Dicen que las perlas están hechas de luz de luna. En las noches de plenilunio, los moluscos se abren para dejar entrar los destellos. Para mí, las perlas son lágrimas de Dios. Es que Dios también llora, pero lo hace sobre el mar para esconder la vergüenza.
Somos una tripulación de diez. El capitán, Ali Suwaidi, va sentado bajo la vela blanca. Guarda las perlas en una servilleta de terciopelo con la que las lustra con un roce constante. Dice que más sedosas y redondas valen más. Para mí que las acaricia para sentirlas suyas por un rato. El nahham va en la proa y de pie, al lado de un pilón de moluscos desgarrados. Nos alienta con un canto rítmico a la par del suave mecer del Golfo pérsico. El resto somos ghais, o los hombre-sirena: pasamos tres minutos bajo el mar y cinco minutos bajo el sol, hasta treinta veces por día.
Tengo la remera de algodón pegada al cuerpo y una cesta alrededor del cuello. Cargo la misma canasta desde los nueve, cuando empecé a acompañar a mi papá como aprendiz. A los doce años empecé a bucear; y ésta será la onceava vez desde el amanecer. Otro de los ghais está en sus minutos de aire y será quien me izará. Me ata dos sogas al cuerpo. Una, con una piedra de cinco kilos, servirá para el descenso. De la otra, liviana, tiraré cuando necesite respirar. Nunca subo con el cesto vacío.
Me cubro los dedos en resguardos de cuero para no cortarme con el coral. Me coloco en la nariz el ftam, una pinza de carey que heredé de mi papá, el único tesoro de la familia. Relajo los hombros y estiro el cuello. Me roza una corriente de aire en la cara. Alargo la columna vertebral en dirección al cielo. Inhalo y salto al mar.
Me hunde la piedra y pienso en mi abuelo. Siempre pienso en él cuando desciendo. El ftam que llevo lo talló él de chico y tres generaciones de zambullidas diarias lo siguieron tallando. Era un hombre flaco, tan flaco que en sus últimos buceos debían atarle una piedra de dos kilos más. Pero sus manos finas eran las más habilidosas para recolectar ostras y a sus ochenta años estaban gomosas de tanta sal.
Por el costado del ftam desgastado salen burbujas. El agua en la nariz puede llegar a los pulmones y resultar fatal. Pero a mí no me asusta. Mi familia evolucionó a ser de mar. Tengo los pies torcidos como aletas. Bajo el agua puedo ver mejor que en la tierra. Me faltan solo bronquios para respirar. Ya va un minuto y toqué fondo, estaré como a doce metros de profundidad. No hay ostras a la vista, pero todavía me queda oxígeno para buscar.
Creo sentir un tironeo de la soga pero cuando me doy vuelta, un rayo me encandila. Viene de una ostra, la más grande que vi en la vida. Está abierta por completo e irradia luz de su centro. Vuelven a tirar de la soga. No sé cuantos minutos sin aire serán. Pero la ostra me llama, ahora rodeada por un halo de brillo y burbujas.
Otra vez tiran de la soga, esta vez más fuerte. Pataleo bajo el agua para oponerme. No puedo subir ahora que estoy tan cerca. Tiran otra vez. En un movimiento brusco tomo el nudo que me ata y lo deshago. La soga sube de golpe y desaparece.
Quedo suelto y ciego por el reflejo que emana del interior del molusco. Tengo que entrecerrar los ojos para ver a través del resplandor. Con lo último que me queda de aire estiro mis dedos flacos, heredados, marinos. Siento algo redondo: una perla del color de la luna. La tomo y resbala por mi mano. Justo antes de que se me escape, cierro el puño.
Sólo queda oscuridad.
Autora: Victoria Mulville (Buenos Aires, Argentina, 1993). Estudió abogacía y reside en Londres.