En mis conferencias apago el sonido de la proyección y animo a los estudiantes a que traten de comprender lo que ocurre. La mayoría lo consigue porque la comunicación va más allá que las palabras. Cuando alguien sonríe, frunce el ceño o esboza una mueca está haciéndose entender. La postura de nuestro cuerpo y los movimientos rompen las palabras, que adquieren la forma de nuestro silencio… Me llamo Montse, soy pedagoga y mi hijo Enrique es sordo de nacimiento. Desde pequeño le he enseñado que no hace falta oír ni hablar como los demás para llevar una vida normal, pensamientos que comparto plenamente con mi marido, médico de profesión y todo un padrazo. Vivimos en una sociedad ruidosa, puertas que chirrían, ventanas que se cierran de golpe, bocinas de autobuses, la vecina del quinto que increpa a su hijo porque se ha olvidado el bocadillo del colegio, frenazos de coches, chillidos, gritos. Dicen incluso que permanecer en una atmósfera sin sonido, algo similar a lo que experimentan los astronautas en el espacio exterior, haría enloquecer a cualquiera… Aproximadamente tres de cada mil niños recién nacidos tiene algún grado de hipoacusia. Pueden sufrirla en uno o ambos oídos. Enrique sufría sordera severa. Al principio no queríamos hacer caso a las evidencias. No se sobresaltaba ante un ruido muy fuerte ni se tranquilizaba cuando le susurraba cosas bonitas al oído o le cantaba una nana. Cuando mi marido llegaba del trabajo y se acercaba a la cuna para decirle alguna bobería, Enrique no dirigía la mirada a su padre ni giraba la cabeza. Una vez leí que la información auditiva permite a los seres humanos controlar el medio que les rodea, discriminando lo importante de lo trivial, incluso en los sueños. ¿Cómo eran, por lo tanto, los sueños de mi hijo? ¿Cómo asimila un niño sordo el mundo que lo circunda? Tuve muchos problemas durante el embarazo al tener ya más de 40 años y Enrique nació prematuramente. Pesó menos de un kilo y medio y tuvo que pasar una larga temporada en la incubadora. Pero estaba vivo, era lo único que me importaba. Más adelante los médicos me dijeron que su escaso peso y el hecho de ser prematuro podrían explicar su sordera… Aunque yo había estudiado pedagogía y me había especializado en discapacidades físicas como la ceguera, desconocía que el 80% de las sorderas infantiles están presentes en el momento del nacimiento y que la mayoría de los niños sordos convive con familias que escuchan con normalidad. Nos dimos perfecta cuenta de que Quique no era como los demás niños a partir de los siete meses. El bebé no imitaba ningún tipo de sonido ni reaccionaba cuando le hablábamos. Se quedaba dormidito en la cuna con la mirada perdida y tan sólo nos observaba si le tocábamos o le hacíamos alguna carantoña. Llamarle por su nombre no llevaba a ninguna parte porque se quedaba impertérrito. Con el paso de los años, en muchas ocasiones el niño tendría súbitas sensaciones de mareo, presión en el oído o experimentaría ruidos y zumbidos molestos. Lo pasé muy mal, noches enteras de insomnio, discusiones con mi marido por el modo en que debíamos tratarlo, peleas con mi madre, que quería enseñarme cómo educar a mi propio hijo. Pero lo más duro lo vivía conmigo misma. La relación del sonido con las emociones es una parte importante del lazo que une a una madre con su hijo, algo que capta el bebé desde los primeros meses de edad. ¿Cómo conseguiría que Enrique me quisiera y supiese quien era realmente si ese nexo estaba deteriorado? Su cara escondía la realidad de su alma, pura y poderosa. Era un retaco de rizos a lo Shirley Temple y ojos aguamarina, mofletes puntiagudos y labios carnosos, hasta el punto de que mis amistades bromeaban conmigo preguntándome si había puesto bótox al niño. Los compañeros de mi marido me dijeron que la hipoacusia de Enrique era severa, pero que con persistencia y empeño podría llevar una vida más o menos normal. Le hicieron varias audiometrías para establecer un diagnóstico y determinar las características de la pérdida de audición. A los tres años y medio le llevamos a una escuela de integración en la que convivía con niños sordos y oyentes. Desde el primer momento quise comunicarme con mi hijo. Me hacía gracia porque yo me caracterizaba por hablar mucho, conmigo misma y con los demás. Escudriñaba el mundo prestando mucha atención a los pequeños detalles, a los sonidos que me llegaban de cualquier parte. Después, escribía relatos que leía a mi marido de vez en cuando o que publicaba en algún periódico local. Contar historias era imprescindible para entenderme mejor a mí misma y ahora lo sería para entender a mi hijo… El aislamiento que puede sufrir una persona por la incapacidad de establecer un contacto libre con otros seres humanos es enorme. Así que opté por la incorporación temprana del lenguaje de signos. Lo aprendimos mi marido y yo en una academia y Quique no tuvo ninguna dificultad. Era un niño muy listo.