Francisco Hernández: Fernando Pessoa o el cansancio imposible de la imaginación (cátedra extraordinaria)

El texto que continuación se anexa es la transcripción de una cátedra extraordinaria que ofreció el poeta Francisco Hernández en la Facultad de Filosofía y Letras a finales del año 2016. Se trata de una práctica cercana a la crónica, pero que no termina de serlo; una amalgama entre el informe y la inalterable libertad poética de su autor. El título: Fernando Pessoa o el cansancio imposible de la imaginación. En síntesis, el encuentro del poeta chiapaneco con la figura y obra del bardo lisbonés.

En el audio de más de cincuenta minutos la voz de la moderadora inicia la conversación preguntando al autor de Mar de fondo dónde, cómo y cuándo leyó por primera vez algún poema de Fernando Pessoa. Francisco responde “Lo que tú me preguntas está en este texto…”. Un breve transitar, según sus palabras, hacia los múltiples mundos de aquel autor extraordinario. Durante el desarrollo de su historia irán apareciendo figuras diversas entre las que destaca el poeta queretano Francisco Cervantes. Sin dudas, el personaje que alcanza mayormente la ficción dentro del relato por las características que la memoria le otorga.

Tal vez vendría a cuento decir como introducción que aquel día la charla comenzó tarde pues los encargados de la sala no encontraban las llaves de la puerta; que al entrar y ocupar sus asientos, los organizadores pidieron al público acercarse más hacia el frente; que el evento se promocionó apenas un día antes y casi nadie se enteró; que durante toda la reunión Francisco Hernández nunca se quitó el sombrero que llevaba, y que todo el tiempo estorbaron el diálogo el micrófono, las personas retrasadas, y el escándalo del pasillo.

Decidí transcribir el audio por dos razones. La primera, porque me pareció un evento único y poco repetible como tal. Francisco Hernández volverá a hablar de Pessoa, pero no de la misma forma, pues esto no se trata de un comentario, sino el recuento de la memoria y la fantasía. Es el poeta ejecutando al aire sin ningún sustento físico más que su cuaderno Scribe. Una pieza literaria, desde algunos puntos de vista, que no podía quedar en el olvido. La segunda razón es que, como el propio autor lo declara, no llegó al lugar con el texto propiamente impreso por falta de tiempo. Las correcciones se prolongaron hasta el final de la escritura del texto y el comienzo de la charla, y aún durante, pues, mientras leía, sustituía las palabras por las que mejor le parecían en el momento. En respuesta y agradecimiento a él publico, lo mejor que puedo, los apuntes que en su momento nadie pudo transcribir.

                                                                                                                         Emiliano de la Rosa

                                                                                                                Tepepan, 16 de enero de 2017

P.D. Los números de las divisiones no tienen la continuidad debida porque me he apegado a las condiciones de la lectura. No me atreví a dividir según mis criterios. Aunque en algunos casos parece evidente el salto, en otros es muy indeterminado.

…está en este texto… está escrito ese breve transitar hacia la obra de Pessoa. Yo creo que en vez de platicarlo se los leo, que a fin de cuentas resulta ser también como una conversación. Incluso no tuve tiempo de pedirle a alguien que lo pasara a la computadora para no traerlo así, a mano, donde seguramente no atenderé a algunas cosas. Pero no es porque lo haya dejado para el último instante. Lo que sucedió es que lo fui cambiando y cambiando, y releyendo, porque necesitaba releer, no solo a Pessoa, sino también a Francisco Cervantes. Y recordar, y apuntar, y cambiar, e ir haciendo el ensamblaje del texto, y cuando me di cuenta me había ganado el tiempo. Pero esto fue lo que quedó.

El título, por fortuna, resultó también una especie de brecha por donde entrar a ese mundo; a ese recordatorio de mis primeros años en la Ciudad de México, y la publicidad y la poesía de la mano, y a quienes fui conociendo y que empecé a leer también. A eso se debe el título: Fernando Pessoa o el cansancio imposible de la imaginación.

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Calle de Querétaro, colonia Roma, principios de 1969. Vivo en una casa de asistencia de una familia costarricense. Comparto habitación con un estudiante chiapaneco, un venezolano y un gringo siempre envuelto por el humo de su cigarrillo. He comenzado a asistir a la escuela técnica de publicidad situada en la calle de Tabasco. Me gusta la publicidad aunque me siento cada vez más atraído por la literatura. El hijo de la señora es de mi edad. Está muy decepcionado, con toda razón, por la forma en que el gobierno de Díaz Ordaz acabó con el movimiento estudiantil. A punto de deshacerse de sus libros, me regala dos que hasta la fecha conservo: Cien imágenes del mar, la magnífica antología llevada a cabo por Jaime García Terrés, y una selección de poemas de Fernando Pessoa traducida por Octavio Paz. Para mí fue un gran impacto. Cómo no tener presente esa primera lectura de Tabaquería. Cómo abandonar aquella riqueza de belleza verbal tan rítmica y de un furor tan serio como preciso. Para mi fueron dos ventanas de cristal cortado que me hicieron salir hacia la taumaturgia, pero también constituyeron un torrente donde mi imaginación pudo hundirse sin ahogarse ni fatigarse.

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Al poco tiempo de estar en la escuela conseguí trabajo en una agencia de publicidad gracias a un amigo de mi padre. Mi sorpresa fue ésta: no era cualquier agencia de publicidad, se trataba de McCann Erickson, la encargada, hasta el día de hoy, de crear la publicidad de Coca-Cola alrededor del mundo. Pero yo entré de proyeccionista o cácaro, o sea, era el encargado de pasar los comerciales, a quien me lo pidiera, en unos aparatos para películas de dieciséis, y treinta y cinco milímetros, actualmente considerados fierro viejo o piezas de museo provinciano. Me quedó claro desde el principio, la verdad, esa chamba no era para mí. Así que le pedí a un bocetista que me dibujara un talco de desodorante Mennen y, junto al producto, un vikingo mugroso, sudoroso, recargado en él. Mennen era otro cliente de la agencia, y el encabezado era muy simple, decía “Si hubiéramos contado con el talco desodorante Mennen habríamos conquistado el mundo”. Se lo presenté al jefe de redacción y le gustó mucho, y pidió que me pasaran al puesto de copyrighter, a prueba, durante tres meses. Pasó el tiempo, practiqué; hice los slogans que me pedían, pero la verdad es que no pude con el  paquete, y me dijeron que no había dado el ancho y que sería regresado al puesto de proyeccionista. Ni maiz, le dije al director. Voy a buscar trabajo de redactor.

Es muy pronto para que mi imaginación se declare agotada.

El director creativo que años después resultó ser un estupendo compañero de trabajo, un poeta y un verdadero amigo—se llamaba Jomi García Ascot— me pidió que me quedara, que no iba a encontrar trabajo en otro lado, pero le dije que no, que me iba. Luego Jomi y yo nos hicimos buenos amigos, y para mi sorpresa un día vi que a él y a su esposa estaban dedicadas las primeras ediciones de Cien años de soledad. Otro nexo publicidad-literatura.

Bueno, pero, terco como soy, la terca edad, a los dos meses encontré trabajo. La agencia de llamaba Contic y era grande su fama por su mediocridad, por eso, lo usual era referirse a ella como “tontic”. Sus dueños eran dos chaparritos muy curiosos, fanáticos de la corbatas de moño. El chiste, como dicen en el billlar, estaba de bola a bola— o sea, muy fácil—. Decían “Son unos pendejos que se ponen sus moños”. Cuando entré a trabajar uno de ellos me dijo “Mientras llega el ocupante, métete en esa oficina. Está de vacaciones. Cuando llegue buscaremos dónde acomodarte.” Pasó una semana y yo me apropié de la máquina de escribir. Un día metí la hoja, no con ganas de hacer un comercial, sino de hacer un poema. Puse un título X y después un epígrafe de Carlos Fuentes, también X. En eso sentí una mano haciéndome a un lado y vi a un rostro que se acercaba a leer lo escrito. El rostro me dijo “No vas a llegar muy lejos poniendo epígrafes de Carlos Fuentes.” Traté de ver de quién se trataba, pero el dueño del rostro, como en un cuento de literatura fantástica, cruzó la pared y desapareció. Bueno, pues así fue como conocí a Francisco Cervantes.

Poco a poco nos fuimos haciendo amigos. Las pláticas se fueron multiplicando en el lugar de trabajo, en cafés o en cantinas, y Francisco fue muy generoso conmigo. Poco a poco me dio a conocer también a sus autores más leídos. No hace falta señalar lo obvio, pero voy a hacerlo: el primer poeta recomendado fue Fernando Pessoa con todo y sus heterónimos. Y al decirle que lo conocía por las traducciones de Octavio Paz, las que había hecho para la UNAM, me prestó la versión que él había hecho de la “Oda Marítima” recomendándome a sí mismo. “Fernando Pessoa, el desconocido de sí mismo”, ensayo de Paz, que forma parte del libro titulado Cuadrivio. Por fortuna ahí no pararon sus recomendaciones, teníamos mucho tiempo, y me seguía contando sus lecturas. Me sugirió leer al cubano José Lezama Lima, también hasta la fecha una delicia de lectura para mí; otro, Saint-John Perse, con las traducciones extraordinarias de José Zalamea; ya el brinco a Portugal con Jorge de Lima, Sofía de Mello Breyner y Luís de Camoes. Me dijo “Por si tienes la suerte de encontrarte algún ejemplar de Camoes”. En cuanto a la literatura colombiana, otra de sus preferencias, Cervantes resultó ser también muy espléndido. Un sábado en la librería de un amigo español llamado Polo Duarte—la librería estaba en avenida Hidalgo, de lado de la alameda, junto a la cantina El Golfo de México. Entonces no reuníamos en la librería, se cerraba la librería y nos íbamos a continuar la plática recreativa literaria a la cantina—.  En la librería de Polo, Cervantes me dijo “Oye Gabriel García Márquez no es el único gran escritor de Colombia. Métase Álvaro Mutis, Fernando Charry Lara, Aurelio Arturo, Eduardo Carranza. Eduardo Carranza, me dijo, es un poeta que bebe once meses al año, y al siguiente mes se mete a un hospital donde lo desintoxican. Y su te vas más para abajo, geográficamente, hasta llegar al Brasil, ahí, nada más y nada menos te vas a encontrar con João Guimarães Rosa, y su obra cumbre titulada Gran Sertón: veredas. Realmente tengo que volverlo a leer antes de morir porque… no sé… es algo inagotable esa… podría decir novela, pero es algo que no sé qué es. Esa maravillosa construcción que Cervantes también me descubrió. Y ya hablando de los brasileños también me hizo leer a Mario de Andrade… llegando a rematar sus pláticas diciendo “¡Qué riqueza, carajo¡ ¡Un verdadero matogrosso de testas coronadas!”

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Francisco Cervantes, o Hugo Vidal, o Francisco Galerna, porque llegó a firmar de las tres maneras, me contagió de su fiebre lisboeta de poeta, y al poco tiempo de conocerlo y platicar con él tanto vendí mi cochecito para ir a admirar aquellas tierras que él curiosamente todavía no conocía, pero hablaba de ellas como si ya hubiera estado allí. Eso es también parte de la imaginación infatigable. Total que un día llegué a Madrid y a la semana siguiente ya estaba en un tren rumbo a Lisboa. Dormí durante el recorrido, y eso que eran bancas de tercera porque no había cuarta, hasta que un boletero me despertó para pedirme el pasaporte. Cuando me preguntó a qué iba en Semana Santa a Lisboa le respondí “Voy a visitar a un amigo sacerdote llamado Fernando António Nogueira Pessoa”. El empleado se encogió de hombros y me devolvió los papeles. Llegué a Lisboa temprano. Me instalé en una paupérrima pensión del centro y salí a caminar de inmediato. Admiré los mosaicos de las calles como en busca de las huellas del poeta; desdoblé las esquinas, hice círculos con las rectas avenidas, y al frente de la plaza del comercio, de pronto, estaba el océano atlántico con la máscara del río Tejo, el cual había visto nacer en las afueras de Toledo, o era el río Tejo con azules dimensiones marítimas custodiando la torre de Belén en un imaginario reflejo. Por la tarde me asomé al café La Brasileira, después, al Barrio Alto; crucé entre ancianas vestidas de viernes santo, y en una de esas noches soñé a un torero negro, vestido de luces, verdaderamente chispeantes lidiando a un toro en la plaza de Campo Pequeño. Su brazo hacía la veces de estoque y el entraba a matar para manchar la punta de sus dedos con la sangre sacada por la banderillas. Y ya. Desperté. Luego fui a la plaza y lo comprobé. En Portugal no matan a los toros y lo que sí son notables son los rejoneadores. Pero el torero negro sí existía.

Al séptimo día de recorrer cuestas y callejones, de subirme y bajarme de tranvías, me di cuenta de que un niño extraño me seguía. Lo detuve y le pregunté “¿por qué me sigues?” y el chamaco respondió “Porque estoy loco y tú también lo estás.” Lo solté y salió corriendo hasta meterse en el castillo de San Jorge, montado en su imaginación incansable.

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Alguna vez invité al poeta Cervantes a comer a mi  departamento. Entramos y mi hijo Edgar, que en ese entonces tendría un año y medio de edad, al verlo le tendió los brazos pidiéndole que lo cargara. Francisco se hizo para atrás y muy indignado me dijo “Quítamelo, este niño está enfermo. A mí no se me acercan los niños”. Otro de sus chistes favoritos era preguntar “¿Sabes cómo le dirían a Octavio Paz si fuera peruano?” “No, no sé”. “Pues el Inca Paz”.

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Pessoa llegó a dormir un buen tiempo de manera gratuita en el sótano de la lechería Alentejana. El dueño de daba chance de dormir allí. En el lugar cabían un catre y una mesita. Pessoa escribía parado y llevaba la contabilidad de pequeñas empresas incluyendo la de la lechería. Por otro lado, Francisco Cervantes vivió varios años también de manera gratuita en una habitación que el dueño del hotel cosmos le entregó a él—creo que estaba en San Juan de Letrán, hoy eje uno, o algo así— un joven y generoso español. Quienes lo visitaron dicen que dormía dentro de un ataúd.

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Fernado Pessoa está sepultado en el cementerio de los jerónimos, en cuya tumba pueden leerse estas palabras a manera de epitafio:

Para ser grande sé entero.

Nada exageres o excluyas.

Se por completo en cada cosa.

Pon todo lo que eres en lo más mínimo que hagas.

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Y en Querétaro, la ciudad natal de Francisco Cervantes, hay una escultura suya que está sentada en una banca de cemento. Mira hacia ninguna parte apoyado en su bastón, y un gato pequeñito le acompaña. A su derecha dentro de un recuadro aparece su nombre más sus fechas de nacimiento y muerte—1938-2005—, y dentro de ese recuadro se encuentra esta parte de un poema de su pertenencia:

La poesía es un substituto de lo que no puedo tener. Si renuncio a ella ¿qué me quedaría?

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Fernando Pessoa, fragmentos:

Primera sacudida:

Mi corazón, si pudiera pensar, se pararía

Segunda sacudida:

El Tajo es el río más bello que corre por mi pueblo, pero el Tajo no es más bello que el río que corre por mi pueblo porque el Tajo no es el río que corre por mi pueblo

Tercera sacudida:

Paso y me quedo, como el universo

Cuarta sacudida:

Un día en un restaurante fuera del espacio y del tiempo me sirvieron el amor como callos fríos

Quinta sacudida:

en la carretera de Sintra, qué cansancio de la propia imaginación,
en la carretera de Sintra, cada vez más cerca de Sintra,
en la carretera de Sintra, cada vez menos cerca de mí…

Sexta sacudida:

Soy y seré siempre el de la buhardilla aunque no viva en ella.

Seré siempre el que no nació para eso.

Sólo el que tenía algunas cualidades

Séptima sacudida

Cuando quise arrancarme la máscara, la tenía pegada a la cara

Octava sacudida:

No duermo ni espero dormir.

Ni en la muerte espero dormir

Novena sacudida:

Cuando me pongo a escribir versos escribo en un papel

que está en mi pensamiento

Décima sacudida:

Mi cuerpo es un abismo entre yo y yo

Décimo primera sacudida:

Vale la pena haber nacido por el solo hecho de oír pasar el viento…

                                                                                                               Francisco Hernández, 2016

Emiliano de la RosaAutor: Emiliano de la RosaEscritor de poesía. Fundador y Director General de la revista Primera Página. Ha publicado el libro de poemas «Flor y Espejo o Imagen de Julia» (Memorabilia, 2015)