(Marco Antonio Toriz, amigo y cobecario mío en un curso auspiciado por la Fundación para las Letras Mexicanas, me invitó a escribir acerca de un asunto sobre el que todos nosotros, los de las nuevas generaciones, deberíamos opinar: ¿de qué manera se comienza a forjar una carrera literaria hoy, en medio de la zozobra, en un país y en un mundo convulsos? Hablaré desde mis trincheras, la narrativa y el ensayo, y, por supuesto, desde mi personalísima experiencia. Ojalá que a la discusión se unan muchas más voces jóvenes.)
El escritor, pienso, es la figura paradójica por excelencia. Nace y se hace constantemente. Mezcla el don con la disciplina de escribir un montón y de leer otros mil más. Como muchos que se han dedicado a la literatura, yo creo que se necesitan ambas herramientas. No hay escritor sin talento ni escritor inculto, no uno bueno al menos. Tiene a la vez algo de amor por el ostracismo y un deseo incesante por hablarle al Otro. Valora tanto el tiempo consigo mismo, que no es cualquier cosa, como el siempre inacabado diálogo con los demás. Respeta la tradición, pero se atreve a cuestionarla. «No hay nada nuevo bajo el Sol», les dice a sus amigos durante el día, y en las noches le jura a su perro que descubrirá la segunda gran estrella que alumbra la Tierra. Conjuga la suficiente soberbia para pensar que tiene algo nuevo que decir y bastante humildad para crear un Olimpo personal con sus propios veneros, para aceptar la crítica constructiva de sus maestros y de sus contemporáneos.
De los balances anteriores, creo que el último es el más difícil de lograr. Hace poco platicaba sobre pinitos literarios con Ana Clavel —con quien soy afín porque los dos salimos del anonimato a los 19— y entre otras cosas lamentamos que muchos estudiantes de Letras, que ingresan a la universidad deseando escribir, nunca den el primer paso por miedo a no llenar los zapatos de los grandes escritores de otrora. Me acordé de mi primer semestre en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde estudio y soy profesor adjunto. Recuerdo muy bien la frase de una maestrilla insufrible que no nos dejaba usar gerundios: «Aquí no formamos escritores; para eso váyanse a la SOGEM», y nos veo a mis compañeros y a mí como ratas temerosas con los corazones destrozados. Por ventura también mantengo presente lo que en respuesta dijo Huberto Batis en alguna clase de Iniciación a la Investigación: «¿En la SOGEM? ¡Ésas son pen-de-ja-das!» (así, silabeando). Lo malo es que casi todos los alumnos de mi generación se quedaron con la primera sentencia; algunos optaron por esperar a que un futuro manotazo del hado los haga sentirse seguros de su madurez, lo cual no está nada mal; mientras que los que preferimos escuchar a Batis, quien desde siempre ha creído en los jóvenes, hemos de ser menos de diez.
Luego de una honda crisis personal que no vale la pena narrar aquí, y aún empecinado en volverme escritor, comprendí que esta larga carrera debía gestarse fuera del salón de clases. Comencé a tallerear mis textos con mi gran amiga y mentora Anamari Gomís, quien me animó a ponerme el traje de narrador —que no es sólo una pose: también un compromiso—, a seguir escribiendo, a preguntarme de dónde nace mi escritura y hacia dónde va. El subsecuente trato con Anamari también me ayudó a desacralizar de manera consciente la literatura, lo que ella aprendió de su figura tutelar: Salvador Elizondo. Sin transgresión no habría nuevos escritores, entendí. Asimismo, empecé a ver cada vez más delgadas las barreras generacionales, sin dejar de lado mi condición de «emergente». Es importante comprender algo primordial: el de la literatura es un camino compartido que no se acaba nunca. Es tan corto de miras el joven ingenuo que sólo lee a los contemporáneos, como el consagrado que no atiende a los nuevos en la pista.
A mí me ayuda mucho el trabajo en taller y por eso lo recomiendo. Entiéndase por taller un aula con un reputado escritor al frente, una cadena de mensajes vía mail/Facebook/WhatsApp o una reunión en alguna casa, cafetería, o en algún bar. Practico las tres «modalidades» y me enriquecen por igual. Las críticas destructivas, que nacen de la ignorancia, la ojeriza o las ganas de decir por decir, van al basurero; las constructivas, al arsenal de escritura. Por citar unos ejemplos diré que, cuando escribo narrativa, tengo a mis decálogos favoritos revoloteando en mi mente, a Batis soplándome que me fije en la concordancia de las imágenes, a Anamari diciendo que X pasaje es cursi o que tal frase es lugar común, a mi cómplice Magali Velasco dejando sólo lo esencial, a Beatriz Espejo fijándose en la tensión, a Bárbara Jacobs echando ojo a las inconsistencias… Luego corro a enviarles mis engendros a Marco Toriz y a Fabián Espejel, coetáneos muy talentosos, para que me den su opinión. De más está decir que el obligado bagaje de lecturas y el cuidado de la redacción van por nuestra cuenta. Ni los amigos ni los talleristas nos van a enseñar a escribir ni son nuestros correctores de estilo: son colegas que nos leen, cada quien desde su experiencia y desde su muy personal óptica, para después hacernos las recomendaciones que consideran enriquecedoras.
Mucho aprieta el que mucho abarca. Si se quiere escribir, ceñirse como lector a un solo género, idioma, período o tipo de literatura son despropósitos. La poesía, verbigracia, nos enriquece mucho a los narradores, que aunque nunca escribamos una estrofa debemos hallar la palabra justa, el pulso adecuado del lenguaje, la eufonía de las oraciones y la musicalidad de las formas. Por eso, como dice el buen Eduardo Antonio Parra, los que escribimos narrativa deberíamos acostumbrarnos a leer en voz alta nuestros textos (y grabarnos, dice él). Abismo intergeneracional: mi tocayo escribe a mano en cafeterías de la Ciudad de México donde permitan fumar, mientras que yo sólo empuño plumas cuando hay que llenar formularios. Para escribir debo estar lo más aislado posible, con nada más que mi iPad o mi laptop, y para corregir —con tal de cazar ripios— necesito que Siri me lea cincuenta veces mis textos. Me he acostumbrado a los gadgets y son parte fundamental en mi formación: ni modo. Vivimos tiempos distintos, con nuevas herramientas y nuevos rituales de escritura. No estamos mal ni somos dementes. Quizá, si hubieran tenido la opción, los jóvenes Pacheco y Monsiváis habrían optado por enviarle mails a Edmundo Valadés en lugar de asistir religiosamente a su casa. Imaginemos a Sergio Pitol como un millennial medianamente ducho en la tecnología: ¿no habría sido feliz whatsappeando desde Europa a sus amigos en México o leyendo en su tablet todos los PDF del mundo?
En fin. Creo que si algo compartimos con los de generaciones anteriores es el deseo de ver nuestro nombre en las publicaciones periódicas o en las editoriales prestigiosas, ganar premios, conseguir becas. Hoy, el rito iniciático de los «jóvenes creadores» consiste en escalar desde el facebook status hasta la página en algún suplemento cultural, desde el mi’jo-escribes-bien-bonito hasta el premio nacional, desde el texto en Word hasta el libro en Tierra Adentro. En México nos sigue rigiendo un sistema afianzado, sobre todo, en la segunda mitad del siglo XX, aunque ya no haya México en la Cultura ni Centro Mexicano de Escritores ni Cuadernos del Unicornio.
¿Cómo publicar? Hay que escribir y reescribir hasta que el producto sea competente, eso no ha cambiado. Lo novísimo en nuestra generación es, insisto, la tecnología. Va una confidencia: como odio acudir a las direcciones del tipo dictamenes@revista.com, prefiero el trato directo con los jefes de redacción o con los editores. No importa que no los conozca en persona: siempre existe la posibilidad de contacto vía Internet. Aclaro que no incito a stalkers ni lamebotas, ni digo que mi modo garantice la publicación, pues una editorial o revista seria sólo nos publicará por la calidad de nuestros textos. Digo que es mejor así porque en esta era vertiginosa, donde cualquiera puede enviar a dictamen un poema o un libro malísimo alabado por su abuelita, las grandes revistas y editoriales reciben cantidades industriales de mails, lo cual baja las probabilidades de que nos atiendan, máxime si somos desconocidos. Sé, por cierto, que hay quienes escriben en México algo parecido a la Alt-Lit y han formado ya un grupo underground con nada dotados representantes que se dedican a repetir un discurso tan naïf, que raya en lo tierno. «¡Muera la burocracia (sic)!». No creo que ellos aspiren a otro alcance del que les permiten sus nada demandantes lectores y, desde luego, el Internet. Podrán tener muchos seguidores en redes sociales (también Maluma los tiene), pero eso no es determinante para nada. Son un ejemplo de lo que no hay que hacer; no por razones elitistas, normativas o canónicas, sino porque llegar a un público exigente implica responsabilidades. Si no se está seguro, no hay prisa: la publicación puede venir después.
Ahora: creo que los premios y las becas son medios de validación que significan todo y nada a la vez. Pueden ser merecidísimos reconocimientos o, como los poemojis becados por el FONCA, simples mentadas de madre. Hay veces en que los ganadores aparentan estar hechos para ese premio o esa beca y otras en que el asunto parece un volado al aire. Analicemos un caso reciente: el Premio «Colima» que otorgó el INBA al libro de cuentos La tormenta hindú y otras historias de Ana García Bergua. En su haber, el premio ha privilegiado, como es común, las novelas; pero en 2016 el jurado estuvo compuesto por tres cuentistas: Alberto Chimal, Adrián Curiel Rivera y Beatriz Espejo. Me da mucho gusto (a mí: cuentista y defensor del cuento como Alberto y Beatriz, a quienes conozco y admiro) que se haya reconocido a Ana, cuyo libro es excelente, pero también pienso que, si hubiera sido cualquier otro jurado el que fallara, La tormenta hindú… no habría estado siquiera entre los finalistas, sólo por ser un libro de cuentos. Pero no fue el caso: los dioses quisieron que Textofilia enviara el libro de Ana a concurso en 2016 y que el INBA contratara a esos tres jueces.
Patronio nos diría, a modo de exemplum, que no dejemos de intentar: que enviemos nuestros manuscritos al premio o a la editorial de nuestra preferencia y que, si así lo deseamos, solicitemos la beca del FONCA o la de la FLM hasta que los dioses nos bendigan. Pero ante todo —nos aconsejaría— lo importante es escribir con el mayor compromiso del que seamos capaces. El hecho es que en la literatura no existe un solo camino y nadie nace ni muere sabiéndolo todo, pues el buen artista nunca cesa de aprender.
Eduardo Cerdán (Xalapa, 1995) es narrador, ensayista, profesor adjunto en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, editor literario y columnista en Cuadrivio. Fue becario de verano de la Fundación para las Letras Mexicanas, ha sido premiado en concursos nacionales de cuento y ha participado en varios libros colectivos a cargo de, entre otras, la UAM, la BUAP, Sussex Press y Ediciones Cal y Arena. Ha colaborado en publicaciones periódicas como la Revista de la Universidad de México, La Jornada Semanal, Confabulario de El Universal, Literal, Latin American Voices, Crítica y La Palabra y el Hombre. Textos suyos se han traducido al inglés y al francés. Su libro infantil Los días del extranjero está por publicarse en la Editora de Gobierno de Veracruz.
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