El perro ladraba enfurecido. Los trabajadores del rancho San Juan escucharon el estrépito de la grava repiquetear cuando las llantas giraron en la entrada. Don Gabino se atusaba el bigote en las escaleras del porche, parado con valerosa convicción, y con su nieto a un lado que jalaba a un furioso canino. Un puñado de matones descendieron armados de dos camionetas, a pocos metros de distancia. Adiamantado de cuerpo completo, el jefe de los sicarios se aproximó soberbio y preguntó por el dueño. Como si no escuchara correctamente, Don Gabino levantó con descaro la barbilla, con los pulgares en el borde de sus bolsillos. A pesar de sus setenta y dos años resultaba un hombre fuerte, de brazos correosos, y su pecho levantado recordaba al de una paloma. Querían despojarlo de su tierra. Le dieron una fecha, hora exacta, y finalmente el precio del terreno sin consideraciones. El dinero se lo entregarían en efectivo el día de la cita. Al líder del grupo sanguinario le apodaban La Borrega, pero el viejo negó con semblante de roca. Les dijo que se largaran. Manos les van a hacer falta pa’ pelarme la verga, remató, con la mandíbula apretada, embravecido. Y la banda de sicarios rió a carcajadas, luego chiflaron en conjunto, como feroces hienas, como manada de ecos mecanizados. Se largaron tras varios minutos, no sin antes advertir que iba en serio, que si no le entregaban el terreno la cosa se pondría fea. Más le vale pinchi viejillo o se lo carga la chingada, ¡¿me oyó?!, declaró La Borrega con la mano en la funda de su pistola. Se dieron media vuelta y subieron uno por uno a las aterradoras suburbans. Como rayos entre la tempestad, tronaron una sarta de balazos en los limites del cielo.
Desde el corral, desde la nave de herramientas, desde la carpintería principal, los demás trabajadores comenzaron a salir, para sentirse cercanos, para comentar sus opiniones. Algo pesado se formó en el despoblado ventarrón que hacia mover las ramas del único árbol. Un rancho perdido en las llanuras, a quince kilómetros de ciudad Victoria. ¡A trabajar que aquí no pasó nada!, dijo el patrón, como si lo que había acontecido valiera poca cosa. Y al modo de ciertas hormigas que por un momento son asustadas pero vuelven a la línea de sus instintos, retomaron todos sus labores correspondientes. Don Gabino puso solamente su atención en Nicanor, el ebanista; le dijo en voz baja que se tranquilizara. Usted no se preocupe, finalizó tocándole el hombro.
Al cabo de media hora entró al despacho donde su nieto se entretenía mirando las caricaturas. Le pidió al pequeño que no dijera nada a nadie, ni a su madre, a nadie, ni unas sola palabra. Era un despacho que servía también de casa, es decir, ahí se atendían las cuestiones administrativas, de ahí salían las ordenes, los pedidos, pero también se podía cocinar y reposar y la puerta trasera conectaba con los demás talleres. De la pared de ese angosto comedor colgaban un montón de fotografías que transportaban a numerosos instantes, recuerdos de Don Gabino, fotos de cacerías, los inicios de la mueblería; las caras de un bebe llorando, sonriendo, tierno, despistado, dispuestos los gestos en el mismo marco. Al rato que te lleve Nicanor pa’la casa te vas a llevar al perro contigo, acabo diciéndole al nieto mientras comían en la mesa.
Se rumoreó mucho acerca del incidente, pero fue tan bien manejado por Don Gabino que a las dos semanas dejaron de preocuparse. Siguió la cotidianidad con la naturalidad de siempre. Las sospechas y los chismes aterrizaron al margen de la inexistencia.
Un día Don Gabino informó a todos que no habría trabajo el lunes de la siguiente semana. Nadie, salvo el ebanista Nicanor, se preguntó con el suficiente detenimiento a qué se debía eso de no trabajar. Jamás sucedía semejante cosa. Entonces llegó el domingo y con esto el reloj de arena que lo citaría con su destino. El viejo preparó una serie de astucias a lo largo y ancho del rancho San Juan, en pocas palabras: armaría una serie de estrategias para enfrentarse con sus enemigos. Varias tácticas se le ocurrieron. En la cajuela de su camioneta tenía ya los objetos listos. Si lo de la gasolina parecía cosa de película japonesa, era casi napoleónica su forma de disponer las armas en las ventanas. Balas nuevas, puestas a prueba ese domingo en que el viejo almorzó rápidamente en casa de su hija, la abrazó apasionadamente, le dijo cuánto la quería, besó a su nieto y se largó más temprano de lo común hacia el rancho para practicar el tiro al blanco, como quien en el siglo XIX se prepara para enfrentarse a duelo, insistiendo en el honor, en la dignidad. Un ojo cerrado. La mano derecha recta y firme. Sobre mi cadáver, gritó apuntando a una botella vacía que salió volando después de jalar el gatillo con una precisión extraordinaria.
Y la noche se levantó y Don Gabino fumó varios cigarros dando vueltas entre todos los rincones. Prestando atención a ese espacio como nunca, como al caminar en dirección opuesta sobre cierta avenida que solemos atravesar de un solo modo. Observaba con lagrimas en los cachetes una foto que, colgada de un clavo oxidado, mostraba a su padre y a él posando sobre un venado moribundo. El hombre no era católico pero aquella noche, antes de acostarse en la colchoneta que acomodó en el piso, rezó a un dios sin nombre y escribió un conjunto de cartas impecablemente ordenadas que guardó en un viejo gabinete.
Dejaron de cantar los grillos de esa tierra árida y desolada, anunciando que era la hora de ponerse en marcha. A las cinco de la mañana ya estaba todo listo. Uno de los amaneceres más bellos se alcanzó a ver desde la ventana donde vigilaba. Luego una avioneta voló en aquel desierto de nubes, alborotando sus pensamientos que parecían muéganos amontonados en esa bóveda que comenzaba a iluminarse. Vio el futuro y procuró el optimismo. Una línea blanca en el enorme azul le provocó la última de sus felicidades.
Y al fin, el motor de tres vehículos anunció que los sicarios habían llegado. Apagó el cigarro en la suela de su bota. Don Gabino esperaba oculto en el taller principal. Guardó la escuadra por debajo, metió en su chaleco una caja extra de municiones. Se percató de que eran más personas de las que esperaba. Se escuchó el grito de La Borrega que lo llamó: ¡Gabino! Desde su escondite se acomodó y, con la mira telescópica de su rifle, repasó de izquierda a derecha el campo de batalla. Posó el objetivo en quien repetía su nombre, ¡Gabino!
Respiró hondo y disparó.
*
Cuando la marina arribó al Rancho San Juan, lo primero que notaron fue el denso olor a pólvora. La masa inerte de las nubes parecía extensión del aroma. Las huellas de una batalla que se convertiría en leyenda, en corrido, en película, en cuento. Cuidando los flancos al andar por la finca, encontraron una camioneta abandonada y recién rafagueada. La inspeccionaron: decenas de granadas y dos cuernos de chivo. Se adentraron y localizaron a tres hombres muertos. El primero cerca de la carpintería –en sus últimos segundos se había arrastrado para cubrirse detrás de una barda-; el segundo con los ojos en blanco y postura artificiosa; el tercero con un agujero en la cien. La llanura interminable se erguía como un majestuoso coloso por encima de la fachada que había recibido detonaciones de granada y múltiples descargas de todo tipo de calibre. Hallaron varios botes que apestaban a gasolina. El comandante de infantería se pasó la mano por la frente. Pensaron que los del otro bando eran cinco o diez o veinte. El despacho principal pedía a gritos ser cateado, así que entraron cautelosos, como prueba máxima de sus entrenamientos. El sol penetraba a través de las marcas de balas, hileras de luz que desembocaban en una mesa donde permanecían platos con arroz y trozos de tortillas. Junto a las cuatro ventanas reposaban cartuchos percutidos, rifles, unos binoculares. Hay una regadera prendida, declaró temeroso uno de los soldados. Y fue al abrir la puerta del baño que descubrieron el cadáver de Don Gabino, en un charco de sangre, con el cabello empapado y su pistola entre marchitos dedos. El comandante se interrumpió con una expresión de absoluto asombro. “No espero nada. No temo nada. Soy libre”, decía la hoja arrugada que encontraron en el pantalón del hombre.
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ACERCA DEL AUTOR: Alejandro Arras (México, D.F. 1992) Ha sido publicado por las revistas Opción ITAM, Amberes, La Rabia del Axolotl, Circulo de Poesía, entre otras.
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