El redactor jefe acerca la subcarpeta con aprehensión, como quien se asoma a un acuario de pirañas. Fuera del despacho hay un hervidero de pasos. De vez en cuando se observa la silueta de unas cejas que emerge de puntillas, el flash de una foto o un paraguas enorme que despliega sus alas de ceniza rumbo a las calles. El jefe Frank ni se inmuta. Su gesto claroscuro no presagia nada bueno. Por un momento mira nerviosamente hacia la puerta como si aguardara en el vestíbulo la sombra alargada de un dentista o un viejo amigo venido a menos. Luego, empieza a leer el artículo en voz alta con la sobriedad de un gángster.
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Avatares de la prietitud I: Origen y contención del prieto
Era tan extremo tanta la gente, no sólo de indios sino de todas castas, tan desentonados los gritos y el alarido, tan espesa la tempestad de piedras que llovía sobre el palacio, que excedía el […]