Etiqueta: cuentos sobre muerte

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Después de la tía Emilia || Cuento de Juanma Bahamonde

Era la primera vez que Juan visitaba el cementerio civil de Madrid. Acudía a visitar la tumba de su hermana. Junto a la lápida alguien había depositado una foto de su tía Emilia. Se acordó entonces de cuando murió la vieja dama. El año antes de su muerte la tía Emilia había luchado por no rendirse a las telarañas de la desmemoria. Nunca perdió la anciana su sonrisa ancha, cálida y familiar. Siempre arrinconó sus recuerdos de una dura posguerra: el dolor de enterrar a sus dos hijos cuando ambos no habían probado de la vida más que un ligero sabor amargo al odio y el resentimiento; la rabia de perder a su marido en la batalla de Belchite y no saber dónde llorarlo. Recordó también cuando él llegó al pueblo con su hermana y su padre. Su madre había llegado hacía dos días. “Mamá está cuidando de la tía Emilia. Necesita a alguien que le haga la comida. Se está quedando muy flaca”, le dijo su padre. Al salir del coche vio a su primo Javier salir de la casa de su tía. “¿Es que ha muerto la tía Emilia?”, preguntó con un rostro inquieto. Su mente infantil unió recuerdos y sentimientos. Su primo Javier hacía tiempo que dijo que no volvería al pueblo a visitar a la tía Emilia. “¿Por… Por qué lo dices?”, balbució su padre. 

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La muerte de Liquidámbar || Cuento de Baltasar Botavara

Cuentan quienes presenciaron la ejecución de la sentencia que la mañana del viernes veintiocho de agosto el parque del barrio Los Libertadores olía a ámbar gris mucho más que de costumbre. El cielo negro y el viento rabioso parecían protestar por lo que estaba a punto de suceder. Los notables de la Junta de Acción Comunal habían decidido que en el libro del destino de Liquidámbar estaba escrito que no vería el amanecer del veintinueve de agosto, que en este otoño sus hojas de cinco puntas no se colorarían de amarillo y granate.

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Dilatación agobiante de la esperanza || Cuento de Alan Rolon

«Si es delincuente que muera presto», estampa de Francisco de Goya

Desde que estaba encerrado, lo único que esperaba era que los guardias vinieran por mí. Ansiaba escucharlos andar hacia acá y que me sacaran de mi hermética celda, tan aislada del mundo que no podía siquiera tener una mínima idea de la hora, el día, la época. Cada vez que los escuchaba se me helaba la sangre, pensando que era momento de llevarme al paredón, sólo para escuchar los lamentos ―o percibir su ausencia― de otro prisionero arrastrado, y descansar con amargura otra noche.

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El sueño infinito - Aimeé Cervantes

El sueño infinito || Cuento de Isaac Gasca

Ilustración de Aimeé Cervantes

Cuesta trabajo abrir los párpados al amanecer después de otra noche intentando dormir. La mirada pesa, los ojos duelen. Siento que floto, como si mi cuerpo estuviera inflado con helio. De un momento a otro levitaré. Humecto mis ojos con un gotero que lo mismo podría contener fuego. En el espejo observo que las ojeras se levantan bajo mis ojos como un muro infranqueable que prohíbe entrar al sueño. Mis ojos se tornan más negros, más pronunciados mis gestos. Llamo al trabajo para pedir otro día de descanso. El jefe me otorga el permiso y me recomienda un psiquiatra, el tercero en lo que va del año. “Claro que sí, Julio. Tómate el tiempo que quieras a cuenta de tus vacaciones”. Cuelgo. Mi casa fría, blanca, vacía, es una perfecta analogía de mi corazón roto, duro, estéril. Por la falta de sueño agrego sal a la leche, azúcar a la carne, miel a la pasta. Si existe la vida después de la muerte debe comenzar así.