No soy el único enfermo (espero) que se angustia cada vez que Francis Underwood, el despiadado protagonista de House of Cards, ve frustrados sus planes: cada que un periodista entrometido investiga sus asesinatos, cada que un político honrado se atreve a usar la ley en su contra o a frenar sus proyectos por alguna estúpida causa ética, cada que la impertinente de su esposa decide que ya se cansó de sacrificar su vida para que él pueda tener éxito.
En fin, colocarse frente al espejo de Francis Underwood es descubrir los aspectos más nefastos de uno mismo. Aquellos políticamente incorrectos, los que van más allá de nuestra razón y de nuestra empatía. Ver la serie de otra manera sería estúpido… el placer que nos ofrece House of cards no es el del honrado ciudadano que se escandaliza frente a la corrupción de los políticos… sino el de descubrir las fuentes íntimas de esa corrupción y comprobar, una vez más, que el poder nos corrompe.
Pero el ser humano promedio sufre culpa y remordimientos. El egoísmo, la envidia y el delirio de grandeza de Underwood existen en todos nosotros, pero en él aparecen completamente al descubierto, destronando cualquier sentimiento de culpa, y asumidos con un infinito placer: de ahí lo aterrador y seductor que resulta Underwood. En las primeras temporadas Underwood siempre triunfa… y el espectador (digo espectador para no sentirme sólo en mi mezquindad, ya juzgarán los lectores) ve cumplida la fantasía primordial de que sea posible cumplir todas las fantasías, de que al menos existe un ser humano en el mundo para quien todo se puede (no olvidemos que Francis pasa de la pobreza a la presidencia: el ideal del sueño americano, el self made man que no le debe nada a nadie). De manera que es fácil perdonarle sus atrocidades: el goce de ver House of cards es disfrutar de ese sueño.
Y he aquí lo traumática que puede resultar la serie con sus golpes de realidad: ni siquiera libres de la culpa, del remordimiento (valga decir: del superyo) podemos tener todo lo que queramos. Francis vacila: el mundo está en su contra. El Otro siempre será la frontera última de mis deseos…
Francis es un personaje trágico por su insistencia vehemente en un único deseo, imposible de satisfacer: el deseo de poder. No existen metas para Francis, pues siempre que llega a una aparece una más alta: vicepresidencia, presidencia… reelección. La célebre frase de Foucault (el poder no se tiene, sólo se ejerce), encuentra una representación sublime en este personaje, cuya grandeza consiste en que él no se deja engañar: él sabe que el poder es imposible tenerlo, de la misma manera que es imposible poseer el ser de su esposa Claire, que se convierte en su principal enemiga en la cuarta temporada.
En ese sentido, la lección ética fundamental de House of Cards es que no podemos prescindir del otro. La lección no tiene ningún tinte optimista, pues en la serie la vemos cumplida de las maneras más perversas: no podemos prescindir del otro en el poder; porque es necesario mandar sobre alguien; no podemos prescindir de otro en el placer, pues a alguien tenemos que usar; no podemos prescindir del otro, en fin, porque se vuelve nuestro enemigo… aunque contando con él también puede volverse nuestro enemigo, cuando emerge en su corazón un deseo que se opone al mío (o al nuestro)… «Me harás vicepresidenta o arruinaré tu campaña», le dice Claire a Francis. El que decide ejercer el poder termina enredándose en la red de sus relaciones con los demás… todo queda contaminado, y si yo no puedo poseer al poder, éste sí me posee a mí… «I wasted time, and now time doth waste me», proclama Ricardo II.
Entre los muchos defectos de Francis, no podemos omitir su machismo. Francis insiste en que Claire y él, los dos juntos, arman un proyecto de vida… pero ese proyecto de vida tiene el rostro de él: él es el presidente, ella solamente es algo por extensión de él, aunque desde las sombras ella lo ayude a llegar. Pero él va a firmar los documentos y pasar a la historia. Ella no. Quizás el paulatino fracaso de Underwood por controlar la política tenga su paralelo en la pérdida de su poder sobre su esposa. La mujer, la encarnación del Otro absoluto, es el primer objeto a dominar si se quiere tener el poder.
Quizás la pregunta de si un hombre puede o no ser feminista va más allá de si esto será aceptado por las feministas… viendo esta serie (y analizando mis culpas), llego a la conclusión de que la pregunta más bien se refiere a si es ontológicamente posible que lo sea. Como sostiene el psicoanálisis, la misoginia es estructural… de tal modo que un hombre no puede ser feminista porque es, irremediablemente, machista, porque ostenta el privilegio de género… un burgués puede dejar de serlo despojándose de la propiedad (aunque las huellas de la burguesía en su alma son innegables). Un hombre no puede dejar de serlo… es el heredero al trono lo quiera o no.
¿Qué se puede hacer? Escuchar la demanda fundamental del feminismo: el Otro no es un objeto. Y en esta serie, donde todos son tratados como objetos, el verdadero conflicto surge cuando la mujer le pide al hombre, la esposa abnegada al político sediento de poder (sed que ella comparte y alienta, y sin el cual él no podría seducirla) que los dos se conviertan en sujetos. Y el amor entre sujetos (más allá de las dualidades típicas de sádico y masoquista, hombre mujer, activo pasivo, amo y esclavo, etc.) es, generalmente, el fracaso de la humanidad.
House of Cards nos presenta, en fin, un examen de conciencia a la vez que un placer perverso.
Autor: Ángel Antonio de León Actor, director, dramaturgo. Escritor aficionado, amante de la belleza y el psicoanálisis; freudiano convencido y apasionado. Estudiante de la carrera en Literatura Dramática y Teatro en la UNAM. |