Vagones

Copilco-Balderas, ruta de todos los días. El metro lleno (como siempre). Los amigos platican con avidez. El metro llega desde el sinuoso túnel y se detiene frente a ellos. No hay lugares libres. Varios pasajeros descienden, muchos de ellos estudiantes. Los amigos esperan a que bajen todos: “antes de entrar, permita salir”, dice un letrero. Entran. Se acomodan como pueden. Se agarran del tubo para no caer. Se recargan en la puerta lateral (pues saben que ésta no se abre nunca). A través de la ventana se puede ver el vagón vecino. A su lado, los dos asientos ocupados. En uno de los asientos un tipo lee con tranquilidad una revista sobre armas. En el otro asiento un hombre duerme con la cabeza vacilante, como muñeco cabezón de tablero de auto. Los amigos siguen platicando. El metro entra al túnel esperando hallar la próxima estación: Miguel Ángel de Quevedo. La oscuridad se desvanece cuando la luz de la nueva estación entra, tempestuosa, por los cristales del vagón. La estación casi vacía. Las puertas se abren. Los amigos ven entrar a un hombre con los nervios crispados. Se nota furibundo y tembloroso. El rictus de impaciencia, los labios apretados. Los amigos lo ignoran. Intentan retomar la charla, pero el hombre los ve. Aprieta las manos en olas de nervios que crecen poco a poco. Creen que los mira a ellos, pero se equivocan. El hombre furibundo de los nervios crispados mira con detenimiento al sujeto que duerme al lado de ellos, el hombre que duerme con la cabeza vacilante, al ritmo de las vías y el trayecto. Nueva estación: Viveros. El metro se detiene lentamente. Las puertas van a abrirse. Antes de que esto pase, el hombre nervioso empuja a los amigos. Usa sus brazos para apartarlos entre sí y pasar por en medio de ellos, cual si fueran sólo la puerta de persianas de una cantina. El hombre nervioso saca una pistola del saco, la empuña con arrebato displicente apuntando hacia el hombre que duerme y, sin pensarlo, la detona. La cabeza tambaleante del hombre que duerme es perforada por la bala. Se escucha el eco de su cráneo que se parte. La sangre empapa los vidrios. Las puertas, por fin, se abren. Cosa de segundos, la escena. Los amigos se miran entre sí, confundidos y asustados. El hombre nervioso baja del vagón con la rapidez de un disparo. Nadie lo detiene. Las puertas se cierran a la par que el hombre sale. Lo que pasó no lo sabe nadie. Silencio. Silencio sepulcral aun cuando la vida sigue haciendo ruidos. El metro reanuda su marcha. Los pasajeros miran la sádica imagen del hombre que dormía, ahora con la cabeza abierta por la mitad. Algunos, los más cercanos a éste, se limpian la sangre de la ropa y quitan fragmentos de cráneo de sus piernas y de sus sacos. Silencio sepulcral. Los amigos se quedaron sin palabras. A la siguiente estación, Coyoacán, el hombre de la bala en la cabeza, que ahora es un amasijo de sangre y sesos por doquier, levanta la mirada. Se despabila. Bosteza. Descubre que es la estación en la que debe de bajar. Toma su cartapacio y se levanta con premura. Se rasca la cabeza sin tocar de lleno el orificio de la bala. Luce adormilado, confundido. Pide permiso a los amigos para que lo dejen pasar y baja del metro. El vagón se conmociona. Los amigos ya no hablan. El silencio les arrebató las palabras de la boca. Silencio sepulcral. Las puertas se cierran. El metro avanza y se mira por la ventana al hombre que sube las escaleras con el portafolio en mano, que deja un rastro de sangre en el suelo y que mira la hora en su reloj de pulsera.

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