la imperiosa necesidad de experimentarlo, de sentirlo y de modificarlo. La literatura cumple con las demandas de la corporalidad que es intransigente y que se mantiene firme hasta cuando fluctúa. Nos damos identidades a través de lo material en nosotros, es imposible negarlo. ¿Por qué seguir aferrados a la idea del cuerpo como instrumento, como cosa, como extensión de la mente y como dispositivo de poder? El cuerpo se debe vivir.
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Ilustrador: Carlos Gaytan Tamayo (Ciudad de México, 1999). Estudia Ciencias y Artes para el Diseño en la UAM Azcapotzalco. Formó parte de varias exposiciones colectivas de cartel en su universidad. Algunas de sus obras ilustran artículos de Cultura Colectiva. Su trabajo se inspira en diversas técnicas y se encuentra en el diseño gráfico y la ilustración.