Soledad

Al medio día de ayer, Soledad estaba cerca de irse de la biblioteca. Luego de leer una cantidad inmensa de libros, descubrió que comenzaba a quedarse ciega. Posiblemente el ardor en sus ojos se debía a la contaminación citadina o a su empeño por leer a cualquier hora. De cualquier manera, la molestia llevaba días. A diario, luego de desayunar algo ligero, caminaba a través de siete largas y casi interminables cuadras. Edificios coloridos, casas solas, jardines particulares y un camino empedrado.

La biblioteca se extendía a lo largo de una cuadra. Siempre había actividades, desde conciertos hasta conferencias magistrales, debido a la poca afluencia de gente que llegaba al lugar. No obstante, ni siquiera con dichos eventos la biblioteca tenía más visitantes. El ambiente silencioso producía en Soledad una atmósfera de calma. Los alargados pasillos y las escaleras que conectaban a todas partes, convertían a la biblioteca casi en un laberinto.  Puentes colgantes y libreros crecientes hacían del sitio un atractivo visual; sin embargo, aunque era magnífica por dentro, externamente era igual que ella.

-Señorita, ¿usted tiene algún pariente que pudiera venir cuanto antes?

-No entiendo, ¿para que habría de llamar a alguien?

-Es preocupante la situación. Acabo de notar que su vista disminuye considerablemente. Desconozco cuál sea la causa de esto, pero parece que las funciones principales de la córnea, del cristalino y de la pupila fallan dramáticamente. Tal como si fuesen inservibles por momentos. Lo digo así porque los problemas aparecen durante intervalos cortos de tiempo, pero son constantes durante el día. Eso también ocasiona que sus ojos enrojezcan demasiado y, por lo tanto, lagrimeen en exceso. Estoy seguro de que hay un problema entre la pupila y el cristalino, tal como si estuvieran adheridos. Por ello no puede enfocar bien.

-¿Entonces cuál es la solución que me propone?

-Tenemos que intervenir quirúrgicamente para poder indagar en el problema y solucionar el conflicto entre la pupila y el cristalino.

-Pero, ¿no es necesario realizar estudios antes de una operación?

-Señorita, me parece que no ha comprendido la rareza y la dificultad que sus ojos tienen. Jamás había visto algo así. Lo que recomiendo es realizar la operación o quedarse internada en el hospital… aunque eso generaría un costo extra.

Soledad llegó al hospital con distintas dificultades. Tuvo que detenerse en variadas ocasiones para recargarse en los muros de los edificios y poder cerrar los ojos por un momento. Esperó un taxi, aunque nunca pasó. La travesía parecía no acabar. En dos ocasiones casi la atropellaban, debido a que había perdido el pequeñísimo escalón que dividía la acera de la calle. Con problemas, por fin llegó a lo que, por un momento, seguro le pareció una gran mancha negra. Cuando parpadeó, pudo observar, al fin, el gran edificio blanquezco con el letrero de focos rojos que decía “Hospital”.

-No tengo familiares.

-¿Ni siquiera su madre?

-Mi madre está muerta.

Después de aceptar que la molestia en los ojos le impedía leer, Soledad decidió abandonar la biblioteca. Tomó su mochila, la grabadora, su celular y algunos libros. Bajó las escaleras que conectaban al cuarto piso de la biblioteca. Se encontró con aquella encrucijada de escaleras cruzadas que se funden en un pequeño pasillo de reposo. Luego se dirigió a la izquierda para tomar el ascensor. Definitivamente le gustaba recorrer toda la biblioteca al irse, pero esta vez la picazón en los ojos crecía aún más. Tuvo que apresurarse. Al llegar a la gran puerta, casi como la de un mausoleo, colocó los libros en una máquina para corroborar la validez de su préstamo. Luego salió a la calle.

-No importa. Creo que aceptaré la operación. Quizá pueda cubrir los costos, pero no podría “hospedarme” aquí…

-Muy bien, en cuanto esté preparado todo comenzaremos.

-Oiga, yo creo que debería regresar luego, no pensé que la operación sería hoy mismo.

-Señorita, le vuelvo a repetir la delicadeza de su visión. Es muy riesgoso salir a la calle bajo sus condiciones y más aún si está sola.

Soledad jamás pensó en que algo así sucedería tan abruptamente. Sin embargo, no tenía opciones. Quizá se le ocurrió que su extraña enfermedad sería como la próxima gripe del futuro, como aquellos malestares que en algún momento de la existencia parecen graves y luego se curan con un analgésico. Eso la volvía aún más miserable. Seguramente recordó a su familia o a sus compañeros que jamás fueron sus amigos. Entonces una venda cubrió sus ojos mientras ingresaba al quirófano.

El día de hoy, Soledad despertó con la misma venda de ayer. La misma con la que recordaba lo último que había visto, una mancha difusa de lágrimas enjauladas, de valentía fallida y de oscuridad luminosa por la tela. No lo podía creer aún.

-La operación fue todo un éxito, señorita. Duró poco más de dos horas y detectamos problemas en el transcurso, pero pudimos solucionarlos adecuadamente. Entiendo que esté agotada, así que le daré los detalles después, además de los cuidados y su receta con los medicamentos pertinentes. Por ahora, no se preocupe más y repose.

Soledad quizá no comprendió la tranquilidad en la voz del cirujano. Probablemente perdió la noción del tiempo. ¿Qué era lo que en realidad padecía? ¿Podría regresar a sus actividades normales? Entendió, luego de recobrar sus sentidos, que todavía su cuerpo yacía en el lecho de una cama.

Luego de arreglar el papeleo y de hablar con el oftalmólogo, descendió por las escaleras para abandonar el hospital, tal como el día de ayer en la biblioteca. Jamás había visto tan bien. A pesar de la oscuridad de los lentes, el radiante blanco en el vestido de todas las enfermeras le dejaba en claro que la operación había funcionado. Al salir con unos lentes oscuros, se dio cuenta que había olvidado el único objeto que la relacionaba conmigo: la grabadora; ese aparato con el que escuchaba, en la biblioteca mientras leía sus libros, las palabras que salían de la voz.

A las doce del día de hoy, Soledad pisó la acera y se dio cuenta de la oscuridad que rodeaba el entorno. Notó que no había personas, ni casas, ni jardines. Sólo un camino empedrado en medio de la soledad nublada que conducía a una biblioteca lejana apenas perceptible y una tenue voz que provenía de la grabadora: “Hija, mi Soledad, te amo”. Yo observaba a lo lejos la vida miserable de Soledad. Si tan sólo mi hija hubiera comprendido, si me hubiera escuchado antes de irse, quizá yo no hubiera estado muerta para ella, ni ella para mí.

Joshua Córdova RamírezAutor: Joshua Córdova Ramírez Escritor y estudiante de Letras Hispánicas en la FFyL de la UNAM. Ganador del concurso interpreparatoriano de Poesía. Sus textos han aparecido en revistas como Cruz Diez, Palabrerías y la antología del nonagésimo aniversario de la Secundaria Diurna No. 4. Actualmente, es colaborador y community manager de Primera Página.
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