Ilustración de Aimeé Cervantes Flores
En medio de un silencio desierto…
Al final solamente se encontró el débil y monótono martillar de las manecillas. Levanté la cara y entre la penumbra apenas alcancé a distinguir el reloj: había pasado ya la medianoche. Cautelosamente me quité el sombrero para asomarme al vacío imponente que se erguía sobre mí. Entonces la ansiedad comenzó a apoderarse de mis movimientos. El sonido cada vez más acelerado de mis zapatos contra los charcos del asfalto resonaba en las paredes de la calle vacía. Mientras más me alejaba de la avenida principal, la oscuridad se imponía, devorando vallas, ventanales y puertas. Ni una sola luz que surgiera de entre las sombras para revelar un lugar en donde aferrar la mirada.
Corriendo en la espesura de la noche comencé a percibir cómo los minutos se extendían por ambos lados del interminable callejón, mientras el tiempo ennegrecido iba diluyéndose por las banquetas. De pronto, el sonido de mis pasos comenzó a acompasarse al repicar del reloj. Al deslizar el dorso de la mano por el borde de la tela, no sentí ni rastro de humedad en el abrigo. La sensación de un hormigueo mordisqueándome los brazos fue subiendo lentamente en dirección a mi cuello. El insondable silencio colmaba el aire, cada vez más denso y sofocante. La idea de haber perdido mi propio cuerpo y haber sido relegado a ser sólo una mirada a la deriva, perdida dentro de la inmensidad, me hizo retroceder a otras tantas noches, cuando apresado por el hambriento insomnio pasaba las noches en vela con la mirada fija en esa negra espesura, explorando los bordes del abismo.
Realmente nunca supe cuándo fue que perdí la capacidad de dormir. De aquella época lejana y difusa ahora sólo recuerdo la imagen de mi figura, abandonada y hundida en un rincón de la habitación durante las horas interminables.
Recuerdo las primeras noches tranquilas, observando cómo la oscuridad era capaz de transformar la aparente inmutabilidad de la realidad. Los colores y las formas confundidas entre sí, cuerpos difuminados, vestidos rojos y blancos, mechones de cabello negro enmarañado, la luz de la luna revelando una misteriosa figura, y de entre la callada penumbra, ruidos de puertas sin cerrar, gritos que no alcanzaron a escapar, el sonido de pasos corriendo por encima de las maderas.
Pero con el paso del tiempo, poco a poco ese navegar por las olas de un mundo ajeno se fue volviendo naufragio. Perdí el norte de mis propios pensamientos y entonces me vi encerrado como en un espejo frente a otro, sin escapatoria, en rumbo de colisión conmigo mismo. El miedo a la solitud se fue derramando por mi somnolencia hasta que el vacío y el silencio se volvieron tormento.
Entonces la idea de la huída se sugirió desde el hueco más hondo.
Hasta que llegó el momento en el que la tormenta hizo que la noche fuera insoportable. Extraviado en la duermevela del insomne, me levanté de la cama, y cuando volví a tener conciencia de mí mismo, me hallaba ya caminando en medio de la acera, sin rumbo fijo, bajo el cielo que se deshacía en retazos de agua.
Caminé por las calles oscuras durante mucho tiempo. Me interné en lo más hondo de las callejuelas deshabitadas, en donde la hiedra y los matorrales crecen alimentados por el lento paso del tiempo y el permanente abandono. Al doblar la última esquina, intuí cómo al final de la calle la silueta de un transeúnte con sombrero me rehuía como la del pez que se da cuenta. A lo lejos se escucharon las campanadas de alguna vieja iglesia entonando el pregón de la medianoche.
Levanté la mirada y divisé una casa de la que parecía emanar un tenue resplandor que se escapaba a través de las rendijas de los tablones. Un extraño recuerdo asaltó mi pensamiento. La sensación de haber estado en esa casa, quizás dentro de un sueño, me empujó a caminar los escasos metros que me separaban del pequeño pórtico de madera.
La memoria me fue arrastrando hasta una ventana empañada, desde donde descubrí dos siluetas difusas sentadas al centro de una habitación. Con la manga del abrigo froté el cristal hasta aclarar las figuras de las dos mujeres que sonreían cálidamente. Mi corazón se aceleró al observar que entre sus manos sostenían un objeto brillante que parecía bañar en luz cada centímetro de ellas. Era la luna. La claridad del astro revelaba su piel, sorprendentemente blanca, contrastando con toda la oscuridad que parecía anegar la estancia.
Estuve ahí por largo tiempo, contemplando la ternura de sus rostros, sorprendido por la tristeza que me provocaba esa visión. Mientras que el silencio de la noche me iba adormeciendo, la ventana de mi mirada de nuevo se fue empañando, hasta que un ruido seco, como el de algo que se estrella contra el suelo, me hizo abrir los ojos. La imagen de una niña con la mirada perdida se estrelló contra mí, rompiendo el último velo que cubría el sueño.
Rápidamente me acerqué a la entrada de la casa y descubrí la puerta abierta de par en par. El silencio lo inundaba todo y sólo el martillar incesante del reloj resonaba en toda la casa. Entré corriendo a la habitación y encontré las dos figuras tendidas en el piso, inertes, alumbradas por la tenue luz que se colaba por una de las ventanas. El resplandor iluminaba sus cuerpos, y sus manos yacían tan pálidas y brillantes en medio de la penumbra que parecía que entre sus dedos se estuviera sosteniendo la luna.
Desde entonces, los ecos de voces afirmando que la tormenta y la oscuridad de la medianoche ocultaron al victimario resuenan en mi cabeza. La imagen de una figura de sombrero y con abrigo y una puerta que no fue cerrada completamente me asalta despiadada. La duda se me asoma entre las campanadas de la vieja iglesia. Más ahora, de nuevo parado en medio de la calle bajo el cielo infinito, me he vuelto solamente una mirada y una voz que no recuerdan haber salido de ojos y labios, porque de entre las memorias que se me escapan, puedo asegurarles que desde aquella noche no estoy seguro de haber despertado todavía.
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Autor: Alberto Fernández (La Habana, 1995). Actual residente del Centro Histórico de la CDMX. Con el corazón aún navegando entre las aguas que separan Cuba y México. Apasionado fotógrafo de oficio. Insaciable lector de misterio e intriga. Editor por encargo y precoz escritor de medio tiempo. Colaborador ocasional en revista independientes. Ganador en 2015 del Premio Felisberto Hernández de Cuento Joven.
Aimeé Cervantes Flores (Oaxaca, 1995). Egresada de la Facultad de Artes y Diseño de la UNAM. Profundizó sus estudios en la ilustración, la cual considera su pasión después del cine, la literatura y la música. Entre sus logros se encuentran: Exposición colectiva en el Museo Franz Mayer con motivo de “El mundo de Tim Burton”; participación en un mural colectivo de su facultad y como directora de fotografía en el cortometraje “Otro Muerto” del Rally universitario del GIFF.
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