Cenar con los muertos

Para todos los muertos y las muertas,

que aún no regresan a casa.

Para mi tito Fino,

 y todos los míos.

Bienvenidos.

Una vez leí un artículo, no recuerdo si en National Geographic o en otro lado, en el que un extranjero contaba su experiencia viviendo el Día de Muertos mexicano. Decía que no concebía cómo comíamos pequeños cráneos de dulce y llenábamos las calles de papel colorido con esqueletos. Se le hacía extraño que la muerte no estuviera ligada con el horror, con la tristeza, con el llanto, sino con la fiesta, el jolgorio y la comida.

¿Cómo explicarle a alguien que no ha crecido en este país que comemos un pan que simboliza un cadáver, con todo y la cabeza y los huesos? ¿Cómo decirle que todos los años, durante dos días, ponemos la mesa para esperar que los que ya no están y que sus almas visiten nuestras casas? En México, hemos tenido desde siempre una irrompible relación con la muerte. La hemos llamado de múltiples maneras: La Flaca, La Parca, La Huesuda, La Catrina; la hemos pintado, le hemos escrito libros y le hemos dedicado múltiples canciones. Esa estrecha liga se hace palpable en las innumerables de maneras que tenemos para apelar a la muerte en nuestra lengua: colgar los tenis, petatearse, chupar faros,

Desde niños, los mexicanos hemos comido, bailado, brindado, bailado con la Muerte. Viéndola de frente. Aquellos que tuvimos la fortuna de crecer en ciudades pequeñas, acompañamos a nuestras familias al panteón con un cargamento de escobas, trapeadores y franelas para lavar y limpiar la tumba de la bisabuela, del tatarabuelo, del tío. Frente a estas, nuestros padres nos contaron quiénes fueron y cómo murieron. Aprendimos que el bisabuelo era parte de la Reserva Federal durante la Segunda Guerra Mundial y que la tía hacía las mejores enchiladas del mundo. Luego comimos junto a ellos para terminar en una guerra de cascarones de harina con los primos.

En casa, pusimos la conserva de calabaza al lado del periódico local para que el abuelo tuviera qué comer y leer cuando llegara e hicimos una alfombra con aserrín pintado en el suelo. Rezamos un rosario y a la mañana siguiente fuimos corriendo a ver si todos habían disfrutado su cena. Así, aprendimos que el día que nos muriéramos, íbamos a regresar a casa para ver a todos y nos tendrían preparada nuestra comida y música favorita, además de un libro, un juguete o un reloj. Aprendimos que, si los muertos regresan, no hay que gritar, sino abrirles la puerta y ofrecerles una silla.

Para este especial de Día de Muertos, no quise escribir sobre un cuento de terror o alguna novela gótica, sino todo lo contrario, quise escribir sobre un relato en el que sí hubiera muertos, pero no para causar espanto.

Raquel Castro (Distrito Federal, 1976) es una escritora mexicana muy joven, cuyo interés literario está en la literatura infantil y en el género del terror, y en varias ocasiones suele mezclar ambos. Encontré un cuento suyo publicado en la revista Tierra Adentro que me parece un texto de gran calidad y gran poder emotivo.

El recado es un cuento situado en la Revolución. Sin embargo, de ella se habla muy poco. Luis, el marido de Luz, se fue a la batalla. Real del Monte es un pueblo sin paz y la bola anda por ahí. No obstante, no se habla de Zapata o Carranza, ni del sufragio efectivo. Luz es una mujer que vive junto a sus dos hijas, apenas tiene para darles de comer y quiere poner un restaurante. Una noche, el mejor amigo de su esposo, Everardo, llega a entregarle un pequeño paquete con las cosas de Luis. Everardo llega de prisa, con el rostro de un cadáver, sucio, desaliñado. Días después, al abrir el paquete (un pequeño pedazo de tela con manchas de sangre que envuelve las condecoraciones de Luis, su reloj y una llave), Luz descubre que contiene la llave que abre un veliz lleno de oro. Con este, Luz podría alimentar a sus hijas y abrir su restaurante una vez instaurada la paz en el pueblo.

Hasta el momento, nada sorprendente. A menos que seamos observadores: hay dos pasajes sobre los que me gustaría que detuviéramos la mirada un momento. El primero, la referencia hacia los rasgos faciales de las mujeres: son blancas y de ojos verdes. Esther hace referencia a que las otras niñas no tienen que encerrarse tan temprano y Luz lo justifica señalando que es porque ellas no sufren la misma maldición. ¿Por qué esto resulta ser un problema? Avanza el texto para señalar a la sangre ultamarina. Puede ser una hipótesis el hecho que en tiempos de nacionalismo revolucionario, todo lo que parezca extranjero debe ser eliminado, pues para construir una nación, debe hacerse sobre cimientos que separen lo que es de lo que no. Lo interesante es la frase que sigue, «por el simple hecho de ser mujeres».

En este espacio hemos hablado en otras ocasiones sobre la violencia de género. Durante la Revolución, muchas mujeres participaron de las batallas, alimentando, sirviendo, curando hombres. Incluso servían para «favores sexuales» (que muchas veces implicaban una violación). En este sentido, ser colchón de tripas, aunque no pude encontrar la definición exacta y sólo hallé referencias a que era un apodo común para las soldaderas, lo ligo al hecho de que podían ser violentadas por cualquier hombre a causa de sus rasgos faciales.

¿Cómo explicarles que los ojos verdes, el cabello rubio y el ceceo nunca habían sido una ventaja en Real del Monte, y que ahora eran incluso un problema? ¿Cómo decirles que si por el simple hecho de ser mujeres las podían agarrar de colchón de tripas, como decía la comadre Carmelita, lo de la sangre ultramarina podía ser crimen suficiente para que un general resentido o un soldado borracho les hiciera juicio sumario por traición a la patria o algo por el estilo?

La segunda observación es el hecho de que Luis no fue quien pidió su mano directamente, sino a través de una nota enviada con Everardo. Puede no parecer importante pero cobra relevancia al final cuando Luz recibe la carta del ejército informándole de la muerte de su esposo y ofreciéndole disculpas porque sus pertenencias fueron robadas. Entonces todo se conecta, ¿quién más pudo robarlas sino el mejor amigo que se las fue a dejar? La esposa de Everardo recibe una carta igual. El amor familiar es capaz de hacer que regresen los muertos y aseguren el futuro de su familia.

Y Luz(ca) para él la luz perpetua. Que descanse en paz.

Giselle González CamachoAutor: Giselle González Camacho
Chiapaneca que a veces escribe. Me interesan las literaturas populares, el origen de las palabras, el trabajo comunitario y la escritura femenina.