Después del desfile del carnaval, Liany y Rubén se tumbaron en el jardín de las afueras de un supermercado. Todos los amigos de su palomilla se habían dispersado entre el relajo y las cervezas conforme la noche avanzó. Ahora estaban solos, frente a frente, compitiendo por ver quién pestañeaba primero. Ante el primer indicio de risa, Rubén intentó darle un beso a Liany, pero ella se resistió. Entonces la estrujó. Las hormonas agitadas en el cuerpo precoz de Liany inquietaban a Rubén, quien desde hace tiempo comenzaba a verla como más que a una amiga.
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Ombligo de escombros perdidos – Cuento de Melissa Tarabay
Para la Sisa, Chalis y Alita de quince, trece y once años respectivamente
La neblina de ese mediodía dijo más acerca de los sentimientos de aquellas hermanas que ellas mismas. Fue en una gran casa azul deslavada, con las paredes carcomiéndose por la humedad del musgo saliendo en las esquinas, donde el silencio retumbó más que la respiración de veinte personas esperando por su llegada; fue en el patio desnivelado, con dos perros ladrándole a los pájaros que merodeaban la jaula abierta para tomar agua y comer alpiste, donde Margarita apuntó a la pequeña Alicia en la casi comisura de su boca e hizo sonar un rifle de copitas; fue en aquella esquina de la mesa rectangular con atole y galletas encima, vestida de manteles blancos con bordados en las orillas, donde estaba sentada Sarita, quien escuchaba al señor Rodríguez dirigiendo sus mentiras fijamente a esos grandes ojos y pobladas cejas. Le decía que pronto aparecería su papá, que no pudo ir tan lejos de aquel pueblo seco y polvoso.
El vestido de Sara || Cuento de Cristina Meza
La noche de la fiesta no pude evitar recordar la primera vez que Sara y yo mantuvimos una conversación, aunque fue más bien breve y no creo que haya sido tan memorable para ella. Lo que más me cautivaba de su aspecto eran sus ojos, tenía unas pestañas largas perfectamente maquilladas y cada que sonreía su mirada se achicaba con ternura. Durante meses esperé la oportunidad para acercarme a ella, pero no obtuve éxito, por eso mi sorpresa fue grande cuando la vi entrar por la puerta.
Ramón || Cuento de Ana Torres
Sam se me presentó con el adorado cotorro de mi abuela en el hocico. El cuerpo verde de Ramón estaba lleno de baba de perro y tierra, pero sin vida. Vi a Ramón como nunca pensé verlo: muerto.
Mi sol || Cuento de Melissa Tarabay
Ilustración de Robert Bélanger
Para Fernando Palma
Vivo enamorada del astro rey desde que me lo presentaron en un atardecer. Me recuerdo de pequeña tratando de encontrarlo cuando se perdía entre las nubes, pero siempre me conformé con la evidencia de su paso cerca de mí, un rayo verde y la pintura del óleo plasmado en su inmenso pizarrón con diversas paletas de tonalidades dependiendo de su humor. A partir de aquel momento hasta que lo prohibió el ayuntamiento, me senté en la arena de la playa que está enfrente de mi casa, esperando a que terminara su turno y le diera paso a la luna.
Viaducto || Cuento de Rodolfo Munguía
Ilustración de Aimeé Cervantes
I
Eran las tres de la mañana cuando los policías se juntaron debajo del puente, donde vivía el Puntas y la Negra, donde por lo menos una vez a la semana atropellan a un güey, y donde hacía dos minutos habían atropellado a un cabrón. El cuerpo del infeliz había ido a dar al colchón improvisado de la Negra. Ella estaba tan empedrada que apenas notó un poco de humedad en los periódicos que usaba como sábanas. Pensó, incluso, que otra vez se había meado. Cuando te criqueas no te aguantas, pinche viciosa, le decía el Puntas. La mera neta, a lo único a lo que le hacía el Puntas era al activo y a la chela, hasta eso no era tan drogo. Había logrado dejar el foco con los madrazos que le pusieron en el anexo a los 19. Le sufría en el pinche anexo, ahí lo metieron sus tías que disque lo querían un chingo. Logró escaparse en uno de esos días que salían a vender dulces a las micros. No le dio la vuelta a la ruta como debía y se bajó en Viaducto. Ahí mero estaba el puente en el que haría su casa. Hogar, dulce hogar, decía cuando venía de la tlapalería de comprar su correspondiente estopa. Ahí mero conoció a la Negra, que un día llegó vagando con un niño en brazos. Al principio, en su alucín, el Puntas creyó que era un muñeco porque el pinche chamaco ni lloraba ni se movía. El cabrón, el pinche mojón negro, estaba muerto y el Puntas tuvo que arrebatárselo para tirarlo a la basura. Desde ese día, hay veces que el Puntas escucha llorar un morro antes de dormir, pero entre más activado esté, más fácil lo ignora. Ahí mero se quedó la Negra un buen tiempo.