Caminamos por las calles y viene al encuentro de nuestros sentidos una amplísima gama de estímulos: un ambiente festivo por doquier, disfraces de monstruos, de catrinas y catrines; en los mercados el dulce olor de las flores de cempazúchitl, los sahumerios, el pan de muerto, las calaveras de chocolate y de azúcar; el ambiente se llena de fiestas, los más pequeños piden su calaverita y los literatos que llevamos dentro salen del subsuelo a entonar cantos donde la flaca es la protagonista y va en busca personas o grupos que nos son queridos, si no es que de nosotros mismos. En México es común el sincretismo (si no es que el sincretismo de sincretismos) entre el Halloween y el Día de muertos. Sincretismo de sincretismos porque, si hacemos caso a las historias más difundidas, tanto Halloween como el Día de Muertos son el resultado de la mezcla entre tradiciones precristianas y cristianas, siendo el All Hallows Eve, y el Día de Todos los Santos domesticaciones de tradiciones celtas y de pueblos prehispánicos respectivamente. En nuestro país, en algunos lugares, especialmente en las zonas centro y sur, logran apreciarse aún ritos con rasgos indígenas.
En uno de los libros más leídos –si no es que el más leído– de la ensayística mexicana, El laberinto de la soledad, Octavio Paz ha hecho ya una bella e implacable descripción de la fiesta y la muerte para el mexicano. En resumen, en el tercer capítulo, “Todos santos, día de muertos”, Paz nos dice que, en la fiesta, el mexicano levanta los muros de su soledad: hay un despilfarro que, aún entre la pobreza económica, produce un efecto subjetivo de abundancia; se quiebran las normas, rigen otro tiempo, otra moral y otras leyes; hay una desinhibición general, los hombres se visten de mujer, se diluye la brecha entre el rico y el pobre, se violan los límites y la fiesta puede llegar a transformarse en Misa Negra; durante el festejo el mexicano experimenta un estallido repentino, como el de los cohetes, en contraste con su habitual inhibición, por lo que, a veces, la fiesta termina en riña y muerte. A propósito de la muerte, hace la comparación entre la muerte prehispánica, aquella que era un elemento más en el ciclo cósmico y cuya puesta en acto mediante el sacrificio mantenía el equilibrio en el universo; y la muerte cristiana, en la que el sacrificio de Cristo salva al hombre de manera personal y la muerte de un ser humano constituye el pasaje a la vida ultraterrena. Tras un pasaje que hace referencia a la muerte desde la poesía, partiendo de Rilke y pasando por su lectura de dos piedras angulares de la poesía mexicana –como lo son Muerte sin fin y Nostalgia de la muerte–, termina por caracterizar al mexicano moderno como un sujeto cerrado, igualmente indiferente ante la vida que ante la muerte. El tratamiento de Paz es simplemente brillante: hace una descripción psicológica tan certera que a más de uno habrá provocado resonancias no siempre halagadoras.
A pesar de esto, pareciera que algo queda volando, permanece la sensación de que hay una dimensión no abordada en esta parte del ensayo. Mi capricho de lector y la realidad que nos rodea en el contexto citadino, me lleva a pensar que este tema de la muerte para el mexicano queda en un plano demasiado abstracto; es una muerte que nos cuesta trabajo pensar, precisamente por la indiferencia con que aparece en el texto; si bien repercute en nosotros y nos provoca resonancias, pienso que requiere de algo un poco más concreto. Se antoja entonces importante emprender la tarea de pensar la muerte ya no en busca de lo mexicano, tan diverso hoy en día por efecto de la influencia cada vez más fuerte de la cultura estadounidense y del resto del mundo gracias a los medios de comunicación. Lo que me propongo es hacer un breve ejercicio de imaginación que nos ayude a escarbar en el laberinto para hallar alguna raíz que nos sea común y nos permita pensar la psicología de la muerte de un modo más amplio.
Hagamos, pues, este ejercicio: imaginemos a una mujer que ostenta un disfraz de bruja en una fiesta de halloween. Esta mujer celebra varias cosas a la vez, pues recientemente ha optado por vivir por su cuenta y ha salido de la casa materna. Asumamos que esta mujer roza los treinta años, edad nada rara en el contexto urbano para explorar la independencia económica. Normalmente es una persona reservada, tanto así que se reserva de escudriñar en las vidas de los otros de un modo casi religioso, diríase que no queriendo saber demasiado.
Podemos preguntarnos: “¿para qué hablar sobre una fiesta de halloween después de referirnos a Paz y su lectura de la muerte para el mexicano?”. La respuesta es simple: se trata de algo con lo que no nos costaría trabajo encontrarnos en fechas cercanas al Día de Muertos y, como ya hemos mencionado, pareciera que vivimos la fiesta inmersos en un sincretismo de sincretismos.
Visualicemos, pues, a esta mujer. Se encuentra en una fiesta de disfraces, quizás está bebiendo y hablando con muchas otras personas detrás de máscaras y maquillaje. Esta mujer está atravesada por ritos que probablemente ni siquiera se imagina. Comencemos por lo que respecta al halloween: los orígenes de esta fiesta se pueden rastrear hasta el antiguo festival celta Samhain, que coincidía con el solsticio de invierno y el fin de las cosechas, momento en que se difuminaban las fronteras entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos; Durante el festival, las personas utilizaban disfraces fantasmagóricos para evitar ser molestadas por los espíritus y, en ocasiones, les ofrendaban dulces para apaciguarlos (posible origen del treat or trick y de la “calaverita”).
Puede ser que nuestro personaje, por algún motivo, haya sido señalado por algunos de sus amigos más conservadores como desleal a las tradiciones mexicanas por asistir a la fiesta en la que se encuentra. Probablemente, le alegraría saber lo que Fray Diego de Durán observó en los indígenas nahuas durante el mes de agosto, cuando festejaban el Miccailhuitontli: esta fiesta coincidía con un momento crítico en el proceso de cultivo, y se cree que los nahuas temían que en aquellas fechas se arruinara la siembra, por lo que hacían ofrendas y sacrificios. Años después de la conquista, el Miccailhuitontli fue conmemorado en el día de Todos los Santos, con lo que los nahuas buscaron conservar sus tradiciones aparentando que celebraban las fiestas cristianas. Después de todo, parecería que el origen prehispánico del Día de Muertos no dista tanto del origen celta del Halloween. Quizás por eso nos parece tan natural la convivencia entre ambas festividades: en los estudios de los orígenes de los ritos religiosos solemos encontrarnos con que existen eventos naturales que se relacionan estrechamente con la supervivencia de grupos humanos y que, ante lo incontrolable de la naturaleza, articulan ritos dedicados a entidades sobrenaturales con la creencia firme de que estas entidades actuarán en favor de continuar con los ciclos del cosmos conocido.
Sin embargo, esto probablemente no pase por la conciencia de nuestro personaje. Ella se encuentra allí, en esa fiesta, atravesada inconscientemente por todo este bagaje cultural que la pone en marcha, pero sin representaciones conscientes del sentido del rito. Se diría que se halla indiferente ante la vida y ante la muerte, riéndose de la intrascendencia de su existir. Revienta los muros de su soledad, estalla en las luces de la embriaguez, se dirige a otros enmascarados que son más ellos mismos, más conforme a su deseo, en tanto se ocultan detrás del disfraz. Pero entre esa burlona indiferencia, hay una angustia que no logra comprender, algo que por más que busca negar, insiste dentro de ella y la moviliza. Ella no teme que se arruine su cosecha, o que el cosmos cambie su curso si ofrenda algo a sus antepasados. Quizás teme una muerte social, una muerte laboral, su muerte. En efecto, Octavio Paz apunta a que la muerte ya no se vive en su sentido cósmico, sino en un sentido personal.
El temor a la muerte encierra a nuestra bruja y la hace preguntarse por el sentido de su vida, por el sentido de lo que hace en esta fiesta, de lo que hizo aquella mañana en que desperdigó pétalos de cempazúchitl en derredor de una mesa ataviada con veladoras, arroz con leche, camotes, dulce de calabaza, sal, vasos con agua, incienso papel picado y algunos alimentos del gusto de los muertos que recuerda. Si no teme que el universo se descarrile, sí hubo un impulso íntimo que la llevó a poner ese altar, algún sentido de compromiso con su familia, el vago recuerdo de sus abuelos, las palabras que le dijo su madre sobre la importancia de conservar esa tradición. Algo le llama en ese instante desde más allá de la muerte, desde más allá de su muerte.
El psiquiatra suizo Carl G. Jung hizo una grandiosa aportación al referirse a un más allá de la muerte como un más allá de la conciencia. Para el fundador de la psicología analítica, los seres humanos contemporáneos padecemos de los complejos paternos y maternos por la falta de ritos que nos ayuden a hacer este pasaje desde un estadio infantil hacia un estado de madurez. Paz marca la diferencia entre la fiesta y el rito prehispánico en tanto la primera, aunque pintoresca, está desacralizada y planteada en términos de moral y libertad; mientras que el segundo está caracterizado por una serie de articulaciones simbólicas que dan cuenta de un proceso de inmersión y renacimiento en términos de religión y pertenencia al cosmos. Esto, desde luego, apunta el filósofo de las religiones Mircea Eliade, es una cuestión arquetípica, de carácter universal: no es exclusivamente prehispánico, pero sí precristiano. Jung nos dirá que es probable que el ser humano contemporáneo no posea estas herramientas simbólicas nos proporcionan un conocimiento de lo inconsciente a través de los ritos de iniciación puberal, lo que da por resultado un mundo lleno de neuróticos. ¿Es entonces insalvable esta brecha y estamos condenados a las neurosis? Jung nos diría que no, que existen formas guarecidas en el inconsciente que tienen efectos adaptativos: los arquetipos. ¡Menuda palabrita que es tan empleada en las esferas de culto!… ¿Pero qué es un arquetipo para Jung?
Retrocedamos un poco. El suizo disidente de la teoría sexual freudiana descubrió los complejos midiendo los tiempos de respuesta asociativa en sus pacientes ante determinadas palabras-estímulo. Supongamos ahora que la mujer que imaginamos se encentra con un psicoanalista que busca reproducir los experimentos de Jung. Con fines didácticos, añadamos que esta mujer tuvo una relación difícil con su madre: al exponerla a una serie de palabras estímulo neutras (digamos que pastel, mesa, árbol y pluma), tendrá determinado rango en su tiempo de asociación con otra palabra, pero al exponerla a la palabra madre, el tiempo de respuesta será mayor. Ahora supongamos que esta misma mujer tiene un recuerdo en el que su madre se comportó de manera hiriente en una fiesta infantil, mientras la entonces niña soplaba las velas de su pastel. Probablemente el tiempo de respuesta ante la palabra pastel sería igualmente mayor y, para nuestra sorpresa, quizás la asocie con la palabra enojo, o, mejor, ¡con la palabra madre! De tal modo que ante este estímulo hay toda una organización temática que da cuenta de la relación con su madre. En este caso, la palabra pastel es parte del complejo, al que llamaríamos complejo materno. También podríamos llamarlo complejo pastelero, sin embargo, es menos probable que toda la organización afectiva de la mujer en cuestión gire en torno a un pastel que en torno a su propia madre. Para Jung, los complejos son los contenidos del inconsciente personal.
Sin embargo, él también sostuvo que había una instancia que iba aún más allá del inconsciente personal: el inconsciente colectivo, que estaría conformado por los arquetipos. Tales contenidos son, literalmente, tipos arcaicos que nos habitan a niveles de especie, cultura, familia, etc. Este concepto ayudaría a comprender la presencia de imágenes semejantes en distintas latitudes, por ejemplo, la coincidencia entre Miccailhuitontli y Samhain.
Existen también representaciones arquetípicas de la muerte, por lo que no nos costaría trabajo entender la similitud entre las concepciones hindúes del ciclo del cosmos y la concepción prehispánica de las edades. En un nivel más próximo, podemos remitirnos a la imagen de La Catrina que, a más de cien años de su creación, toda emperifollada y riéndose de la vida, aún nos provoca resonancias.
Si pensamos en la mujer de la desafortunada fiesta de cumpleaños, ella nos podría decir “Mi madre es una bruja”. Y entonces nos preguntaríamos: ¿qué es una bruja?; o, en otros términos: ¿qué nos dice el arquetipo de la bruja? La bruja suele ser asociada con una mujer malvada, que tiene relaciones con el maligno, también con una madre mala, que se lleva mal con los niños: “la bruja los chupa”, les chupa la vida, los mata; sin embargo, también es relacionada con una mujer que se afirma en su deseo y no se pone al servicio del lugar que le es asignado en una cultura patriarcal, una mujer disidente de lo considerado como “bueno” y hace temblar al hombre que siente que “le chupa su masculinidad” (y en más de un sentido, pues la bruja tiene también sus dones sexuales). Para esta mujer, llamar bruja a su madre, podría constituir una forma de recurrir a una imagen arquetípica que le permita simbolizar su experiencia emocional, e incluso para asumirse ella misma como bruja, como mujer deseante para identificarse de manera positiva con la madre. Podríamos comprender, también, por qué se le ocurrió “de la nada” disfrazarse de bruja para aquella fiesta.
Se nos perdonará alguna agudeza si nos aventuramos a pensar que, en el instante en que el más allá de la conciencia asaltó a nuestra bruja, parece que se restablece el orden cósmico: está allí en la “noche de brujas”, disfrazada como una, recordando la primer ofrenda que hace, aquella que le enseñó a poner “la bruja que le chupaba la vida”. Empero, nuestro personaje no queda conforme con esta epifanía, su neurosis va más allá de un mero conflicto directo con la madre. Pensemos que su psicoanalista ha dejado de hacer experimentos raros y por fin se ha entregado a la escucha flotante. Entre los conflictos que cuenta esta mujer en su análisis, hay uno que le parece irresoluble: por un lado, ha asumido la posibilidad de identificarse positivamente con la bruja, pero por el otro, descubre que esta elección también está matizada por un terror a ser madre. Después de algunas sesiones, detrás de este terror se descubre un deseo de serlo, matizado por sentimientos de vergüenza y culpa sin explicación aparente. A partir de aquella fiesta de la indiferencia, nuestro personaje descubre una nueva dimensión de sí misma. ¿Cómo hallar la salida de su laberinto?, ¿cómo romper los muros que la aíslan de la plenitud de su deseo? Este encuentro de sentimientos se le antoja algo bizarro, y su analista, después de mucho explorar los conflictos con la madre, parece que no termina de encontrar el motivo de su terror.
Un afortunado día, llega con una nueva historia: después de la reconciliación identificatoria con su madre a través de una imagen arquetípica, ha acudido al hogar que la hubiera acunado y en un momento emotivo, la madre le muestra una colección de reliquias familiares, entre las que se encuentra un diario escrito por el abuelo. El contenido resulta revelador…
El psicoanalista Serge Tisseron nos habla acerca de una serie de conceptos acuñados por Nicolas Abraham y Maria Torok con el fin de describir las relaciones que existen entre eventos traumáticos no tramitados por una generación y los síntomas que aparecen en generaciones posteriores. Los conceptos clave son cripta y fantasma. Supongamos que el diario del abuelo narra una auténtica historia de horror: la abuela, antes casarse con el abuelo, tuvo un hijo al que asesinó para evitar lo que en aquella época hubiera sido la deshonra de su familia; con un profundo sentimiento de culpa y vergüenza por el infanticidio, acuerda con el abuelo jamás volver a hablar acerca del tema. Podremos decir entonces, que los abuelos son portadores de una cripta, que adquiere el carácter de algo indecible: ambos saben que guardan un secreto, saben su contenido, pero no se atreven a decirlo. La madre de esta mujer, sin embargo, algo logra capturar de esta angustia que embarga a los abuelos, tiene la sensación de que hay algo que se le oculta, sabe que hay un secreto, pero desconoce su contenido. En este caso, podríamos decir que la madre es portadora de un fantasma de primera generación y que este fantasma adquiere un carácter innombrable: se sabe del secreto, pero no de su contenido, por lo que resulta imposible nombrarlo. Así, nuestra bruja conflictuada es atravesada por un fantasma de segunda generación: experimenta un sentimiento “bizarro”, un terror inexplicable que se revela como un deseo matizado por la culpa y la vergüenza de la abuela; antes del descubrimiento del diario del abuelo, el sentimiento tenía el carácter de lo innombrable.
Nuestro personaje ha llegado a un punto en el que logra comprender hasta qué punto el desconocimiento de lo inconsciente la había llevado hasta un estado de angustia que le había parecido incomprensible. Quizás ahora se encuentre en condiciones de decidirse a tener un hijo, o tal vez descubra que su deseo es un intento de restituir el hijo asesinado por la abuela y en realidad prefiere asumir el papel disidente al que le invita la bruja. En cualquier caso, habrá logrado agenciarse un proceso anímico que le aparecía como ajeno, habrá logrado salir de su laberinto escarbando en sus profundidades. Quién sabe, puede que llegue a otro laberinto un poco más abierto, que ahora se interese por otros temas que la madre y el hijo, que mire a la muerte desde otro estrato y la próxima vez que mire una ofrenda lo haga con otros ojos.
Creo que la fiesta puede ser algo más que una forma de anularnos frente a la vida en una negación de la muerte. Que, si bien la ausencia de los dioses como se conocieron en algún momento nos deja ante un vacío tan angustiante como inexorable, podemos hacer algo por restituirnos en nuestra propia historización: desde nuestra historia familiar hasta la historia de nuestro pueblo. ¡Y qué mejor manera de hacerlo que observando esos altares que con tanto empeño ponemos! Valdría la pena preguntarnos qué fantasmas nos devuelven la mirada, avivados por la llama, desde esas viejas fotografías.
Del autor: Abraham Pérez Aragón. Errante de la poesía, el cuento y el ensayo, ha publicado sus escritos en diversas revistas impresas y electrónicas. Además de la escritura, se dedica a la clínica de la escucha orientada al psicoanálisis y la psicología analítica.